Es falso que la violencia provenga de la incultura de los pueblos. Los hay que la ejercen con absoluta firmeza a pesar de que los informes digan de ellos que son pueblos cultos y que sus resultados académicos están muy por encima de la media. No creo en la bondad del progreso o, al menos, no creo a ciegas, apasionadamente. Pueblos de rentas altísimas, de los que se citan cuando se desea expresar la altura moral de la sociedad o de esos que son de un civismo ejemplar, exhiben después ciudadanos despreciables, que manejan la cultura que atesoran a beneficio de sus vicios y justifican la naturaleza de sus vicios apelando a argumentos despreciables también. Nada de esto es útil para explicar las razones de las masacres que a menudo se producen en centros escolares, en los Estados Unidos, a manos de descerebrados. Alarma que a pesar del estrago, incluso después de toda esa escenificación de la tragedia, el pueblo norteamericano siga considerando que el uso de los armas no solo es legal sino moralmente legítimo. En cada norteamericano que tiene un arma en casa (una barbaridad infame de americanos) subsiste la filosofía de los fundadores de la patria. Están los mitos sobre los que han edificado una sociedad de la que se sienten muy particularmente orgullosos y sobre la que depositan el liderazgo del orden mundial. Van a dar armas a los profesores para que las aulas sean lugares más seguros. Van a crear comisiones que estudien el impacto de una campaña contra las armas por parte del gobierno de Obama. El resultado será desalentador. Mi rifle y yo velamos por la seguridad de mi hogar. De Afganistán, de Palestina o de Malí no hablamos. Esa violencia obedece a otros patrones. No la registran los medios de comunicación con la misma voluntad pedagógica con la que despachan las masacres en los Estados Unidos. Es la guerra. Eso es otro asunto. En el fondo, no tenemos remedio. Ninguno.
Es falso que la violencia provenga de la incultura de los pueblos. Los hay que la ejercen con absoluta firmeza a pesar de que los informes digan de ellos que son pueblos cultos y que sus resultados académicos están muy por encima de la media. No creo en la bondad del progreso o, al menos, no creo a ciegas, apasionadamente. Pueblos de rentas altísimas, de los que se citan cuando se desea expresar la altura moral de la sociedad o de esos que son de un civismo ejemplar, exhiben después ciudadanos despreciables, que manejan la cultura que atesoran a beneficio de sus vicios y justifican la naturaleza de sus vicios apelando a argumentos despreciables también. Nada de esto es útil para explicar las razones de las masacres que a menudo se producen en centros escolares, en los Estados Unidos, a manos de descerebrados. Alarma que a pesar del estrago, incluso después de toda esa escenificación de la tragedia, el pueblo norteamericano siga considerando que el uso de los armas no solo es legal sino moralmente legítimo. En cada norteamericano que tiene un arma en casa (una barbaridad infame de americanos) subsiste la filosofía de los fundadores de la patria. Están los mitos sobre los que han edificado una sociedad de la que se sienten muy particularmente orgullosos y sobre la que depositan el liderazgo del orden mundial. Van a dar armas a los profesores para que las aulas sean lugares más seguros. Van a crear comisiones que estudien el impacto de una campaña contra las armas por parte del gobierno de Obama. El resultado será desalentador. Mi rifle y yo velamos por la seguridad de mi hogar. De Afganistán, de Palestina o de Malí no hablamos. Esa violencia obedece a otros patrones. No la registran los medios de comunicación con la misma voluntad pedagógica con la que despachan las masacres en los Estados Unidos. Es la guerra. Eso es otro asunto. En el fondo, no tenemos remedio. Ninguno.