Asesinato-Capítulo 17

Por Gfg
A las ocho de la tarde se encontraron tomando una copa en una cafetería a la que no entraría ni el séptimo de caballería para escapar de Little Big Horn. Estaba de moda por ser alternativo y juntar a lo más moderno de la urbe, lo que para él significaba lo más decadente e insustancial. Todos se creían algo por el simple hecho de estar ahí.
Eva llegó contenta, sonriente, lo que le hizo ponerse en guardia. Ninguna mujer entra así después de haber sido despreciada la noche anterior, se dijo para sí. El lo sabía muy bien. Algo estaría tramando. Pero le siguió la corriente. El también tenía motivos para sentirse feliz. Navegaba por una especie de ensoñación en la que por algún tiempo el dinero no era su máximo dolor de cabeza. A eso se le sumaba que se sentía de nuevo en la cresta de la ola porque llevaba un caso de gran trascendencia y le permitía husmear en lugares vedados a los de su clase. Encima tenía a una piba bien formada que le metía mucha caña en la cama, pero también en el cerebro, algo que le molestaba más.
– ¿Qué tal en el trabajo?, preguntó él para mostrar interés, aunque la verdad es que le importaba un rábano.
– Bien, bien, pero muy cansada. Cada cosa que emprendemos es realmente complicado en este país. Menos mal que mi jefe es un tío legal y le va la marcha.
Malpartida no conocía a su jefe y tampoco quería conocerlo. Pensaba que cuanto menos intimase, mejor, no fuera que con tanta marcha en algún momento hubiera que romperle las piernas.
– ¿Y en qué estás ahora? –preguntó sabedor de que en un primer momento había que desgastar la energía de su compañera con preguntas, cuantas más, mejor–. ¿Algún chalado con pretensiones de nobel?
– No, con temas de contabilidad. No nos cuadran los números. Algo habitual. Menos mal que somos una entidad financiera porque si llegamos a ser una funeraria, ni te cuento. Pero no quiero pensar en ello hasta mañana. Ya he tenido bastante por hoy. ¿Qué tal tú?
– Como siempre, de un lado para otro sin parar –dijo exagerando un poco para que pareciera más activo de lo que era–. Me ha salido un caso interesante.
Le puso al día de las novedades aunque sin entrar en detalles.
– Qué bien. Así estarás entretenido una temporada – le comentó como dando por hecho que no pegaba un palo al agua, algo que le ofendió un poco–. ¿Y la niña? ¿Qué tal está?
A Eva le pasaba como a él, tampoco le interesaba demasiado ese submundo de degenerados en el que se movía su pareja, y le escuchaba con cierta resignación y paciencia.
Adriana ya no era tal niña, pero a Eva le gustaba llamarla así, como si fuera su madre biológica, cuando no era ni su progenitora física, ni legal. Tampoco moral. Habría que ver si llegaba a la categoría de asistenta.
– Bueno, ya sabes, quejándose de todo. La vida es una mierda y yo debo ser el causante de todos sus males.
El comportamiento de su hija le preocupaba un poco. No mucho, que no era de esos padres obsesionados que controlan todo lo que hacen sus criaturas en un afán de protegerles del exterior. Al revés, prefería dejarle mucha libertad, en parte por convicción; sobre todo, por comodidad. Sin embargo, se daba cuenta de que su hija crecía de manera diferente a la que él había imaginado. De eso se percató desde muy pronto. Quizá el hecho de no estar nunca en casa y de que se hubiera criado con todo tipo de personajillos del barrio había favorecido una evolución independiente y, en gran medida, fría, alejada de su padre. También pudiera ser que su poca comprensión de la mentalidad femenina le hubiera distanciado sin querer, al no entender las necesidades afectivas e intelectuales de su hija.
Estaba claro que la ausencia de una madre no había ayudado para nada en la evolución de Adriana. Y tampoco la presencia de Eva, aunque Eva pensase lo contrario. Su hija sólo mantenía una relación razonable con su pareja para ofender a su padre.
– No te agobies, es la adolescencia que les pone contra el mundo. Todos hemos pasado por ella, dijo con un cierto tono de empatía y preocupación.
Malpartida no estaba de acuerdo. Su adolescencia había transcurrido acompañando a su padre en el reparto de paquetes con la furgoneta. Y esa era una gran diferencia. Apenas había dispuesto entonces de tiempo para sí y para las tonterías que veía. Y cuando lo disponía, estaba agotado.
Malpartida notaba que su hija no quería hacer nada, sólo vegetar por cuenta de su progenitor, como si fuera poseedora de un derecho inalienable. No le motivaban los estudios y había ido suspendiendo sus asignaturas de manera sistemática hasta repetir curso un par de veces. También se había ido separando de sus amigas del instituto que habían continuado en sus respectivos niveles sin apenas mantener lazos afectivos. A partir de ahí se había centrado en su novio, en ese novio peludo al que tenía ganas de echar de casa a patadas.
– Ya, pero está todo el día con el pendientes. Te imaginas el malestar que me produce, ¿no? Y eso no es lo peor, creo que está enganchada a los porros.
Adriana había entrado en el mundo de la marihuana de manera suave, pero continuada como lo hacían la mayoría de los jóvenes a su edad. No era preocupante, no debía ser preocupante, pensaba, aunque sí sintomático de una realidad que a Malpartida se le escapaba.
– ¿Has intentado hablar con ella? En general dialogando se solucionan los temas o, al menos, se suavizan.
¡Qué fácil era decirlo! Sólo los que habían vivido con personas con trastornos de comportamiento sabían que eso no era así, que cuando las conductas se tuercen, el mundo cambia y va a la deriva hasta el extremo.
– He intentado hablar con ella del tema y pasa de razonar, dice que estoy paranoico, que no me obsesione, que le deje en paz, que necesita encontrar su espacio en el mundo, un mundo que, según ella, soy incapaz de entender porque soy un carca. Me lo dice mi hija de dieciséis años que parece que entiende de todo. Hay que joderse.
Probablemente su hija tenía algo de razón, aunque Malpartida lo sentía de otra forma, con un punto de desagrado. En cualquier caso, tampoco iba a volverse loco. Con los años ya espabilaría y, si no lo hacía, peor para ella. La vida era así de cruel y ninguna protección artificial la salvaría por mucho que su padre lo intentara. De eso estaba convencido. Sólo sobrevivían los más fuertes, o los que tenían más enchufes.
En cualquier caso, Ricardo y Eva se fueron pronto a casa de ella. Malpartida a veces la prefería porque era más acogedora, mejor decorada y menos ruidosa. Además, siempre estaba bien surtida de comida, con un frigorífico lleno de ibéricos y quesos, buen vino y mucha fruta. Nada como la barriga de una intelectual. Ambos estaban cansados de lo ajetreado de la semana.