Habitualmente, se interpreta la salud como “ausencia de enfermedad” y mientras no padece anomalías detectables la mayoría de la gente afirma: “estoy sano”. Otro estilo típico consiste en ingerir alimentos y bebidas potencialmente perjudiciales y, al no advertirse impactos dañinos se dice: “Tengo una salud de roble”. Pero cuando aparecen las averías, casi siempre resulta difícil volver al estado inicial de “rozagante impunidad”.
Al mismo tiempo, por una natural marcha de todo lo viviente, todos nacemos, nos desarrollamos y nos vamos de este mundo cumpliendo una de las inconmovibles leyes de la existencia. Con el paso de los años, los signos de dicho proceso se van haciendo evidentes: canas, arrugas, crujidos en las articulaciones, molestias musculares. Pero así como no hay modo de impedir el envejecimiento natural, hay maneras de dilatar los procesos implícitos en el paso del tiempo. Los recursos para ello no son mágicos sino que dependen de una disciplina individual centrada en la alimentación integral, la reactivación corporal mediante ejercicios físicos y una oxigenación plena y, aunque a algunos les parezca superfluo, una incentivación de las vivencias espirituales.
Claro está, no todos están predispuestos a tal dinámica. En cambio, si después de una insensata comilona los ataca un tremendo malestar, recurren a un fármaco estabilizador. O si consideran que no disponen de tiempo “extra”, tragan sin cesar suplementos vitamínicos y vegetales como si por sí mismos estos productos fuesen panaceas milagrosas.
Es oportuno señalar que lo más usual en los procesos de deterioro progresivo del cuerpo humano proviene de una desordenada ingestión de alimentos que en sí mismos no son reprochables, pero que en la química estomacal manifiestan entre sí una socavante incompatibilidad, según sus componentes ácidos o alcalinos. Por ejemplo, tubérculos como las papas o las batatas no se llevan nada bien con la mayoría de las legumbres (garbanzos, porotos, lentejas, habas, soja o arvejas), los cereales (avena, cebada, centeno, trigo, arroz y maíz), la leche, el limón o las frutas dulces o ácidas desecadas. Hortalizas como la berenjena, la zanahoria, el pepino, la coliflor o el zapallo no poseen compatibilidad con la miel, la leche o el yogur. Y a su vez, la miel no tiene buenos vínculos con las verduras y los brotes, las oleaginosas (almendras, avellanas o nueces), el tomate o los huevos. En los últimos años, la medicina de oligoelementos ha advertido por añadidura sobre el potencial acidificador (envejecedor) de la sangre por parte de las papas, la leche, los tomates, las cebollas y el jugo de naranja. Claro está, todo ello exige tomar en cuenta la naturaleza química de cada ser humano, asunto muy bien estudiado por la medicina ayurvédica de la India. Toda persona que anhele prolongar al máximo los dones de su “juventud” debería establecer consigo misma una serie estricta de compromisos alimentarios a largo plazo. Lo cual no es sinónimo de privación, sino de armonización. Los expertos en la materia destacan que la ingestión de alimentos hiper-nutritivos durante la juventud permiten prolongar la plenitud vital hasta edades muy avanzadas: ya sea física, mental o sexualmente.
Uno de los más tenebrosos agujeros negros de esta historia se halla en los restaurantes de “comidas rápidas” donde no sólo es dudoso el contenido nutritivo de los alimentos allí ofrecidos, sino que al mismo tiempo el tipo de aceites y grasas por ellos acarreados tienen un serio impacto en los procesos fisiológicos de la mayoría de los jóvenes que los frecuentan. De allí los matices de “envejecimiento prematuro” que muchos médicos clínicos advierten en gente joven que los consulta, sin olvidar que recientes estudios efectuados en Estados Unidos demostraron que como consecuencia de la ingestión sistemática de “comidas basura” hay cada día más niños y jóvenes con acumulación de colesterol en su sangre, y con la consiguiente complicación en sus arterias coronarias.
Así como el fenómeno que llamamos salud es un proceso armónico, del mismo modo no se envejece de un día para el otro. Nutricionistas de la universidad estadounidense de Boston afirmaron hace poco que “los problemas que aparecen en las personas mayores en cuanto al nexo entre la nutrición y el envejecimiento, desde los males cardíacos hasta la osteoporosis, comienzan a configurarse durante los años juveniles. No envejecemos de repente: el proceso es muy largo y progresivo.”
Queda claro, entonces, que el alimento es una especie de ladrillo del edificio Salud. Y los especialistas no se cansan de advertir contra el consumo de cremas fermentadas y papas fritas en los restaurantes “rápidos”, donde las hamburguesas ensobradas entre dos rebanadas de pan blanco (sin fibras) inducen la constipación, fenómeno crónico que cuando se sobrepasan los sesenta años se convierte en diverticulitis. Al mismo tiempo, jugos y gaseosas saturados de azúcar son el punto de partida de gran parte de la decadencia dental y la osteoporosis, por más que las etiquetas ostenten la leyenda “enriquecido con vitaminas”.
A la inversa, los minerales contenidos por las verduras orgánicas, los insumos ricos en calcio, las fibras de los granos integrales y los zumos naturales de frutas, agilizan los procesos digestivos y dinamizan el movimiento del vientre, evitando la acumulación de toxinas “cadavéricas”. De paso, los antioxidantes de los vegetales y las frutas neutralizan los “radicales libres”, subproductos de la química del organismo que socavan la salud de las células, los tejidos y el ADN. Nuestras mentes están demasiado fragmentadas como para permitirnos ver que la armonía terrena y cosmológica son relevantes para el pensar correcto y la buena salud. La tragedia de la cultura consumista moderna y de la mente occidental desde el Renacimiento, ha sido nuestra incapacidad de generar visiones del mundo que realcen la vida y nos fortalezcan en nuestras batallas cotidianas, incluyendo el cuidado de nuestra salud y de nuestra integridad mental-espiritual. Las filosofías orientales jamás perdieron de vista esas labores supremas, y a eso se debe su fortaleza perdurable.
El tema básico es más sencillo que lo que algunos imaginan. Un estudio del Instituto Estadounidense del Cáncer sostuvo no hace mucho que las mujeres que ingieren una dieta rica en frutas y vegetales frescos (no congelados), granos integrales y (eventualmente, los carnívoros) carnes muy magras, tienen un 30 por ciento menos de los “males” que generacionalmente afectan y diezman a las mujeres de edad avanzada en Estados Unidos. El seguimiento médico se hizo durante seis años y si bien hay otra multitud de factores emocionales, laborales y de herencia familiar que deben ser tomados en cuenta a la hora de las conclusiones, desde tiempos muy antiguos se sostiene que “somos lo que comemos” y que nuestra infraestructura vital se resiente si no mantenemos bien equilibrados todos los procesos fisiológicos. En cada instante de nuestra existencia sobre la tierra.
Entonces, recapitulemos: respirar integralmente, nutrirse cabalmente, hidratarse habitualmente, abrirse a la luz solar, amar tiernamente y espiritualizarse intensamente, es la máxima dieta que existe.
Fuente: Revista El Vegetariano Autor: Miguel Grinberg, escritor, periodista, instructor de meditación tibetana