Asamblearismo deseable

Por Peterpank @castguer

Las asambleas de barrio y de distrito son necesarias para evitar la tecnocientificación de la Política. Se emplea aquí la palabra tecnocientificación como el pretendido descubrimiento de leyes físicas (llamadas antropológicas, sociológicas, o propiamente políticas) determinantes de la necesidad de control de la población por parte de unos pocos. Curiosamente, a la imposibilidad de encontrar tales leyes y al cinismo de justificar mediante el sentido del deber el gobierno fundamentado en los intereses de una oligarquía líquida, se les ha llamado estadismo, es decir, gestión del poder maquinal cuyo único requisito verdaderamente político consiste en hacerse previamente con ese poder.

La espantosa palabra “empoderamiento”, utilizada como sustituto de “revolución” e incluso de “libertad”, aplicada a elementos aislados del paisanaje nacional, describe bien cómo ha calado el pensamiento para-político en la sociedad: ya no se desea ser libre para configurar el poder del Estado, condición que sería irremediablemente compartida con nuestros congéneres, sino participar en el poder del Estado para ser individualmente libre, lo que nos devuelve a la aterradora comprensión de la Libertad-Estado como destino individual. Inconscientes de su condición de masa esclava, quienes así piensan han adoptado el lenguaje del Uno y han unido la metafísica política de la representación como acto político, al misterio de la ascensión social. Ni siquiera es necesario preguntarse por la representación en el Estado si cada persona puede representar al Estado. A la postre, la obsesión por convertir la política en ciencia es consecuencia de siglos de estatización de la vida social y de la conciencia individual, o necesidad de justificar la enajenación de sí cuando Dios y el César son la misma persona y hay que darle a cada uno lo suyo.

La convivencia, con sus milagros y sus cochambres, parece un buen remedio contra las mordazas doctrinales, necesarias en cuanto guía de la acción, en cuanto proyecto, pero que, convertidas en verdad revelada resultan, primero, asfixiantes de la creación, de la espontaneidad y de la posibilidad de rectificación y, después, cuando la oligarquía portadora y ejecutora de la verdad se pone en marcha, simple justificación de la opresión resultante. El estadismo es contrario por principio a la libertad de la población, impide la democracia y mantiene las conciencias inmersas en la paz bucólica que Hobbes imaginó compensación al imperio del Leviatán. Paz de la que sólo es posible escapar entregándose a la convulsión espiritual, la peligrosa madre de la revolución política, o a los placeres del Neg-Ocio, padre de la degeneración cultural.

La tecnociencia, según Edgar Morin, es un círculo vicioso. La ciencia es una forma de manipulación de la realidad destinada a obtener conocimiento y la técnica una forma de aplicación del conocimiento dirigida a desarrollar los métodos de manipulación de la realidad. Ambas se retroalimentan y cabe preguntarse si a costa del propio conocimiento. Pues bien, vivimos una época en la cual la llamada Política es una forma de manipulación de la realidad social destinada a obtener o mantener el poder, poder que después es utilizado para legitimar, legalizar y realizar un simulacro de Política. En este caso la perjudicada es la verdadera Política, que sólo puede fundamentarse en la libertad de decidir. Para colmo, muchos analistas –¿no es el analismo la forma más presumida de impotencia?- pretenden que las estructuras que este uróboros origina sólo pueden ser desentrañadas mediante la Economía, cual si esta fuese la Hermenéutica del Poder.

Evitar el tecnocientifismo no es abjurar de la utilidad de la razón en la Política, sino devolver la Razón a lo experimental. Considerar la asamblea elemento institucional central del distrito electoral en el diseño de la República no significa adscribirse a la utopía; es irónico que incluso aquellos que esperan que los dos megalopartidos españoles pacten contra la corrupción que los privilegia, miren con condescendencia el asamblearismo. ¿Existe algo más ingenuo, utópico o malintencionado que confiar a un pacto entre quienes detentan el poder y han hecho de la corrupción su modo de vida la solución a la crisis moral? Quizá sí, la presunción de que una oscura voluntad unitaria y universal (la figura del Maligno aplicada a la Política) mueve según sus intereses todos los hilos del Poder y la Gloria; es decir, el fin de la imprescindible fe, el nihilismo disfrazado de inteligencia. Y sin fe no hay libertad, sólo cálculo. Acaso la vacuna que los sometidos hemos encontrado contra la utopía -utopía que es nuestra propia tendencia a, para no arriesgar nada, escapar del yugo con la imaginación- sea, en efecto, el cinismo.

Pero nada de eso, al contrario, démonos al optimismo. La asamblea debería significar un salto por encima de las visiones sociales que cabalgan sobre la ingenuidad o el desengaño, para dar cabida a la confianza que no se puede evitar tener en algún grado hacia el resto de seres humanos, sean estos buenos o malos. Ideologías prefiguradoras de la obediencia, el desaliento o el egotismo como la que pretende que la competitividad es la expresión de la ley del beneficio constante, interés natural al que la sociedad sirve y que la policía protege. Nuevo paradigma que prefigura al humano, llamado ahora empresario, como testigo indiferente y libre del contrato entre Leviatán y Mammón. Pero la realidad es que nos necesitamos y esa necesidad nos obliga a ser ontológicamente confiados. Ahora bien, en lo que a la asamblea respecta, esta confianza no es inocente, se halla erguida sobre la certeza de que ninguno de nuestros congéneres que sea verdaderamente egoísta, mentiroso o malvado resistiría la prueba de presentarse en una serie de foros con verdadero peso político, lugares, las asambleas, donde la relación y el conocimiento personal es inevitable. Ahora mismo la institucionalización política de la vida social, la administrativización y la mediatización de las relaciones convierten esa confianza en sospechosa. Así entendida, la asamblea de barrio-distrito es el único lugar en el que la inteligencia institucional se vería, corrigiendo el nacionalismo de Renán, plebiscitada cada día, es decir, vinculada a la confianza natural como premisa de la discusión entre partes que tienen intereses diversos y muchas veces contradictorios.

Según esto, la asamblea disminuiría notablemente la distancia que la Sociedad-Estado ha creado entre convivencia y política. Distancia que ha aupado a los altares jurídico-políticos el concepto de legitimidad. La necesidad de legitimidad remite a una situación original de usurpación del poder, dice Juan Sánchez Torrón en ‘Apuntes sobre el poder’. Qué verdad. La legitimidad es el nombre que toma la necesidad constante de justificar algo aterrador: para la inmensa mayoría de los seres humanos la Política sólo es una palabra que remite incesantemente al hecho de que una ridícula minoría de personas los gobiernan sin su consentimiento. La legitimidad trata de establecer un puente de apariencia racional pero de carácter sentimental entre la institución de poder y la obediencia de los institucionalizados. Y quizá el Estado sea la situación política en la que esa verdad se ha perdido de vista y la legitimidad se convierte en un automatismo justificativo de la hipertrofia del propio Estado. Antes de que ese engrandecimiento del poder estatal haga innecesaria en la Historia de Occidente, una vez más, cualquier apariencia de legitimación, la decisión producida tras la deliberación y la votación en una asamblea destruiría por completo tanto el contractualismo, que no deja de ser un paradigma legitimador, como el maquinismo, que no deja de ser un intento de divinización del Poder. Más que de una revolución permanente, es tiempo de una permanente toma de decisiones.

Óscar