«Armand», de Emmanuel Bove por Manuel Hidalgo en El Cultural
Publicado el 07 abril 2017 por Hermidaeditores
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Emmanuel BoveLa lectura de Armand (1927) vuelve a confirmarme el impar talento y la singular rareza del escritor francés de origen judío Emmanuel Bove (1898-1945), que tuvo una infancia y juventud atribuladas y una vida breve con altos y bajos, muy golpeada por el infortunio.Bove dedicó Armand “a la señora Colette”, la novelista que vio muy pronto sus excepcionales dotes literarias y le ayudó a publicar Mis amigos (1924), primero y principal libro de nuestro autor, editado en España, hace más de diez años, por Pre-Textos.Ahora, Hermida Editores, que ya publicó los cuentos de Henri Duchemin y sus sombras (1928), nos da a conocer Armand, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. En Pasos Perdidos disponemos de El presentimiento (1935) -novela que me entusiasmó- y La trampa (1945), y está a punto de salir Huida en la noche (1945). Quienes no conozcan todavía a Emmanuel Bove harían bien en leerlo.La trama de Armand es escueta y, por tanto, fácil de resumir: un joven de 30 años, sin trabajo conocido, que vive con y a costa de Jeanne, una viuda mayor que él, asegura no ser feliz cuando se reencuentra con su peculiar, pobre y viejo amigo Lucien, cuya hermana menor, Marguerite, será la leve y efímera causa de que su relación de pareja entre en crisis. Ya está. Y no hay mucho más, ciertamente, pues la novela se desarrolla en un puñado de escenas quietas, claustrofóbicas, sin apenas acción ni conversación.¿Entonces? Armand sufre, como casi todos los personajes de Bove y como un antihéroe dostoievskiano y existencialista, sin que los buenos dones del amor y la amistad le sean asequibles. Habitaciones lóbregas y frías, cafés y hoteles poco consoladores y calles solitarias, amenazadoras y batidas por la lluvia son el escenario, muchas veces nocturno, de su solitario camino hacia ninguna parte.Lo que sucede es poco, pero muy intenso, y lo que hace Bove es dilatar el tiempo con minuciosas introspecciones y con detalladas y obsesivas descripciones de los gestos, los cuerpos y el vestuario de sus personajes, así como del mobiliario y los ambientes en los que se desenvuelven, fiel reflejo de su estado íntimo, siempre como agarrotado y paralizado, de una teatralidad enervante.¿Entonces?, otra vez. Pues nada, que con estos mimbres, que podrían servir para fabricar un relato entre el onirismo y el absurdo, Bove lo borda. Es capaz, cada pocas líneas, de derrochar un sorprendente caudal de observaciones inesperadas, chocantes, ocurrentes a más no poder, de modo que, si no estuviéramos pronto persuadidos indefectiblemente de asistir a una muy dramática historia, estaríamos tentados de sonreír e, incluso, de reír abiertamente, cosa que, de hecho, hacemos, por así decirlo, a escondidas.Armand recuerda sus años de militar -durante la Gran Guerra, se supone-, y dice: “Volví a verme de soldado que prefería quedarse sin un brazo que sin una pierna, sin dos brazos que sin nariz, sin dos brazos y una pierna que sin ojos; que temía que las granadas explotasen antes de los segundos reglamentarios; que nunca apuntaba a nadie en broma; que tenía un compañero que nunca le negaba unos cigarrillos hasta llegar al tercero; que tenía otro compañero nacido el mismo día y el mismo año y del que, igual que le pasaba también a él, no sabía ni a qué hora ni sus señas”.¡Vaya manera de evocar el campo de batalla! La última observación es deslumbrante. Del taciturno Emmanuel Bove se puede esperar cualquier cosa excepto que nos aburra.