Lo bueno que tienen los libros breves es que, si son malos, apenas te da tiempo a enojarte con ellos (o se te pasa pronto el disgusto). Y si son buenos puedes permitirte el lujo de leerlos más de una vez, para saborearlos de formas distintas, apreciar sus matices y empaparte con bellezas que te pasaron inadvertidas durante tu primer buceo por sus páginas. Esto último me ha ocurrido, gozosamente, con Ártico, del cartagenero Juan de Dios García, un poemario inteligente, sensible y poliédrico que llegó a mis manos gracias a la intermediación de Isabelle García Molina. Lo leí, me fascinó... y me propuse leerlo de nuevo antes de elaborar la reseña que ahora escribo.Todo el libro burbujea de belleza y aforismos que te dejan pensando y sintiendo. En el poema “Infinitivo”, que casi abre el volumen, se pueden leer versos como éstos: «Esculpir esta leyenda en el cerebro: existir no es vivir», «Barrer adecuadamente el corazón, / echar el cerrojo, tirar la llave al salir. / Encontrarle valor a cada lágrima», «Escapar antes de que la realidad nos detenga y nos pudra». Sentencias lúcidas y hondas sobre las que detenerse, con un café o un cigarrillo en la mano, y la mirada perdida. Y justo después, cuando ya has entendido perfectamente que te encuentras ante un poeta con pinceladas de filósofo, las líneas de “Acuarela”, una especie de autorretrato elegante y logradísimo, donde Juan de Dios se distancia de corsés sociales o ideológicos («No sé qué significan las palabras / religión, academia o general»). Luego, por supuesto, hay otras propuestas, que indagan en territorios distintos: el fútbol como metáfora integrada en nuestras vidas (“Football is over”), las posibilidades narrativas de la vida de Adolphe Quételet, un visionario de la estadística (“Laboratorio y ferrocarril”), etc. Y por fin, en la página 35, la primera alusión a lo ártico: el poema “Proceso”, donde nos habla contenidamente sobre la agonía y muerte de su padre en un hospital, una madrugada de febrero.Juan de Dios García se sirve, además, de todos sus conocimientos literarios, que son muchos y variados (el poeta es profesor de literatura en un instituto), para que los textos queden impregnados de referencias directas a todo tipo de autores (Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Friedrich Nietzsche), pero también versos que remiten a otros quizá más camuflados (por ejemplo esa mención indirecta de Gabriel Aresti en la página 47, cuando reconoce que no defendió la casa de su padre). El resultado final de todas esas conexiones es una mezcla explosiva de belleza, pensamiento y música, que convierte estos poemas en un auténtico lujo para los buenos degustadores.
¿Sorpresa? Ninguna para mí. Desde que tuve la suerte de leer los versos de su anterior producción (Nómada, con el que obtuvo en el año 2008 el XIII Certamen de poesía María del Villar), supe que estaba ante un escritor notable, condecorado con grandes virtudes líricas y hasta filosóficas, dueño de un ritmo decantado y elegantísimo. Llevado por la humildad, afirmaba en la página 26 de aquel volumen: «Mi única arma: la terquedad». Evidentemente, no es así. Sus armas tienen más que ver mucho más con la belleza que con la contumacia o la obstinación: Juan de Dios García es excelente poeta. Si lo quieren comprobar no tienen más que leer esta obra.