Y todo esto lo escribo a propósito del cierre del blog de Arturo González. Allí, se congregaba, o se congrega, porque todavía siguen escribiendo en aquel foro ferozmente los contertulios, conscientes como son de que un día de estos, Público.es echará el cerrojazo y ellos se quedarán huérfanos de un sitio aceptable, porque esa página web que ahora tienen no lo es, para seguir opinando tan desaforadamente como lo hacen.
Yo, cuando de vez en cuando leo a algunos de ellos, los que más merecen la pena, relativamente, me asombro al ver cómo son capaces de conjugar una capacidad crítica realmente notable para enjuiciar a los demás y absolutamente nula para enjuiciarse a sí mismos.
Porque sólo hablan, o escriben, para ser exactos, de libertad y democracia cuando ellos mismos no son otra cosa que el peor de los ejemplos de antidemocracia y represión.
Para no equivocarse en estas andaduras filosóficas no hay otro remedio que ir de la mano de los genios. Cuando se trata de democracia y libertad, el primero de los genios al que hay que echar mano es a Voltaire. Éste fue en su momento, la cumbre del pensamiento liberal, hasta tal punto que cuando la derecha quería denostar a alguien lo llamaba volteriano, y cuando la progresía quería ensalzarlo utilizaba el mismo adjetivo.
Voltaire no sólo creo al prototipo más claro de la ultraderecha, el doctor Pangloss, sino que estableció la regla infalible para enjuiciar a la izquierda democrática: aborrezco lo que usted dice, pero daría mi vida para que pudiera seguir diciéndolo.
Punto y aparte, coño, punto y aparte. Porque con esta frase del genio de los genios, se dijo todo sobre la democracia y la libertad.
Libertad de expresión, pero de verdad, de la buena, de la auténtica y no como la que fingía utilizar toda esa gentuza que, por ejemplo, llenaba el chat de Saco y ahora ha ocupado hasta reventarlo el blog de Arturo González: se les llenaba, se les llena y se les llenará la boca, la garganta, los pulmones y se les congestiona el rostro gritando democracia y libertad y no tienen ni puñetera idea realmente de lo que estas sacrosantas palabras significan porque han consagrado su vida a hacer todo lo contrario de lo que ellas representan.
Democracia: mandato del pueblo, poder del pueblo, coño, pero, ojo, que el pueblo somos todos, incluso yo, yo y todos esos otros a los que vosotros habéis declarado malditos e innombrables porque un día contribuyeron de alguna manera a desenmascararos; cuando cometimos el imperdonable sacrilegio de salirnos del rebaño sáquico fuimos arrojados para siempre al infierno dialéctico, nunca, nunca, nunca más nuestra voz sería tomada en cuenta porque ese nuevo Papa de la estulticia más sangrante lo había decidido así, cuando tenía que haber sido todo lo contrario, si yo y algunos otros éramos los réprobos de vuestra idiotesca religión deberíais de haber dedicado alguna pequeña parte de vuestro precioso tiempo a combatir lo que éramos, lo que representábamos, lo que decíamos, lo que escribíamos, pero, no de ninguna manera, los réprobos al puñetero y definitivo infierno, contradiciendo la máxima volteriana.
Pues, muy bien, queridos muchachos, sólo que ello os quitaba la máscara de vuestro puñetero rostro para siempre porque entraba en función el maravilloso principio volteriano: podíais muy bien aborrecer lo que yo y otros pocos decíamos y representábamos pero en lugar de silenciarnos para siempre como hicisteis, estáis haciendo y haréis, podíais dedicar, de vez en cuando, muy de vez en cuando, para no perder vuestro precioso tiempo, unos instantes a combatir lo que somos y lo que decimos.
Pero no lo habéis hecho ni lo haréis porque vosotros no sois democrátas ni libertarios ni Cristo que lo fundó, sino una hatajo de gentes soberbias que adoráis frenéticamente vuestro propio ombligo y ay de aquel que haya osado desenmascararos, más le valiera atarse una piedra al cuello y arrojarse de cabeza al mar porque nunca, nunca, nunca volverá a tener para vosotros el don de la palabra, repugnantes hipócritas.