ArtO

Por Toni

El otro día Agustín Fernández Mallo tuvo la amabilidad de compartir con nosotros algunas impresiones sobre su obra literaria y, en general, artística. Me pareció que la honestidad de Mallo provenía de la vehemencia con que practica su magisterio que además me dio la impresión de estar exenta de excesiva vanidad. Y, yo, al trabajador le tengo mucho respeto. Puso encima de la mesa un planteamiento que no me era del todo extraño pero que planteaba la posibilidad extra de trasladar completamente al terreno de la literatura las tendencias más arriesgadas y sinceras de las más recientes artes plásticas (desde la instalación al videoarte). Al artista corresponde hacer ver las cosas de maneras nunca antes imaginadas por el público. Sin duda se requiere un cierto manejo técnico del lenguaje (escrito, corporal, visual, etc.). Que si es dado por la naturaleza o adquirido mediante su explotación ese es otro cantar, pero superado este peliagudo misterio el artista se enfrenta a varias opciones que se disponen entre dos polos. La opción de Mallo es clara. A él le interesan los universos rizomáticos donde las conexiones no son estimuladas por categorías culturales (ni sociales, ni políticas) sino mediante emociones que forman redes orgánicas y anti jerárquicas. Su capacidad creativa radica en el hallazgo de analogías entre mundos, objetos o sentimientos sin importar su procedencia, su clasificación o su coherencia objetiva sino la emoción que en él despiertan. Ante el considerable riesgo de aterrizar en el absurdo de una entrega incondicional a los caprichos de la intuición Mallo se defiende por una parte haciendo uso de un lenguaje sencillo, inocente, casi infantil, y por otra con la determinación de llegar hasta el final de cada uno de sus personalísimos procesos mentales. Para ello es indispensable liberarse de la tensión de la expectativa. Es de esa espontaneidad sincera de donde proviene su arte.Seguramente yo me hubiera perdido una experiencia de este tipo de haber estado en un lugar distinto de El Salvador. De hecho lo que me llevó a la presencia de Mallo fue precisamente la disparidad entre la sofisticada propuesta estética de la generación Nocilla y la descarnada crueldad que envuelve a cada uno de los humanos de esta bendita latitud centro americana. Y fue siguiendo el itinerario propuesto por Mallo, moviéndome entre azares que por su intensidad acaban siendo significativos dentro de los limites de mi pequeña persona en vez de comportarme de acuerdo a una lógica cartesiana de coleccionista que acumula fragmentos de la realidad y los dispone ordenadamente en los estantes de la memoria, a los dos días fui a dar con mis huesos al zoo. Poco antes había leído un cuento de Roque Dalton que casi me quiebra una costilla de la risa. Hablaba de lo bonito que era el zoo de San Salvador, en proporción, de los más grandes de Latino América y polo de atracción de los papás y mamás de las clases más bajas del país. Contaba Dalton que poco antes de la guerra contra Honduras, allá por el 1969, un diario de gran tirada nacional tuvo la ingeniosa idea de rifar unos modestos premios (una bicicleta, un par de zapatos y una cachucha de beisbol) entre los concursantes que acertaran el nombre con que bautizarían a la última adquisición del zoo: una hembra de gorila con la que el mítico gran gorila macho Pavián (“que tenía la desfachatada y muy aplaudida costumbre de mostrar su pene a las mujeres, actividad en que el feo animal ha mostrado una persistencia francamente pasmosa”) habría de copular y traer descendencia a El Salvador. Contra todo pronóstico de la mucha gente de bien que produce periódicos, gestionan el erario publico que sostiene al zoológico y cuida por la seguridad de los visitantes del parque, la iniciativa del rotativo tuvo la propiedad de congregar a doscientas trece mil cuatrocientas cinco personas en el zoo el día elegido para entregar la bicicleta al muchacho ganador del concurso. Del formidable caos quedó un registro en la comisaría de policía con cierta capacidad (sin duda limitada) de recrear lo ocurrido: veinte personas heridas a cuchillo, treinta y tres con contusiones graves, setecientas mujeres despojadas de sus vestidos, ochenta y cuatro mujeres violadas, cuarenta y una de ellas desnudas y las otras cuarenta y tres sin desnudar, trece policías desarmados, siete personas muertas a pisotones (“momentos después de que algún chusco no identificado aún gritó ¡se escaparon los leones!”), un estudiante muerto a tiros por la policía, doce personas envenenadas por picaduras de serpiente, un oso hormiguero muerto de infarto, seis mil niños extraviados, un supermercado propiedad norteamericana situado a la salida del zoo incendiado y un conato abortado a tiempo de asaltar la casa presidencial todavía por esos años en las inmediaciones del zoo. Solo gracias a Dalton tan excepcional manifestación de creatividad popular ha transcendido pues en los días siguientes la prensa a penas comentó lo sucedido y a día de hoy cuando preguntas la gente te dice que esas cosas aquí pasan demasiado a menudo. Como me gustaría creerlo. El caso es que después de leer el cuento de Dalton y de escuchar a Mallo pude por fin ir al zoo. Un lugar estupendo con dos sanotes leones y un espectacular tigre al lado de un majestuoso jaguar; impresionantes cocodrilos y caimanes y una colección de gatos llamados tigrillos que son locales y de verdad me dejaron la cabeza hecha un puzle. Lo mejor seguramente es el gran lago con islotes sembrados de tremendos arboles (tan tremendos como solo aquí en Centro América he visto) que daban espacio, ejercicio, sombra y vida a una enorme tribu de monos que en el suelo tenían patos para maltratar y gigantescas iguanas para mirar de reojo: vamos una recreación estupenda de la civilización primate. Y precisamente el gran ascendente primate que hay en mí acabó por imponerse y me distrajo totalmente del propósito mismo de ir al zoo. A medida que mi búsqueda de correspondencia en la mirada de felinos, artiodáctilos, marsupiales, reptiles y primates se fue demostrando inútil, me descubrí a mi mismo prestando una atención creciente a esos bípedos con zapatos y teléfonos celulares que en El Salvador tienen rasgos mezclados de indio, vaquero, negro, magrebí, chino, gitano y payo y que como en los hologramas dependen del ángulo de la mirada para descubrir una u otra preponderancia. Me di cuenta enseguida de que su mayor parte no estaba conformada por las respetables clases medias (ya no digamos las altas) pues éstas suelen mostrarse bastante indolentes y no gustan de andar mirándole a uno, no vaya a ser que se sienta incómodo o, peor aún, demasiado a gusto. No; la mayoría de los bípedos hologramáticos que pululaban el zoo de San Salvador cuando yo lo visité parecían despiertos y bien sensibles a las obvias diferencias rebeladas por mí andar y mí vestir, mi gestos y mis entonaciones. Por lo general, no hubo ojos que no me estuvieran mirando cuando yo reparaba en ellos (justo al contrario que las bestias encarceladas) demostrando que les importaba un pito mi superflua opinión (justo al contrario que las clases medias liberadas).

Y en medio de esa impúdica danza sin mascaras me encontré de improviso delante de una elaborada pinacoteca. Una tapia verde recién pintada exhibía una abigarrada colección de objetos de arte expuestos en ristras y sin dejar apenas espacios entre ellos. Los organizadores de la muestra eran varios y cada uno contribuía al conjunto con una selección de obras la mayor parte de ellas de artistas chinos; aunque no faltaban tampoco las contribuciones de artistas locales, a mi parecer, las más sobresalientes. El museo en su conjunto me pareció delicioso, de ambientación, temperatura e iluminación óptimas. Una de las alas de la galería tenía en su parte superior unos terroríficos alambres de espino dispuestos en espiral y con unas afiladísimas púas de las que colgaban algunos de los objetos exhibidos. La mera visión de esta suerte de zarza metálica lograba con gran efectividad crear en el espectador la más incontrolada sensación de desasosiego y angustia, máxime cuando los curadores de la muestra estaban todos ellos situados al otro lado de la tapia, asomándose por encima y sin dejar ninguna de las demandas de los asistentes insatisfechas. El aire no obstante era de lo más relajado e informal: estaba permitido comer mientras se completaba el circuito, hacer fotos e incluso adquirir cualquiera de las obras expuestas a precios realmente razonables. Como suele ocurrir en todo museo, los espectadores iban de un lado para otro acumulándose en determinados momentos en determinados puntos sin un patrón claro, describiendo con sus movimientos fluidas figuras igualmente interesantes para el observador global.Dado que la exposición era de carácter temporal y por razones burocráticas no había ninguna certeza sobre su duración (de hecho podía ocurrir que se declarara clausurada en cualquier momento) decidí rascarme el bolsillo y entrar en el túnel del mercado del arte. Uno de los motivos que más llamó mi atención era un cilindro de cartón, del tipo papel higiénico, forrado con llamativos colores y coronado por unas plumas también policromadas. El tubo hacía las funciones de amplificador de una pita (resistentes fibras vegetales trenzadas) atada a un trocito de madera tallado y encerado en la parte que hace contacto con la cuerda. Al hacer girar el conjunto sobre su eje emite un evocador ruido que a mí y a otros asistentes nos pareció similar al canto de la chicharra. Sé que es de mal gusto hablar en estos contextos de dinero pero tengo la sensación de que el precio en este caso era una parte idiosincrática de la obra, algo así como una extensión ética del conjunto estético. Además el monto era fijo y no negociable: una cora (25 centavos de dólar = quarter). Otro de los grandes triunfadores de la muestra fue el también artista local que presentó un curioso androide elaborado con materiales acrílicos, remaches, alambre, espuma de poliuretano y tecnofibra. Los llamativos colores, la textura mórbida y los precisos movimientos logrados por medio de la tracción mecánica que le daba al conjunto un sutil cordón de lana amarillo, armonizaban sensaciones lúdicas y tiernas con una especie de inquietud constante transmitida por la fragilidad de la obra cuya levedad remitía sin ambages a la solvencia arquitectónica del insecto. Aquí hubo que desembolsar un dólar entero, pero qué coño, al césar lo que es del césar.Hay algo en la creatividad humana que proviene de la necesidad, de saberse acorralado, de contar solo con unas pocas opciones de entre la infinidad de situaciones posibles. Hay algo en el hambre que es indispensable para la ciencia, el arte o cualquier otra expresión de lo genuinamente humano. La disección del objeto en dimensiones independientes de uso y de contemplación es producto del empacho, de un estadio cultural donde la raíz ha sido devaluada en beneficio de la apariencia, bajo la falsa premisa de que las ramas buscan el cielo, penetrarlo y subir más allá. El árbol que a mí me interesa en cambio es el que lanza lianas al suelo para clavarlas en la tierra y sacar de ella más sustento. Si por casualidad es cierto que la pretendidamente elaborada expresión artística de la modernidad (con todos los post, metas y alter que queramos ponerle) ha contribuido en algo a afinar la sensibilidad del ser humano o al ensanchamiento de nuestra capacidad de pensar la realidad ya va siendo hora de orientar esa habilidad hacia la integridad de la creación. La poderosa atracción que sobre nosotros ejerce la realidad a través de la emoción no debería ser canalizada… pero si me equivoco, pues que sea orientada hacia el lugar y el movimiento, el origen y el objeto, la forma y el tuétano de toda manifestación sincera del genio humano.