Ilustración: Lucero G. Michel
Aunque considerada la ciudad más romántica de Italia, siendo sin duda alguna emblemática por su singular geografía, Venecia, al igual que muchos otros lugares en Europa, han sucumbido ante las garras de lo moderno.
Hoy solo se puede ver la fachada desfigurada en el comportamiento de una ciudad profanada. Un velo colocado por la desproporción de un sistema económico, le ha despojado de lo propio y lo natural. Los turistas que visitan dicha ciudad, sumidos en la incultura, no tienen una percepción clara de lo que captan sus ojos; sobre que trata la vida veneciana —y no la comercialización de la misma—. Quedan totalmente embrujados por las góndolas, las máscaras, los cristales de murano y sus carnavales; aparentemente la forma más certera de sentir y habitar dicha ciudad, es comprando uno des sus artículos autóctonos.
La que alguna vez fue una potencia marítima, es ahora la casa de huésped de millares de extranjeros, extraños a la región, a su problemáticas sociales, a su gente, a su cotidianidad, a sus realidades y malestares. Cabe decir que la Venecia diurna, no es la misma que la nocturna. La primera, es un jolgorio espantoso e impersonal, igual que ir un sábado a las una de la tarde a Plaza Las Américas (P.R.), mas sin embargo la segunda, es en donde lejos del bullicio, se puede apreciar una extraña sensación de tranquilidad nativa. Esos pocos momentos en que se puede ver con detalle, en la calmosa oscuridad, lo que tienes alrededor; tanto lo físico, como lo abstracto y subjetivo. La superficie veneciana es la principal razón de la formación de una una atípica arquitectura. Compuesta por isletas y unidas por 455 puentes, nos hace sentir como si estuviéramos flotando en agua. Con la impresión de que sus cimientos están sumergidos y no sobre tierra firme —esto acompañado de un miedo constante ante la posibilidad de que todo se hunda y poder ahogarse en un instante— cada estructura se percibe en flotación sosegada. Todos estos componentes y atributos hacen de Venecia una ciudad seductora. Claro está, para poder apreciarla, hay que apartarse y desconectarse por un momento de la cámara digital; simplemente dejarse llevar por el recorrido que te quiere hacer la ciudad por entre sus calles. En otras palabras, perderte en los muros, sentir el susurrar y apoderarse de lo que sientes mientras tus ojos se pierden en cada rincón.
Un lugar en que la perdida del idioma —venetto—, el azote climático y la invasión turística, contribuyen a la desaparición de la verdadera ciudad. Una que aunque irónicamente sea un conjunto de islas conectadas por puentes; cada día parece estar desconectándose de si misma, de su pueblo y sus orígenes. Dichosos aquellos que si saben dejarse llevar por el lado humano y disfrutar de esas interesantes experiencias que varían ante cada receptor. En una ciudad que lucha por mantenerse, aunque a simple vista sea imperceptible.