La credibilidad, el prestigio, la fiabilidad y el respeto de un país se calibran en gran medida por su política exterior. Otros factores como el poder económico y militar también cuentan, obviamente, pero si la comunidad internacional te percibe como un tarambana que da bandazos e improvisas en tus relaciones con otros países, tu imagen se deteriorará y una imagen dañada ante el mundo no es fácil de restaurar. La política exterior de un país que se respete a sí mismo y que busque ser reconocido en el contexto internacional como un actor valioso con el que es obligado contar, no puede estar sujeta ni al navajeo de la política partidista ni a la conveniencia del gobierno de turno. Una política exterior respetable de un país democrático es siempre una política de estado, es decir, estable, hasta cierto punto previsible sin ser inflexible y, sobre todo, asumida y respaldada no solo por las instituciones y los partidos políticos, sino incluso por el conjunto de la sociedad. Por desgracia, la política exterior española es hoy cualquier cosa menos una política de estado, lo que provoca un daño reputacional para los intereses de nuestro país del que costará recuperarse.
El declive de la política exterior
En realidad, la política exterior española padece desde hace mucho tiempo de algunos de los males de nuestra política doméstica: imprevisión, incoherencia, falta de objetivos claros y cortoplacismo. En la memoria del país pervive aún la tormentosa adhesión a la OTAN, la ignominiosa foto de las Azores o la sentada idiota de Zapatero al paso de la bandera estadounidense. Nuestro peso y presencia en Hispanoamérica ha ido de más a menos hasta casi desaparecer, en la Unión Europea no pasamos de segundones y en el Magreb nos hemos plegado históricamente a los deseos de Marruecos sin recibir a cambio más que nuevas exigencias y desplantes.
No es exagerado decir que con la llegada de Sánchez a La Moncloa, la pendiente por la que se ha venido deslizando desde hace años nuestra política exterior ha tocado fondo. Primero fueron los titubeos a la hora de enviar armas a Ucrania para que se defendiera de la agresión rusa, una decisión rechazada por la pata podemita del Gobierno que se ha trasladado ahora a la celebración en Madrid de la cumbre de la OTAN. Y aún hay gente que se sorprende y hasta se disgusta porque Joe Biden se olvide sistemáticamente de Pedro Sánchez en sus contactos con los aliados europeos y en las cumbres internacionales apenas le dé los buenos días.
El Sahara, la gota que colma el vaso
No obstante, la gota que ha colmado el vaso ha sido el aún inexplicado giro respecto al Sahara, del que Sánchez ni siquiera informó a sus socios, y que ha desatado una crisis evitable con Argelia en el peor momento posible. Más allá de algunas posiciones personales favorables a Marruecos como las de Zapatero o Moratinos, los sucesivos gobiernos españoles habían mantenido hasta ahora una posición oficial de neutralidad en relación con ese viejo contencioso, lo menos que cabe esperar de un país sobre el que recae la responsabilidad de administrar su excolonia. Esa posición también ha recibido siempre el respaldo del pueblo español, mayoritariamente identificado con las reivindicaciones saharauis frente al expansionismo marroquí.
Sánchez ha acabado de un plumazo con casi cinco décadas de política de estado en relación con el Sahara y ha incendiado las relaciones con Argelia, un socio fundamental en tiempos de crisis energética, sin recibir nada a cambio de Marruecos más que nuevas largas y pegas a cuestiones como las aduanas de Ceuta y Melilla. Paradójicamente, además, ha convertido a la dictadura militar argelina en una defensora del Derecho Internacional en el Sahara, mientras una democracia como la española, con obligaciones legales en el territorio, se coloca abiertamente del lado de una de las partes ignorando los mandatos de la ONU.
La gran pregunta: ¿por qué y por qué ahora?
Las reacciones del incompetente ministro de Exteriores ante el enfado argelino no han hecho sino incrementar la sensación de ridículo que sentimos muchos ciudadanos ante la torpeza gubernamental en una cuestión tan sensible política y económicamente. Albares ha pasado de hablar de Argelia como “un socio fiable” a ofrecerle “amistad duradera” para terminar quejándose a la Unión Europea y, al parecer, pidiendo la mediación de la diplomacia francesa para intentar recomponer las relaciones con el país norteafricano. La confusión y el batiburrillo son de tal magnitud que en medio de este sainete se ha colado la ministra Calviño, quien, no contenta con culpar a Putin de la inflación, también lo acusa sin aportar una sola prueba de instigar a Argelia contra España. Que a instancias españolas la UE haya afeado la reacción argelina ha enfadado más si cabe al régimen de ese país, de manera que será muy difícil por no decir imposible que las relaciones comerciales y de cooperación se recompongan y normalicen mientras Sánchez siga siendo el presidente español o, al menos, mientras Albares siga desbarrando en Exteriores.
Que Sánchez actuó de manera unilateral y temeraria, con nocturnidad y alevosía políticas, es algo evidente que concuerda a la perfección con el perfil político del personaje; que aparentemente no calibró las consecuencias de darle una patada al tablero magrebí y ponerse de parte marroquí frente a los saharauis y a Argelia también salta a la vista para cualquiera. La gran pregunta que nos seguimos haciendo muchos es por qué lo hizo y por qué en estos momentos precisamente, en los que menos convenía enemistarse con un país del que importamos algo tan precioso como el gas. Lo cual nos lleva también a preguntarnos una vez más qué relación existe entre las escuchas de Pegasus, presumiblemente realizadas por Marruecos, y el giro copernicano de Sánchez en el Sahara. Ese es el verdadero nudo gordiano de este esperpento diplomático que de un modo u otro terminaremos pagando todo los españoles, mejor dicho, que estamos pagando ya en términos de descrédito y desprestigio de nuestro país ante la comunidad internacional.