Arruinar para enriquecerse

Publicado el 23 enero 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV
Llevo ya muchos años escuchando teorías económicas miles prometiéndonos el paraíso. Ya saben, esa cantinela que se repite sin cesar en los media como un mantra y que pretende convencernos de que en el paraíso no hay ángeles sino cajeros automáticos. Todos esos economistas aprendices de brujo hablan desde el púlpito mercadivino iluminando al mundo con sus sofisticadas ecuaciones tan complejas como hueras. Y todo para justificar lo injustificable. Es decir, el tinglado económico-existencial que se ha montado sobre una base tan artificial, arbitraria, inestable y peligrosa como la económica. Invento que tratan de vendernos como consustancial a nuestra naturaleza humana. Como el último grado de evolución. Vamos, que quieren convencernos de que la especulación financiera le es al ser humano tan esencial como respirar o dormir. Y me pregunto yo cómo es posible que con tanto iluminado y genio suelto sentando cátedra sobre el asunto andemos como andamos. Ya me entienden, en la miseria. No me cuadra, la verdad. Ellos alegan, cuando equivocan estrepitosamente sus previsiones –que es casi siempre-, que tenemos que tener en cuenta que Santo Mercado es flexible. Casi tanto, añado yo, como el arco de Cupido, que tan a menudo yerra y a la vista están las consecuencias. Aunque para mí que el desaguisado más que al arco destensado se debe a su ceguera...
   Señores, esto no viene sino a darme la razón. ¿No es estúpido basar nuestra existencia en algo tan flexible en lugar de aferrarnos a algo más sólido y estable? 
   Lo primero que deberíamos hacer es llamar a las cosas por su nombre. Porque si no, aquí no hay quien se entienda. La ley del Santo Mercado es la que dicta la voracidad insaciable de los desalmados que manejan la perversa plutocracia mundial. Una mafia en toda regla. Así que es tan flexible como sus retorcidas mentes. Que eso del Libre Mercado y demás pamplinas, a estas alturas del cuento, no se lo creen ya ni en los Chorretites de arriba. Aquí lo que hay montada es una dictadura financiera de abrigo. No hay guerra ni crisis en el último siglo que no haya sido proyectada con precisión milimétrica en los despachos de Wall Street. Así que ni les cuento lo demás. ¡Si hasta han conseguido divinizar lo que es tan poco humano! Que ya no sabe uno cuando oye hablar a los asalariados tertulianos del Santo Mercado si se refieren a un dios o a la encarnación de un ideal. Vamos, que esos iluminados tan sabios asumen la miseria planetaria como un castigo  mercadivino y no como la consecuencia de la codicia despiadada de los que manejan el cotarro. 
   No, señores, que no los engañen. En la tierra crecen champiñones, ortigas, almendros y cosas así. No conozco huerto ni bosque donde crezcan fondos monetarios, bancos, bolsas, organizaciones para la cooperación y el desarrollo económico y agencias calificadoras. El Santo Mercado no es un ente autogestado y autosuficiente. Tampoco el eslabón entre el hombre y el superhombre. Y menos aún un sucedáneo de Cáritas. Es un instrumento humano como otro cualquiera. Aunque eso sí, uno de los más perversos jamás inventado. Dejemos de divinizarlo como mitificadores paganos. Las leyes del Santo Mercado no son divinas. Ni tan siquiera justas y humanitarias. Más bien todo lo contrario. No han sido escritas en piedra imperecedera por un dios inmortal que nos desea lo mejor sino que son improvisadas a diario en efímeros paneles luminosos por insaciables chupasangres mortales. A ver si nos enteramos. Y digo yo que si se han demostrado funestas habrá que cambiarlas. O abolirlas directamente. Sí o sí. ¿O seguimos camino hacia el matadero protestando pero andando?
   Yo, qué quieren que les diga, veo las cosas de otra manera. Tengo una desmesurada tendencia a simplificar las cosas. Porque creo que la complicación terminológica forma parte del fraude. Por ejemplo, cuando se habla de la última crisis financiera y que si ha sucedido porque el Santo Mercado esto, la Reserva Federal Americana lo otro, los especuladores financieros aquello, los lobbis tal cual, el banco, sus paraísos fiscales y sus activos tóxicos no sé cuantos no sé qué y que si patatín y patatán y lo demás. Fíjense, para mí que la cosa es más sencilla que todo eso. Lo que sucede es que estamos volviendo a los tiempos feudales. Como lo oyen. A darse de hostias –con perdón- los unos con los otros para conquistar  tierras y honores. Sólo que ahora se hace a lo bestia, a escala planetaria, y en lugar de la tierra se va derecho a sustraer lo que ella esconde, dejando la administración –cautelar- a los pringados de turno, y la búsqueda de honores se haya sustituido por la caja de caudales. Otra diferencia es que se han olvidado de rescatar, ya puestos, las cosas buenas que tenía aquel modo de vida. Ya saben, el honor, la dignidad, el valor y otras tantas virtudes que se estilaban en aquellos tiempos. Han decidido, pragmáticos y cobardes como son, resucitar sólo la parte más siniestra y ventajosa de aquel sistema: el vasallaje, el abuso de poder, la injusticia, la violación de derechos humanos, la carencia de prácticas democráticas y la consiguiente indefensión del pueblo frente al omnipotente señor, dueño absoluto de tierras, bestias y personas. Las otras dos diferencias reseñables que hallo son, la primera que mientras que la fuerza del señor feudal residía en su ejército ahora la fuerza del plutócrata se concentra en su bolsillo -que le permite, entre otras cosas, poner el ejército de un país a su servicio si lo necesita-, y la otra que el señor feudal se conformaba con someter a su santa voluntad sus dominios y a los pobres desgraciados que en ellos vivían mientras que los plutócratas extienden su tiranía por todo el orbe, sin que se escape de su ley ni un aldeano de la Cochinchilla. Por eso sospecho que la última crisis financiera, que ha sumido a una parte importante de la población mundial en la indigencia, responde a los zarpazos iracundos del sistema financiero estadounidense que ve cómo poco a poco su imperio económico se va desmoronando. Casi con tanta rapidez como están surgiendo otras macroeconomías que no ha sabido controlar y empiezan a controlarla a ella. No es sino despiadada ingeniería económica para tratar de desestabilizar a los mercados emergentes. Comprenderán que la cifra de damnificados poco cuenta para aquél al que no le tiembla el pulso, si de mantener su hegemonía se trata, de mandar al garete a países enteros, soltar dos bombas atómicas como quien arroja cáscaras de pipas o rociar de napalm a la población que se le resiste como quien fumiga campos de maíz. Para mí que más que a complicadísimas y crípticas leyes internas del Santo Mercado a lo que asistimos es a los zarpazos iracundos del león amenazado. León que jamás consentiría que se le aplicara su misma medicina, señal de que sabe que es nociva. O dicho de otro modo, que no resistiría la sentencia kantiana que afirma que sólo es moral “aquello que yo pudiera desear que todos hicieran y que se constituyese incluso en ley universal”. ¿Será por ello que lo del Libre Mercado se lo impone al resto a su manera mientras que a sí mismo se aplica el proteccionismo que prohíbe a los demás?
   Seamos serios. La única forma de garantizarle a una nación un futuro próspero es asegurándole la posesión y buena administración de los recursos necesarios para su subsistencia. Lo que viene a significar adecuar el modo de vida a los recursos que se poseen. Como se ha hecho toda la vida, hasta hace muy poco, y como siguen haciéndolo muchas sociedades tribales, comunas o individuos aislados. Ya saben, adquiere uno un terreno, cultiva lo que necesita y cría animales. Con eso y una buena fuente a mano la supervivencia está asegurada. Todo lo que implique ir más allá de esta básica economía doméstica es complicarse la existencia. 
   Es una perogrullada, lo sé, pero asombraría conocer el número de personas que todavía no se ha enterado. 
   Ahora bien, complicarse la existencia puede ser una experiencia muy enriquecedora si se hace con inteligencia y sentido común o una tragedia si se deja el asunto en las manos de los peores sujetos. Que es justo lo que ha sucedido. 
   Vayamos por partes. Y por perogrulladas, si me permiten la expresión.
   Importar las cosas buenas de los demás países cuando nuestros recursos –humanos, naturales, científicos o monetarios- nos lo permiten, siempre es una decisión acertada. Importar tales avances a un coste no demasiado elevado sigue siendo aconsejable por el beneficio que nos reportan en nuestra calidad de vida. Ahora bien, empecinarse en imitar el modelo de vida de un país con recursos diferentes no sólo implica destruir la riqueza nacional e importar, todo mezclado, lo bueno y lo malo de los otros –lo cual, huelga decirlo, es un gravísimo error- sino adquirir una peligrosa dependencia con respecto al país que exporta los tan preciados bienes. Y si además el país a imitar no es modélico y lo que se importa es más dañino que beneficioso eso es de ser completamente majaderos o rematadamente tontos. 
   Para desgranar el asunto, que tiene miga, les pondré un sencillo ejemplo muy ilustrativo para que entiendan el dislate: el caso del petróleo. Los dueños del mismo han impuesto un modelo socioeconómico mundial cimentado sobre el oro negro que los ha convertido en los dueños y señores del orbe. Al coste que todos sabemos, en vidas humanas y en daño medioambiental. Un verdadero desastre para la humanidad que ha impedido desarrollar otras formas de explotación energética más eficientes, menos contaminantes, más económicas y menos esclavistas. Es decir, otra forma de existencia más pacífica y saludable. Este ejemplo basta para comprender -además de que no somos los únicos tontos del planeta- lo peligroso que resulta cimentar un modelo socioeconómico con recursos ajenos. Especialmente si están en manos de países beligerantes y con ínfulas imperialistas. 
   Sé que a bote pronto puede parecer disparatado que proponga aflojar lazos  económicos en un mundo tan interdependiente como el nuestro, pero tampoco se alarmen, no voy a proponer volver al taparrabos. No quiero renunciar ni al progreso ni a los gayumbos. Al contrario, es precisamente lo que quiero, que evolucionemos como especie de una vez por todas. Y para ello hay que mejorar lo presente, aprendiendo de los errores y diseñando nuevos modelos de evolución que nos desvíen del matadero. 
   Qué quieren que les diga, a cosas a las que no podemos sustraernos, nos gusten o nos dejen de gustar, como la necesidad de comer, beber, respirar y dormir hay que adaptarse. Qué remedio. Pero todo lo que se inventó para colmar estas necesidades, y sobre todo las posteriores necesidades que se inventaron para colmar los vicios humanos, así como se montaron se deberían desmontar si se comprueba que lejos de mejorarnos la vida nos suponen un calvario. Porque comprenderán que es de necios no cambiar lo que nos está amargando la existencia.
   Sólo un Estado que sepa adecuar su modo de vida a su riqueza, administre con inteligencia y eficacia sus recursos naturales y sea capaz de crear un entramado público sólido y eficiente tiene garantizado un futuro próspero, la cohesión social y un régimen de justicia e igualdad realmente factible. Es por esto que asusta ver la siniestra y masiva propaganda que se hace en los medios de comunicación a favor de las privatizaciones –ley estrella del Santo Mercado- y en contra de las endemoniadas empresas públicas. O de lo público, para entendernos. Esto es ir en dirección contraria a la que dicta -¡a gritos!- el sentido común y la experiencia. 
   Basta observar el tratamiento que los gurús del Santo Mercado dan a la Educación y a la Sanidad, distorsionando su verdadera esencia y razón de ser para derivarla maquiavélicamente a términos económicos, casi como si de entidades financieras se tratara, para comprender lo grotesco y ruin del proceder. ¿A quién pretenden engañar? ¿Alguien cree a estas alturas que el empeño de las empresas privadas por adquirir las ruinosas empresas públicas responde a su espíritu filántropo? Saben perfectamente que bien administradas –y sobre todo con afán de lucro- son las más rentables. Entre otras cosas porque han sido creadas para satisfacer necesidades básicas, fuente inagotable de beneficios. Lo que estos señores olvidan es que hasta que se demuestre lo contrario somos seres humanos con necesidades humanas, no entes económicos con sangre bursátil. Sobrevivimos porque comemos y nos curamos las heridas, no porque arrojamos números positivos en la cuenta de algún magnate. 
   Hay cosas que no tienen ni pies ni cabeza. ¿No debería un buen gobierno cuidar como oro en paño lo público? ¿No es acaso la fortaleza de lo público lo que indica la fortaleza estatal, la salud democrática -la unión hace la fuerza y su posesión común la consolida-, la eficacia administrativa y, por ende, la política? Al menos, hasta donde yo alcanzo a saber, es así. Un buen gobierno es el que se desvela por garantizar a sus gobernados las necesidades básicas. Garantía que sólo puede dar lo público si está bien estructurado y mejor gestionado. Dejarlo en manos privadas es dejar desamparada a la población frente al interés lucrativo del empresario de turno. Algo, me reconocerán, inadmisible y suicida. Digo yo que ya tienen suficientes campos donde enriquecerse. Al menos en lo estrictamente necesario no se les debería dejar meter sus zarpas. 
   Créanme si les digo que este proceso de privatizaciones tan bien orquestado al que asistimos desde hace tres décadas y que parece estar alcanzando su culmen en nuestros días lo vamos a pagar muy caro. Me gustará ver a los nietos de sus ejecutores dentro de unos años cuando vayan a ponerle flores a la tumba del abuelo. Si no se cagarán en la madre que lo parió será por respeto a la familia. Y si no tiempo al tiempo.
   ¿De verdad no les parece sospechoso el ingente esfuerzo de la clase política y sus secuaces –los medios de comunicación- para convencer al personal de la bondad de la operación? ¿Desde cuándo un bien público que es tan obvio y elemental como quieren hacernos creer precisa de una sistemática y carísima campaña mediática que dura ya décadas y aún así sigue despertando recelos? Que yo sepa sólo sucede cuando se quiere vender gato por liebre. De momento con semejante lavado de cerebro han conseguido que el pueblo no se subleve ante el atropello. Que ya es mucho a tenor de la magnitud de la estafa. Pero otra cosa es acallar las voces críticas, que es algo que nunca lograrán. Porque se descubre antes a un mentiroso que a un cojo. 
   Lo de las privatizaciones, lo digo y lo repito, es un robo a mano armada. Y añadiría que de lesa humanidad, pues lo que están haciendo es vender la harina del pueblo para exponerlo mañana a la hambruna. En lugar de fortalecer lo público incentivan lo privado. ¿Puede existir una actitud más antidemocrática? Esto es, si me permiten la metáfora, como si en las murallas que protegen al pueblo abrieran mil huecos y colocaran en ellas otras tantas aduanas, dejando el control de las mismas al enemigo. Y todo porque Santo Mercado ha decretado que su ley impera sobre la constitucional de cada Estado, declarándose supranacional y por tanto universal. Es, en definitiva, el sueño ecuménico de dominación de la Iglesia paganizado por Santo Mercado. Otra aspiración medieval cumplida…
   Yo por si acaso me tomo la molestia de recordarles que los bienes públicos son de la ciudadanía que los ha pagado y sostenido con el sudor de su frente y no propiedad privada de los que los administran. Ya saben, los politicastros que se turnan fraternalmente cada cuatro años para hincarle el diente al pastel. Pastel, por cierto, por el que no han apoquinado más que el resto. Y sí puede que mucho menos por esas prerrogativas insultantes que se han prescrito a sí mismos. Así que, como podrán deducir, la venta de lo público sin referéndum es, además de inmoral, absolutamente ilegítima hasta en una democracia de pacotilla como la nuestra. Si el pueblo fuera un poco más espabilado no sólo debería reclamar justicia para recobrar lo que le han robado sino enjuiciar a quienes han perpetrado el infame saqueo. Es decir, a la nauseabunda, hipócrita y degenerada casta política que padecemos en este país.
   Algunos se preguntarán cómo hemos llegado a esta situación. Es muy sencillo de entender. Si el estado actual de lo público es penoso no es por su propia naturaleza pública, de la que los necios y malvados quieren convencernos, como si existiese una especie de enfermedad de lo público cuyos síntomas inevitables fueran la desidia, la desorganización, el caos, el despilfarro y la consecuente ruina. Ninguna de estas sandeces tiene fundamento. El que haya funcionarios ocupando puestos a dedo no es porque el cálido ambiente público favorezca la eclosión de esta larva intestina, sino que tal especie ha sido introducida por el nauseabundo mangoneo existente; que haya exceso de funcionarios en algunos departamentos rascándose las narices a falta de mejor entretenimiento mientras en otros tantos falta personal para el correcto funcionamiento de las instituciones no tiene por causa un factor metafísico de descompensación, sino una injustificable e inasumible pésima planificación; el que haya funcionarios que dediquen parte de sus horas de trabajo a marujear, tomarse cafelillos y hacer las compras mientras desatienden alegremente sus puestos de trabajo, no es porque el funcionariado vuelva perezosa y sinvergüenza a la gente, sino porque la gestión del personal adolece de practicar los principios más elementales de cualquier empresa, como por ejemplo despedir al que no cumple con su deber; el que existan funcionarios-sanguijuela ocupando puestos ficticios con salarios millonarios no se debe a un germen patógeno que genere excrecencias cancerígenas en las administraciones públicas sino que responde a prácticas corruptas de la casta política; el que ingentes partidas presupuestarias se dilapiden en innombrables actividades no es porque la administración sea un campo de cultivo propicio para el virus del derroche y la subnormalidad, sino porque los políticos que la manejan usan el dinero público con fines particulares y partidistas y no con miras en el bien común; y si gran parte del dinero desaparece como por arte de magia no es porque se evapore por un extraño fenómeno paranormal que afecta a lo público, sino por la gentuza que lo roba a manos llenas. Con nombre y apellidos.
   No sean ingenuos. El mal no está en lo público sino en los malvados que lo tienen secuestrado. La razón de que lo público se halle en estado ruinoso es por culpa de una maquiavélica confabulación entre la casta política –celosa servidora de los intereses oligárquicos que la sostienen como a un títere en el poder- y estos mismos gerifaltes que quieren apropiarse de cuanto existe. Por las buenas o por las malas. 
   Por poner un ejemplo de su perversa praxis… ¿Les parece normal que en un Estado teóricamente democrático el Gobierno, que supuestamente representa a la ciudadanía, ante una crisis económica reduzca drásticamente el gasto público (perogrullada: del que debería beneficiarse la mayoría. Ya saben: Sanidad, Educación, Investigación, etc.) y en cambio regale una auténtica millonada –¡de dinero público!- a las entidades bancarias, responsables directas de la crisis y del endeudamiento de la ciudadanía por sus prácticas abusivas, inmorales y en gran parte ilegales? ¡Es el mundo al revés! ¿No sería lo justo y razonable que la primera intervención del Gobierno fuera justo la contraria, sentar en el banquillo de los acusados a los responsables de la crisis, obligándoles a restituir a las arcas públicas  hasta el último céntimo de las pérdidas que su codicia ha provocado? Qué quieren que les diga, el que no huela a podrido que vaya al otorrino.
   Miren ustedes, la jugada está muy clara. Los políticos administran pésimamente lo público para llevarlo a la quiebra y así justificar su venta a los grandes capos, que son quienes en última instancia han diseñado el plan. Y para conseguir que el pueblo transija con el atropello sin correr ningún riesgo nada más eficaz que mosquearlo. ¿Cómo? Dilapidando y robando descaradamente el dinero público en las narices del contribuyente sablado a impuestos. Al que saben, en general, un ser irreflexivo y visceral. Así consiguen que el potencial enemigo, con la sensibilidad a flor de piel en todo punto que suene a derroche, se convierta en su mejor aliado, aprobando y aplaudiendo el saqueo. El propio. Es decir, yo te enfermo y yo te curo, valiente canallada. Hay que ser tontos, la verdad sea dicha, para tragárselo. Pero no me canso de repetirlo, los malvados son malvados, no idiotas. Conocen muy bien el terreno que pisan. En una sociedad más lúcida y crítica la ciudadanía exigiría la inmediata dimisión –o encarcelación- de los ineptos –o corruptos- que despilfarran –o roban- el dinero de todos y arruinan con su mala gestión lo público. Pero en esta querida patria mía, tan quijotesca y disparatada, en lugar de castigar a los responsables –o criminales- se apalean a las empresas estatales, exigiendo su dimisión del patrimonio nacional. En fin…
   Despierten de la pesadilla antes de que sea demasiado tarde. Los cocos no les van a salvar el pellejo. Sólo un Estado verdaderamente democrático en el que todos los ciudadanos que lo componen están implicados en su organización y funcionamiento puede garantizar el tan anhelado estado del bienestar. Un Estado en el que si lo público quiebra las economías domésticas, desde la del último peón a la del presidente, son arrastradas con él. Esto sería suficiente para asegurar su perfecto rendimiento, pues todos, estándoles la vida y el bolsillo en juego, se esmerarían por hacerlas funcionar y que el sistema estuviera bien saneado, acabando de una vez por todas con la corrupción institucional que las ha llevado a la ruina. Y que lleva camino de mandar al país al garete. 
   Lo que estoy proponiendo, en definitiva, no es otra cosa que instaurar un verdadero régimen democrático, algo que por estos lares sólo conocemos por las películas de ciencia-ficción (me refiero a las comedias románticas americanas de los años 60). En cambio yo hablo de algo real, de un Estado con una ciudadanía activa, participativa, donde la justicia y la solidaridad constituyan sus más sólidos pilares.
   Con las privatizaciones, fruto podrido del endemoniado neoliberalismo económico,  nos encaminamos al precipicio de cabeza, pues se produce el efecto contrario: un puñado de economías privadas cada vez más poderosas ejerce un control cada vez mayor sobre un gran número de economías estatales debilitadas. Lo que viene a significar que un puñado de desalmados tiene el poder de tumbar a un Estado cuando se le antoje, quedando la vida de sus ciudadanos a su arbitrio. ¿Son conscientes del peligro que supone sujetarse al yugo de un amo que sólo persigue su propio interés y que además es extranjero, por lo que ni siquiera un remoto amor nostálgico al país puede mitigar su crueldad? Piénsenlo y díganme si no es aterradora la perspectiva. Porque el neoliberalismo económico que tantos malvados y descerebrados siguen defendiendo a ultranza es, en última instancia, eso, el salvaje oeste del Santo Mercado. La deshumanización, desarticulación y apolitización última de los Estados. Macroeconomías en manos de plutócratas y Estados desmantelados y empobrecidos, asalariados suyos. Un sistema que permite que la quiebra de un país se resuelva con una ecuación de Bolsa; un sistema basado en la especulación financiera que ignora y desprecia la realidad tangible: el puñado de tierra y al hambriento que lo escarba para buscar raíces; un sistema que instiga y provoca devastadoras crisis económicas para centuplicar las multimillonarias ganancias de una despiadada y codiciosa mafia financiera. Es, como creo que entenderán, el camino más derecho a un mundo desolador, apocalíptico, con enormes e insufribles desigualdades, carencias humanas, abominables injusticias y masivas hambrunas. Un mundo, en definitiva, abocado a la tragedia.
   Imagino que a estas alturas serán muchos los que estarán ya tildándome de anticapitalista, marxista, trotskista y a saber cuántas tonterías más. Lo de siempre, la estrategia que utilizan los neoliberales para intentar desacreditar a quienes ponen en entredicho las bondades de su sistema. Más o menos como hacen los sociatas de este país llamando facha y retrógrado al que no comulga con su credo seudoprogre, seudoliberal y antisocialista. Y es por eso, conociendo la naturaleza cainita y maniquea de mis compatriotas, que he tomado la precaución de traer una prueba contundente que demuestra que cuanto he dicho es cierto. Porque no se trata de ideología, sino de sentido común. Y de tener dos dedos de frente para extraer conclusiones de los hechos. Demostrables, no teóricos. 
   Miren ustedes, para hacer apetito les propongo que hagan una pequeña reflexión: ¿Por qué los países que más años llevan practicando semejante política neoliberal no se cuentan, ni de lejos, entre los que tienen mejor calidad de vida? ¿Es casualidad, en cambio, que los países que sí gozan de ella hayan apostado claramente por fortalecer lo público frente a lo privado, desoyendo la sacrosanta voz del Santo Mercado? Y a continuación, háganse esta otra: Si de verdad los dirigentes buscan el bien de su país y de sus conciudadanos, ¿no sería lo lógico, puestos a imitar, que imitasen a las democracias mejor asentadas y con un mejor nivel de vida demostrable? Porque me reconocerán que sería inadmisible que le desearan a su propio país el peor de los males y contribuyeran afanosamente en procurárselo. Al menos en esto estaremos de acuerdo, ¿no?
   Les aseguro que no hay nada más fácil para descubrir la falsedad, la doblez, la hipocresía, la maldad y el cinismo de la casta política que hacerse la siguiente pregunta: ¿Por qué en lugar de imitar el modelo noruego o neozelandés, por ejemplo, que en todos los estudios comparativos de calidad –educación, sanidad, empleo, seguridad, bienestar y salud democrática- copan los primeros puestos mundiales, nuestra clase dirigente se empeña en imitar el fatal modelo estadounidense, uno de los peor parados en tales estudios? ¿No les parece contradictorio amar a un país y querer que se parezca a uno de los peores? ¿Quiere alguien explicarme qué sentido tiene copiar el modelo socioeconómico de un país donde la corrupción institucional, las insufribles desigualdades y marginaciones sociales, las inmensas bolsas de pobreza, el abismo entre ricos y pobres, el absoluto desamparo de la población frente a las despiadadas y todopoderosas multinacionales, la falta de asistencia sanitaria de una gran parte de la población, la desastrosa, ineficaz y peligrosa educación pública, la monumental tasa de desempleo, el desorbitado índice de criminalidad y los constantes desahucios por impago son el pan nuestro de cada día? Si quieren que nos parezcamos a ellos, o son masocas o más simples que una mata de habas, porque hasta un bobo entiende que es el camino de la perdición. Pero por desgracia, yo no creo que sean ni lo uno ni lo otro. ¿Soy el único que sospecha que hay gato encerrado? ¿Recuerdan la serie “V”? A veces pienso que si a nuestros políticos les arrancáramos el pellejo no encontraríamos lagartos, pero sí clones de los capos financieros de la plutocracia planetaria. 
   En fin, que hay cosas que rechinan. No se trata de especular sobre modelos de crecimiento. Se trata de quitarse la venda de los ojos y ver la realidad. Yo me atengo a los hechos, no a las teorías. Examinen y comparen EEUU con Noruega y después me replican si mi denuncia del neoliberalismo responde a una actitud ideológica o, al contrario, al puro sentido común.  
   Qué quieren que les diga, si el país autoconsiderado más neoliberal y democrático del mundo basa la fuerza de su razón en trocar regímenes democráticos por crueles y sanguinarias dictaduras, se dedica por lucro al negocio de la guerra, saquea y esquilma sin miramientos ni reservas los recursos naturales y la riqueza de otros países, se pasa por el forro los protocolos medioambientales, practica una expansión comercial caníbal apoyada en la fuerza, la amenaza, el chantaje y las prácticas abusivas, obliga a sus socios a privatizar sus empresas públicas para desmantelar sus respectivos estados y a la postre hacerse dueño y señor de las mismas -ya saben de qué va el cuento del libre mercado a la americana: el pez gordo se come al pequeño y al final, con el tiempo, todo acaba en las mismas manos-,impone una dictadura financiera mundial, un modelo cultural intrusivo y propagandístico y un largo y deprimente etcétera de inmorales prácticas, ¿no habría que plantearse que una democracia así es esencialmente nefasta para la humanidad? ¿No habría que huir como alma que lleva el diablo de semejante modelo? 
   ¡Que me aspen si entiendo algo! Se puede ser muy necio, pero no tan ciego. La evidencia es la evidencia. No sé a ustedes, pero a mí una clase política empeñada en vender su país a pedazos e implantar un modelo despiadado que genera allí donde existe pobreza, injusticia, desigualdad e inseguridad, me da, cuanto menos, mala espina. Máxime cuando, a falta de luces propias para seguir su propio camino, tiene a mano el ejemplo de democracias modélicas, justas, coherentes, sólidas y pacíficas cuyo estado del bienestar alcanza las cotas más altas. 
   Quizá necesite inventarme un dios para que baje y me lo explique. Pero un dios de carne y hueso. Y con mil ojos, a ser posible…
   Que sean felices…