Aunque una capa de cierta insatisfacción y prematura indolencia parece dominar en el conjunto de la sociedad, en especial el mundo juvenil, hay quienes, abrazando ese necesario punto de vitalismo realista, sienten la necesidad incontenible de explotar las cualidades propias; hay quienes experimentan el empuje por el desarrollo del talento personal o no se resisten a atender esa misteriosa llamada interior que les obliga a dar el salto de entregar lo mejor de sí mismos.
Se podría decir que toda persona tiene en sus manos la posibilidad de brillar; y sí, brillar es una cuestión de actitud; brillar, sin duda, es una elección, una opción fundamental, como lo sería también permanecer en la oscuridad personal, recluido en el olvido de sí mismo, apagado o fuera de servicio. Hay que ser muy libre para elegir brillar, elegir reafirmarte en cada segundo, en cada minuto de tu vida y no sucumbir a la tentación de postrarse, de sentarse en el trono grisáceo de la pereza.
Así mismo, nadie debería empeñarse en brillar al modo exacto en el que lo hace el otro, los otros. Además de perder el tiempo, aumentamos proporcionalmente las posibilidades de frustración. La singularidad, la especificidad con la que tu talento personal te hace brillar resulta inigualable, inimitable en modo alguno. Descubrir con humildad tu grandeza te rescata y te habilita, te dispone hasta el punto de transitar con equilibrio por la cuerda inconsistente y frágil de la vida. Brillar posibilita encuentros verdaderos, relaciones profundas, conexión de interioridades anhelantes de plenitud.
Por otra parte, resulta particularmente fascinante encontrar personas que poseen el don de hacer brillar a otros, haciendo consistir su propia felicidad precisamente en eso: hacer brillar. Es entonces cuando la generosidad deja de ser una palabra estética y de amable musicalidad, llegando a alcanzar una expresión superlativa. Es el momento en el que se hace vida y, sobre todo, cobra sentido la realidad de mi brillo es tu brillo. Sin tu brillo siento que se apaga parte de la intensidad de mi luz. Sólo brillo si hago brillar.
Sentimos que con la vida, ese manantial cristalino que se hace torrente para algún día fundirse en la inmensidad del mar, el ser humano se hace portador de una antorcha, una antorcha de la que resulta del todo imposible desprenderse. Al principio, la antorcha puede ser peso, lastre sin sentido que a veces despreciamos y con la que incluso golpeamos en determinados momentos. Hasta que un día, levantamos la mirada y, al ver a otros, comprobamos la utilidad, la misión encomendada.
Nuestra antorcha puede iluminar el camino en la oscuridad, que se convierte a su vez en camino para otros; nuestra antorcha calienta en la noche fría; es señuelo, rastro para quienes aún están en la duda, en la incertidumbre, viviendo en el temor de vivir. Nuestra antorcha puede sostener una luz débil, pero es nuestra luz, que apagada se ahoga en la pasarela del tiempo y el espacio. Brillar, aunque tenuemente, elijo vivir y luchar para brillar.
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