Muchas veces nos sorprendemos a nosotros mismostemiendo las consecuencias de nuestros actos. Nos da miedo equivocarnos, al escoger de entre todas las opciones que tenemos la que menos nos vaya a convenir. Nos atormenta la idea de caer enfermos o de perder a seres muy queridos. También nos inquieta la idea de llegar a perder nuestro empleo, de no saber de qué vamos a vivir y cómo vamos a hacer frente a todo lo que se nos venga encima.
La vida que nos ha tocado en suerte, pese a que nos haya resultado mucho más llevadera que la que les tocó a nuestros padres y abuelos, en los últimos tiempos no está resultando demasiado esperanzadora para ninguno de los que la estamos disfrutando o padeciendo, según se mire. Porque todo lo que nos enseñaron a considerar como hechos incuestionables o verdades inmutables, se nos está escapando de las manos del mismo modo en que la arena se desplaza de un espacio a otro en uno de los relojes que adoptan su nombre. El mundo para el que fuimos preparados ya no existe y las reglas que lo regían se han transformado en otras reglas que quizá hayan caducado para cuando consigamos entenderlas.
Vivir siempre ha sido una especie de deporte de alto riesgo, pero en las últimas décadas ese deporte se ha profesionalizado y ha alcanzado límites inimaginables. El cambio no es algo nuevo. Se ha dado en todas las épocas históricas y, gracias a ejercitarlo, la humanidad ha conseguido avanzar y desarrollar sus capacidades. Pero nunca los cambios se habían sucedido a la velocidad en que se suceden ahora. No da tiempo a asimilarlos, cuando ya nos enfrentamos a la transformación de esos cambios. Más que humanos, cada vez nos asemejamos más a esas computadoras que se han adueñado de nuestras rutinas y que, cada poco tiempo, necesitan que les instalemos nuevas actualizaciones para mantenerse operativas.
¿Qué puede pasarnos si dejamos de instalarnos una de esas versiones?
¿Por cuánto tiempo podremos seguir sintiéndonos operativos sin que todo nuestro sistema empiece a fallar?
La aparición en este escenario, ya de antemano complicado, de la pandemia del coronavirus no ha hecho más que acelerar todos esos cambios hasta el punto de que nuestra vida diaria ya muy poco tiene que ver con la que teníamos antes de mediados de marzo de este mismo año. Cualquier trámite que hayamos de realizar con una administración pública o con el sistema sanitario se convierte en una verdadera odisea que podría acabar con la paciencia y la empatía de la persona más paciente y más empática del mundo.
A cualquier cosa le llaman ahora “teletrabajar”, pero no todas las entidades ni las empresas que se acogen a esa modalidad laboral son capaces después de ofrecer un servicio de calidad a sus usuarios y clientes. Nos encontramos con teléfonos que nunca dejan de comunicar o que, cuando dejan de hacerlo, nos remiten a la frialdad de una página web para pedir cita médica o para realizar cualquier otro trámite, sin tener en cuenta si la persona que está realizando la llamada está familiarizada con internet o, aunque lo esté, va a ser capaz de realizar su trámite en unas web que suelen pecar de muy poco claras, además de bloquearse continuamente por el aluvión de visitantes que intentan, muchas veces sin éxito, solicitar su cita o enviar la documentación que se les requiere.
Muchos dan por hecho que todo el mundo habita en una realidad paralela en el ciberespacio, sólo por el hecho de que vivimos en el siglo XXI. No atienden a razones ni parecen dispuestos a ofrecer ningún tipo de explicación para tratar de facilitarle la tarea a quienes cada día se enfrentan a las barreras que el sistema levanta despiadadamente ante ellos.
La atención personalizada es un servicio que muchas empresas parecen haber decidido dejar de prestar a sus usuarios y clientes; tal vez porque consideran que les sale cara y ahora estamos en tiempos de austeridad, de reducir costes, de optimizar recursos. Lo que, traducido en el lenguaje que entendemos los trabajadores, toda la vida se ha definido como “exprimirnos como a limones”. Pero, eso sí, manteniendo una imagen impecable de cara a la galería donde se exponen también las empresas de la competencia y traduciendo nuestro cargo en inglés, para que parezca que somos más importantes de lo que somos en realidad. Aunque, a la hora de abonarnos la nómina, se nos considere menos que nada.
La globalización que se nos ha vendido desde hace años como una especie de panacea de la igualdad de oportunidades, de la desaparición de las distancias geográficas y de un reparto más equitativo de los recursos del planeta, no ha resultado ser otra cosa que otra variante del imperialismo más despiadado, que ha comportado más monopolios, más distancia entre clases sociales y entre los países del primero y del tercer mundo. Los ya muy ricos se han hecho bastante más ricos y los ya muy pobres aún lo son hoy mucho más. Los que vivían un poco bien ahora viven con más estrecheces y mucha más incertidumbre. La precariedad laboral se ha implantado con la intención de quedarse y amenaza con empeorar. Las pensiones de jubilación son una de las grandes preocupaciones de los gobiernos occidentales, porque llegará un momento en que peligrarán. Si los trabajadores actuales estamos cotizando por sueldos mínimos es imposible que podamos cubrir con nuestras aportaciones las necesidades de nuestros jubilados. Pero, lejos de crearse más empleo y de mejorar los salarios, lo que se hace es destruirlo y precarizar cada vez más los distintos sectores de ocupación.
El empleo es el primer eslabón de la cadena que hace funcionar todo el engranaje que hace posible nuestra supervivencia. Si ese primer eslabón falla, el resto de eslabones serán igual de débiles y no soportarán la presión que todo el mecanismo de la existencia ejercerá sobre ellos.
A veces pensamos que el riesgo está en caer enfermo, en sufrir un accidente o en morir. Pero nos olvidamos que, el mayor de los riesgos que tenemos que afrontar es continuar vivos. Porque, conseguirlo en medio de todo este caos, es una verdadera odisea.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749