Había nacido en Charleville, un lugar de las Ardenas, Francia, en 1854, hijo de un capitán borgoñés, que consiguió la Legión de Honor en las batallas de Argelia y que una tarde de verano mientras paseaba por la plaza del pueblo y escuchaba la banda de pistones que sonaba en el templete de la música conoció a Marie-Catherine-Felicité-Vitalie Cuif, una joven nada agraciada, pero lo suficiente hacendada y ya heredada como para poner en marcha el mecanismo del amor, hasta el punto que la desposó sin mirar atrás, le llenó el vientre con cinco hijos seguidos y luego la abandonó a su suerte. El capitán desapareció sin dejar rastro cuando Arthur tenía siete años. Puede que fuera su primer trauma. El niño quedó a merced de una madre autoritaria, sólo poseída por la obsesión de parecer respetable en una pequeña ciudad de provincias. Vitalie llevaba a sus hijos a misa muy repeinados, les prohibía jugar en la calle con hijos de obreros y de los cinco hijos sólo uno se le rebeló.
El cuerpo y el alma de Rimbaud fueron puros y transparentes cuando de niño se perdía en los bosques, donde aprendió a unir los sonidos de la naturaleza a las voces oscuras que se oía a sí mismo por dentro y a expresar esa sensación con el ritmo de unas palabras de su exclusiva propiedad, nunca antes pronunciadas. A una edad muy temprana ya escribía diálogos y versos en latín ante la admiración de sus maestros que le hicieron ganar todos los premios en la escuela. El niño huía, se perdía varios días, pero cargado con el rumor de agua y de vientos siempre acababa por volver a casa donde le esperaba la correspondiente paliza. Un día no volvió. Se había enamorado de su nuevo maestro, el profesor de literatura Izambard y le siguió como una huida adondequiera que fuera trasladado y con él compartió el poder visionario de la poesía a través de una larga, inmensa y racional locura de todos los sentidos.
Cuando Rimbaud en 1870 se fugó por primera vez a París tenía 16 años y todavía parecía una niña de tez delicada, ni siquiera le había cambiado la voz, pero ya componía poemas obscenos y violentos en una perenne lucha interior entre el ángel y el demonio que no terminaría nunca. Perdido por los caminos escribía Muera Dios en las paredes de las iglesias y ese era el único rastro que dejaba. Su admirado Baudelaire, poeta maldito, cuando escribió Las Flores de Mal, aun iba muy acicalado, incluso perfumado. Los poetas tenían todavía un carácter sagrado y un porte respetable. Rimbaud fue el que inauguró los harapos de bohemio y el pelo largo, fue el primero en divertirse provocando a los burgueses con una conducta caótica, obscena e irreverente y antes de que se pusiera de moda comenzó a experimentar cualquier clase de vicio como una conquista de la libertad.
Un día el adolescente Rimbaud le escribió una carta a Paul Verlaine y le adjuntó varios poemas. Verlaine quedó asombrado y le contestó a vuelta de correo: “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”. Junto con la carta Verlaine le mandó un billete de tren a París. Rimbaud llegó en septiembre de 1871. El choque emotivo fue terrible. Verlaine abandonó a su esposa y a su hijo recién nacido y comenzó a vivir una aventura homosexual con Rimbaud cuando este todavía con cara de niño tenía ya un alma negra. En plena y mutua tempestad viajaron a Inglaterra, a Holanda, a Alemania. Se amaban en oscuros jergones, se peleaban en las tabernas, iban por las calles como dos vagabundos rehogados en ajenjo, alucinados por el hachís y escribían poemas visionarios. En julio de 1873, después de una violenta pelea de celos en la mansión de la Rue de Brasseurs de Bruselas, Verlaine le disparó en la muñeca. Temiendo por su vida, Rimbaud llamó a la policía. Verlaine fue condenado a dos años de prisión. Al salir se volvieron a encontrar en Alemania y en otra disputa Rimbaud le rajó la cara con una navaja. Fruto de esta experiencia fueron Iluminaciones y Una temporada en el infierno, las dos obras de Rimbaud que inauguraron la estética moderna. Tenía 19 años. Ya había llegado el momento de sentar la cabeza. Rimbaud quería ser rico, quería ser en un caballero. Se convirtió al catolicismo y dejó de hacer poesía, que consideraba una forma de locura.
En el verano de 1876, se enroló rumbo a Java como soldado del ejército holandés. Desertó y volvió en barco a Francia. Luego viajó a Chipre y, en 1880, se radicó en Adén (Yemen), como empleado en la Agencia Bardey. Allí tuvo varias amantes nativas; por un tiempo vivió con una abisinia. Tal vez engendró un hijo o dos o los que fuera. En 1884 dejó ese trabajo y se transformó en mercader de camellos por cuenta propia en Harar, en la actual Etiopía. Luego hizo una pequeña fortuna como traficante de armas para reyezuelos de la región que estaban siempre en guerra. La poesía quedaba atrás como una locura lejana. En esta etapa de su vida Arthur Rimbaud se comportó con la seriedad fiable de un perfecto burgués. Nada de escandalizar, ni de provocar, ni de saltarse las reglas. Era respetado por sus proveedores, pagaba las deudas en día de su vencimiento, saludaba con educación a sus vecinos, se quitaba el sombrero y besaba la mano de las damas. Tal vez le daba un poco de risa recordar que un día dijo que el poeta debía convertirse en un vidente a través de la convulsión de los sentidos. Si se trataba de registrar lo inefable con palabras nuevas ahí estaba el libro de ingresos y gastos. La nueva alquimia verbal que descubrió de adolescente perdido en los bosques ahora tenía una traducción en la letra de cambio y la nueva alucinación se producía al abrir el cargamento de fusiles que revendía a diez veces su precio a cualquier tirano. Y así hasta que su pierna derecha desarrolló tempranamente un carcinoma y tuvo que regresar a Francia el 9 de mayo de 1891, donde días después se la amputaron. Finalmente murió en Marsella unos meses después a la edad de 37 años.
Texto: Arthur Rimbaud: Yo es otro – Manuel Vicent. Babelia. 28/08/2010.