arengas épicas

Publicado el 25 septiembre 2015 por Libretachatarra

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Un primer ejemplo lo encontramos en La Ilíada, la epopeya de Homero rebosante de épica y epítetos en cuyo canto segundo el muy altitonante, dodoneo y pelásgico de Zeus induce mediante un sueño, pernicioso y alado, al rey Agamenón, domador de caballos y pastor de hombres, a que tras tan largo asedio lance ya sus tropas contra Troya, la ciudad de anchas calles. Pero antes de iniciar el ataque y para comprobar la lealtad de sus tropas, Agamenón se dirige a ellas en un discurso animándolas a huir y dejando claro, eso sí, lo innoble del acto: «vergonzoso será para nosotros que lleguen a saberlo los hombres de mañana». A continuación la diosa Atenea descendió del Olimpo y le señaló a Ulises lo inapropiado de la retirada, animándole a que convenciera a todos los demás guerreros a continuar la lucha. Así lo hizo, y Agamenón con esta especie de plebiscito reafirmó su autoridad, aumentando la determinación de sus tropas tras haberlas asomado a la vergüenza de la huida. Era entonces el momento de comenzar el ataque final y les arengó así:
Cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros a inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue a los valientes guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, sudará en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y también sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquel que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo lo vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.
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Durante la batalla de las Termópilas Leónidas se jactaría expresando esta idea: «Jerjes tiene muchos hombres, pero ningún soldado» y según contaba el mencionado historiador, una vez el rey espartano descubrió la traición de Efialtes decidió quedarse luchando hasta el final junto a algunos leales, a los que dijo aquello de «tomad un buen desayuno, puesto que hoy cenaremos en el Hades». (…) Otra idea que será recurrente y que Alejandro Magno más adelante hará valer cuando sus tropas, exhaustas tras una década de conquistas que los había llevado hasta la India:
¡Oh macedonios y aliados griegos, manteneos firmes! Gloriosos son los hechos de quienes acometen una gran labor y corren un gran riesgo, y es muy hermoso llevar una existencia valiente y morir dejando tras de sí la gloria imperecedera. ¿O no sabéis que nuestro ancestro ha alcanzado tan altas cotas de gloria, pasando de ser un mero mortal a convertirse en un dios, como parece ser, debido a que no permaneció en Tirinto o Argos, o incluso en el Peloponeso o en Tebas? (…) Sabéis que los padecimientos los comparto con vosotros, asumo los peligros a partes iguales, y las recompensas están disponibles para que todos compitan libremente por ellas. Porque las tierras son vuestras, y vosotros sois quienes las gobernáis. De igual manera, la mayor parte de los tesoros son ahora vuestros, y cuando hayamos conquistado lo que queda de Asia, por Zeus, que habré satisfecho vuestras expectativas, e incluso habré superado las ganancias que cada uno esperaría recibir.
Entonces uno de sus generales, Coeno, tomó la palabra para responderle apelando a esa misma libertad, mostrándole que si actuaba contra la voluntad de sus tropas «descubrirás que ya no somos los mismos soldados (…) ya que estaremos privados de nuestro libre albedrío y faltos de ganas». De manera que Alejandro Magno tomaría la decisión de regresar, consciente de que un ejército desmotivado le llevaría inevitablemente a la derrota. En tales situaciones sin embargo, con un ejército muy lejos de su hogar, puede utilizarse el recurso de plantear el avance hacia el enemigo como el único camino posible de vuelta a casa. Así se lo dijo Aníbal a sus tropas cuando ya estaban en la península itálica en dirección a Roma:
A derecha e izquierda os cercan dos mares y no tenéis ni un solo barco con el que escapar; a vuestro lado fluye en Po, un río más grande que el Ródano y más rápido; la barrera de los Alpes se cierne a vuestra espalda, esos Alpes que apenas lograsteis cruzar cuando vuestra fuerza y vigor estaban intactos. Aquí, soldados, en este lugar donde habéis encontrado por primera vez al enemigo, tenéis que vencer o morir. La misma fortuna que os ha impuesto la necesidad de luchar guarda también la recompensa de la victoria, recompensas tan grandes como las que los hombres suelen solicitar a los dioses inmortales. Incluso si fuésemos solo a recuperar Sicilia y Cerdeña, posesiones que fueron arrebatadas a nuestros padres, serían premios lo suficientemente grandes como para satisfacernos. Todo lo que los romanos poseen ahora, ganado a través de tantos triunfos, todo lo que han acumulado, se convertirá en vuestro junto con sus propietarios. Venid, pues, tomad vuestras armas y ganad, con la ayuda del cielo, tan magnífica recompensa. (…) No hay un hombre entre vosotros ante quien yo no haya efectuado más de una hazaña militar o de quien yo, que soy testigo fehaciente de su valor, no pueda contar sus propias acciones decorosas y el momento y lugar en que las acometió. Yo fui vuestro alumno antes de ser vuestro jefe y entraré en batalla, rodeado por hombres a los que he elogiado y recompensado miles de veces, contra unos que nada saben de los otros y que son mutuos desconocidos.
Unos cuantos siglos después, en el año 1415, Enrique V también se vio atrapado con sus hombres en territorio hostil y logró sobreponerse en una de las hazañas bélicas más recordadas. Tras tomar posesión del trono de Inglaterra, había desembarcado al otro lado del canal de la Mancha para recuperar los ducados que pertenecieron a sus antepasados. Sin embargo la invasión tuvo un resultado peor del esperado y dirigió sus diezmadas tropas de vuelta a casa, con tan mala suerte que fueron alcanzados en Agincourt por unas tropas francesas que duplicaban su número. Antes de una batalla que se pronosticaba desastrosa arengó a los soldados con unas palabras que… a quién importan ya, el discurso que ha ocupado su lugar es el que Shakespeare imaginó:
Westmoreland: ¡Ojalá tuviéramos aquí ahora
aunque fuera diez mil de aquellos hombres que en Inglaterra
están hoy ociosos!
Rey Enrique V: ¿Quién pide eso?
¿Mi primo Westmoreland? No, mi buen primo:
si hemos de morir, ya somos bastantes
para causar una pérdida a nuestro país; y si hemos de vivir,
cuantos menos hombres seamos, mayor será nuestra porción de honor.
¡Dios lo quiera! te lo ruego, no desees un solo hombre más.
Por Júpiter, no codicio el oro,
ni me importa quién se alimente a mi costa;
no me angustia si los hombres visten mis ropas;
esos asuntos externos no ocupan mis deseos:
pero si es pecado codiciar el honor,
soy la más pecadora de las almas vivientes.
No, créeme, primo, no desees un solo hombre de Inglaterra:
¡Paz de Dios! no perdería un honor tan grande
como el que un solo hombre creo que me arrebataría
por lo que más deseo. ¡Oh, no pidas uno solo más!
Proclama, en cambio, Westmoreland, por mi ejército,
que el que no tenga estómago para esta pelea,
que parta; se redactará su pasaporte
y se pondrán coronas para el viático en su bolsa:
no quisiéramos morir en compañía de un hombre
que teme morir en nuestra compañía.
Este día es la fiesta de Crispiniano:
el que sobreviva a este día y vuelva sano a casa,
se pondrá de puntillas cuando se nombre este día,
y se enorgullecerá ante el nombre de Crispiniano.
El que sobreviva a este día, y llegue a una edad avanzada,
agasajará a sus vecinos en la víspera de la fiesta,
y dirá: «Mañana es San Crispiniano».
Entonces se alzará la manga y mostrará sus cicatrices
y dirá: «Estas heridas recibí el día de Crispín».
Los viejos olvidan: y todo se olvidará,
pero él recordará con ventaja
qué hazañas realizó en ese día: entonces recordará nuestros nombres,
familiares en sus labios como palabras cotidianas.
Harry el rey, Bedford y Exeter,
Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester,
se recordarán como si fuera ayer entre sus jarras llenas.
El buen hombre contará esta historia a su hijo;
y nunca pasará Crispín Crispiniano,
desde este día hasta el fin del mundo,
sin que nosotros seamos recordados con él;
nosotros pocos, nosotros felizmente pocos, nosotros, una banda de hermanos;
porque el que hoy derrame su sangre conmigo
será mi hermano; por vil que sea,
este día ennoblecerá su condición:
y los gentileshombres que están ahora en la cama en Inglaterra
se considerarán malditos por no haber estado aquí,
y tendrán su virilidad en poco cuando hable alguno
que luchara con nosotros el día de San Crispín.
(…)
Precisamente una reina inglesa contemporánea de Shakespeare, la que le dio nombre al teatro isabelino, fue la autora de otro monólogo previo a la batalla que ha pasado a la historia. Se ve que la elocuencia flotaba en el ambiente y lograba causar gran efecto en los corazones y las mentes de quienes la presenciaban, porque Isabel I, ante la necesidad de repeler a la Armada Invencible que Felipe II le había enviado para destronarla, se dirigió en 1588 a las tropas que mantenía en Tilbury con las siguientes palabras:
Mi amado pueblo:
He sido convencida por aquellos que vigilan mi seguridad personal de que debo ser precavida cuando me expongo a multitudes armadas, por temor a las traiciones; pero les aseguro que no desearía vivir para desconfiar de mi leal y afectuoso pueblo.
Dejen que los tiranos teman. Yo me he conducido de tal modo que, después de Dios, mi fortaleza principal y mi seguridad descansan en los corazones leales y en la buena voluntad de mis súbditos.
Por lo tanto, vengo en esta ocasión a ustedes, como pueden ver, no para entretenerme y divertirme, sino resuelta a vivir o morir entre ustedes en medio del fragor de la batalla, dispuesta a entregar mi honor y mi sangre por amor a Dios, y por la salvación de mi reino y de mi pueblo.
Sé que soy dueña de un débil y frágil cuerpo de mujer, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, más aún, de un rey de Inglaterra, y considero con esquiva repugnancia el que Parma o España, o cualquier soberano de Europa, se atreva a invadir las fronteras de mi reino; lo cual, si sucediera, antes que una mancha caiga sobre mi honor por mi culpa, yo misma empuñaré las armas, ya misma seré su caudillo y su juez, y sabré recompensar sus virtudes en el campo de batalla.
Sé que por su disposición merecen recompensas y laureles. Y les aseguro, con palabra de reina, que les serán pagadas en tiempo oportuno. Mientras tanto, mi teniente general —al que nunca su reina le ordenó un objetivo más noble o digno—, estará en mi lugar. Y no dudando de su obediencia, concordia o valor en el campo de batalla, dentro de poco tendremos una famosa victoria sobre los enemigos de mi Dios, de mi reino, y de mi pueblo.
(…)
Pero donde las dan las toman y siglo y medio después sería el Imperio británico el que sufriría un duro revés a manos españolas. El responsable fue Blas de Lezo, apodado Mediohombre por todas las partes del cuerpo que había ido perdiendo en sucesivas refriegas, quien en 1741 defendió el fuerte de Bocachica en Cartagena de Indias junto a unos cuatro mil soldados frente a una flota de ciento ochenta y seis naves y más de treinta mil ingleses. Antes del choque arengó a sus tropas con apelaciones a la religión y la patria como en el discurso anterior, así como al ejemplo de los antepasados y a la memoria de los descendientes. Blas de Lezo se consideraba tan semejante a sus oyentes que solo pedía de ellos lo mismo que él se prestaba a hacer. Y como remate, la promesa de una vida más allá de la muerte gracias a la gloria imperecedera. Aquí lo tenemos:
Soldados de España peninsular y soldados de España americana. Habéis visto la ferocidad y poder del enemigo; en esta hora amarga del Imperio nos aprestamos para dar la batalla definitiva por Cartagena de Indias y asegurar que el enemigo no pase. Las llaves de Imperio han sido confiadas a nosotros por el rey, habremos de devolverlas sin que las puertas de esta noble ciudad hayan sido violadas por el malvado hereje. El destino del Imperio esta en vuestras manos. Yo, por mi parte, me dispongo a entregarlo todo por la patria cuyo destino esta en juego; entregaré mi vida, si es necesario, para asegurarme de que los enemigos de España no habrán de hollar su suelo, de que la santa religión a nosotros confiada por el destino no habrá de sufrir menoscabo mientras me quede un aliento de vida. Yo espero y exijo, y estoy seguro que obtendré, el mismo comportamiento de vuestra parte. No podemos ser inferiores a nuestros antepasados, quienes también dieron la vida por la religión, por España y por el rey, ni someternos al escarnio de las generaciones futuras que verían en nosotros los traidores de todo cuanto es noble y sagrado. ¡Morid, entonces, para vivir con honra! ¡Vivid, entonces, para morir honrados! ¡Viva España! ¡Viva el rey! ¡Viva Cristo Jesús!
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…en la Guerra de Independencia, que dio lugar a los Estados Unidos. En ella uno de sus héroes más recordados es Patrick Henry, uno de los Padres Fundadores que se dirigió a la Cámara de Ciudadanos de Virginia el 23 de marzo de 1775 de esta manera:
No hay retirada, ¡solo sumisión y esclavitud! ¡Nuestras cadenas han sido ya forjadas! ¡Su tintineo puede oírse en las llanuras de Boston! La guerra es inevitable. Así pues ¡dejadla venir señor! Os lo repito, ¡dejadla venir! Es inútil insistir en este asunto. Los caballeros podrán gritar paz, paz; pero no hay paz. De hecho, ¡la guerra ya ha comenzado!
¡La próxima tempestad que sople del norte traerá hasta nuestros oídos el resonante chasquido de las armas! ¡Nuestros hermanos se encuentran ya en el campo de batalla! ¿Por qué permanecemos aquí, ociosos? ¿Cuál es el deseo de los caballeros? ¿Qué tendrán? ¿Es la vida tan preciada, o la paz tan dulce, que deba ser comprada al precio de las cadenas y la esclavitud? ¡Que no lo permita Dios todopoderoso! No sé la decisión que otros tomarán; pero en lo que a mi respecta, ¡dadme libertad o dadme muerte!
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Churchill y la Segunda Guerra Mundial estaban hechos el uno para la otra. Tras la caída de Chamberlain, con la guerra ya comenzada y Holanda a punto de caer bajo el yugo nazi, el nuevo primer ministro profirió un discurso rebosante de determinación en el que dejó meridianamente clara su posición. (…)
Debo decir a la Casa, tal y como les dije a los que se han integrado en este Gobierno: no tengo nada que ofrecer salvo sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos ante nosotros un desafío de lo más doloroso. Tenemos ante nosotros muchos, muchos largos meses de lucha y sufrimiento. Me preguntáis, ¿cuál es nuestra política? Puedo deciros: es hacer la guerra, por tierra, por mar y por aire, con todas nuestras fuerzas y con toda la fortaleza que Dios pueda darnos; hacer la guerra contra una monstruosa tiranía, nunca superada en la lamentable historia de la criminalidad humana. Esa es nuestra política. Me preguntáis, ¿cuáles son nuestros objetivos? Responderé con una sola palabra: la victoria, victoria a cualquier coste, victoria a pesar de cualquier terror, victoria, no importa lo largo y duro que el camino pueda ser; porque sin victoria, no hay supervivencia.
JAVIER BILBAO
“Discursos épicos antes de la batalla”
(jot down, 09.2015)