La odisea comenzó justo después de que la música de Wagner aturdiese a los circunspectos invitados reunidos por la constructora Arcadia.
La constructora no era una empresa al uso. Estaba dirigida por el hombre fuerte de El Partido Ernesto Zumendia. Zumendia, un profesional que había pasado por todo tipo de puestos públicos y privados, se había convertido en el fontanero de las nuevas inversiones en una ciudad en plena transformación. La empresa, dedicada a la complicada tarea de desalojar casas antiguas con inquilinos viejos, se había hecho con un dudoso prestigio dentro del sector inmobiliario.
Ese día, en medio de una lluvia pegajosa, cien personas eminentes de la ciudad se habían reunido para observar el inicio del derribo del edificio de la Alameda. Esa casa, vieja, cansada, molesta, era uno de los últimos baluartes que luchaban contra la expansión moderna de la ciudad.
Por eso, los prebostes políticos habían intentado cercarla por medio de la hambruna y ponerle todo tipo de trabas para su reforma. Debía morir de inanición por rebelde, pensaban. Ella, con graciosa valentía, había soportado todo tipo de humillaciones con dignidad, mientras otras edificaciones cercanas –con menos categoría– progresaban y mejoraban su presencia vendiéndose barato.
Los operarios con buzos azules y visibles anagramas en sus espaldas estaban listos para comenzar el acto. La música había dejado de atronar y las miradas se centraban en los miles de globos rojiblancos que subían perezosos desde el foso de separación de la calle. Algunos, los más, empezaron a explotar antes de que alcanzasen el tercer piso. Otro, se atascaron en los distintos salientes de la fachada desorientados, como la vida misma. Los menos, surcaron los cielos grises cuan pájaros sedientos de libertad.
Los primeros picados de la taladradora –una maquina moderna, limpia, amarilla– pretendían ser simbólicos. Querían forzar las paredes del edificio que se resentía como una reina destronada. La dirección, desde la distancia, estaba orquestada por el Alcalde de La Ciudad. A su lado se encontraba la vecina más anciana, una señora de ochenta años que había nacido en la casa y que contaba las duras condiciones de vida de sus años mozos, cuando el simple agua era un bien desconocido en el interior de sus cuatro paredes.
Fue entonces, en medio del estruendo y del polvo, cuando un trozo de suelo de desprendió de repente dejando un boquete de un diámetro considerable. Ante la sorpresa de las autoridades y de las personas encargadas de que el acto protocolario se ejecutara con precisión, apareció un cuerpo blanquecino y deteriorado. El grito de susto de las azafatas se expandió como un reguero de pólvora por el resto de la ciudad.
– ¡Un muerto! –gritaron las chiquillas que sujetaban la cinta separadora entre las obras y la gente. Un silencio sepulcral acompañó a la parada de la maquinaria pesada.
Los guardaespaldas de las autoridades que estaban charlando de forma distendida en la parte de atrás, se avalanzaron hacia la zona sacando inútilmente sus pistolas de la bandolera al tiempo que apartaban a la gente.
– Aléjense, por favor. Dejen paso.
Mientras se agachaban con precaución y observaban el hueco enorme que se había descubierto con el cuerpo, uno de los policías cogió su teléfono móvil y llamó a la central pidiendo ayuda. Sus palabras fueron en clave, aunque todos entendieron su significado sin necesidad de traducción.
– Aquí, Felipe García. Tenemos un X2. Manden a un equipo de investigación.
Al mismo tiempo, entre el desconcierto y el cotilleo, las personas se preguntaban quién era el tipo que yacía en ese infecto lugar.