En cuestión de una horita, me zampo la obra teatral de la francesa Yasmina Reza titulada Arte, en la versión de Josep María Flotats (Anagrama, Barcelona, 1999). Trata de tres amigos entre los que comienzan a surgir fricciones (y a destaparse trapos sucios) como consecuencia de que uno de ellos se ha gastado cinco millones de pesetas en un cuadro vanguardista del presuntamente genial Atrios: un cuadro blanco, con rayas blancas encima. En el trasfondo de las discusiones advertimos que el cuadro es una mera excusa para “ponerse en limpio” como amigos (de ahí el nítido color blanco de la tela, altamente simbólico); y que bajo las personalidades de los tres burbujean un sinfín de conflictos, de traumas, de tics. Bien, vale. Todo eso lo entiendo, y soy capaz de justificarlo como “crítico”, como “lector curtido”, como “lector culto”. Lo que ya no me queda tan claro es si el trasfondo exegético que yo (y otros más preparados que yo) ayunten al texto dota a éste de calidad literaria. El enorme conflicto que a mí me producen las obras “sugeridoras” es que hacen depender la “calidad de la obra” de la presunta capacidad del lector. Y ese es un peligroso derrotero, porque un tontucio podría entonces estar legitimado para decir que el Quijote (pongo por caso) es obra esquemática —pues él no ha sabido entrar en sus abisales niveles de complejidad—. Quiero pensar que una obra debe tener unos niveles “objetivos” (?) de “literariedad” (perdón por el palabro), y que no puede sustentarse en la arbitraria y voluble actitud del lector.Esta pieza teatral, en concreto, a mí me ha parecido floja desde el punto de vista estilístico, pero genial desde el punto de vista de lo que yo podría extraer analítica, ideológica y reflexivamente sobre ella. ¿Se trata entonces de un buen libro? No lo sé. Y no tener claro algo que tan claro debería resultarme me produce inquietud y desasosiego.
En cuestión de una horita, me zampo la obra teatral de la francesa Yasmina Reza titulada Arte, en la versión de Josep María Flotats (Anagrama, Barcelona, 1999). Trata de tres amigos entre los que comienzan a surgir fricciones (y a destaparse trapos sucios) como consecuencia de que uno de ellos se ha gastado cinco millones de pesetas en un cuadro vanguardista del presuntamente genial Atrios: un cuadro blanco, con rayas blancas encima. En el trasfondo de las discusiones advertimos que el cuadro es una mera excusa para “ponerse en limpio” como amigos (de ahí el nítido color blanco de la tela, altamente simbólico); y que bajo las personalidades de los tres burbujean un sinfín de conflictos, de traumas, de tics. Bien, vale. Todo eso lo entiendo, y soy capaz de justificarlo como “crítico”, como “lector curtido”, como “lector culto”. Lo que ya no me queda tan claro es si el trasfondo exegético que yo (y otros más preparados que yo) ayunten al texto dota a éste de calidad literaria. El enorme conflicto que a mí me producen las obras “sugeridoras” es que hacen depender la “calidad de la obra” de la presunta capacidad del lector. Y ese es un peligroso derrotero, porque un tontucio podría entonces estar legitimado para decir que el Quijote (pongo por caso) es obra esquemática —pues él no ha sabido entrar en sus abisales niveles de complejidad—. Quiero pensar que una obra debe tener unos niveles “objetivos” (?) de “literariedad” (perdón por el palabro), y que no puede sustentarse en la arbitraria y voluble actitud del lector.Esta pieza teatral, en concreto, a mí me ha parecido floja desde el punto de vista estilístico, pero genial desde el punto de vista de lo que yo podría extraer analítica, ideológica y reflexivamente sobre ella. ¿Se trata entonces de un buen libro? No lo sé. Y no tener claro algo que tan claro debería resultarme me produce inquietud y desasosiego.