Ricardo Malpartida llevaba apenas cinco horas acostado cuando el móvil sonó con insistencia. El hombre era incapaz de separar su cuerpo incrustado en la espalda de su acompañante. Sus párpados apenas respondían a los estímulos de luz que entraban como serpientes por las persianas, ni a la musiquilla estúpida de su teléfono. Desde luego, su hija se iba a enterar por haberle metido la canción del hortera de Bisbal.
– El teléfono –dijo ella somnolienta–. Contesta o apágalo de una vez.
– Ya va –comentó con la boca seca sin saber a ciencia cierta en qué momento del día estaba–. A ver si lo encuentro.
Malpartida era uno de los pocos detectives de la ciudad. Había trabajado desde la mayoría de edad como taxista y, tras muchas bajadas de bandera y alguna que otra de pantalón, había decidido cambiar el vehículo por la pistola. No le había costado mucho. Sus contactos en los bajos fondos le habían facilitado el correspondiente certificado de aptitud para el puesto.
Además, estaba convencido de que ganaría mucho dinero y que, sobre todo, sería capaz de obtener el respeto de la gente que le rodeaba. La panadera, el limpiabotas, los barrenderos, las fulanas y algún que otro miserable le tenían por un héroe de película. En especial, desde que había salido recientemente en un reportaje en El Periódico sobre la vida de un detective en acción. Por supuesto, todo lo contado era pura fantasía, invención de lo más burda, pero había conseguido ofrecer una imagen de glamour que le gustaba y que era muy bien asumida por los ignorantes de su entorno.
Cuando por fin alargó el brazo para atrapar el aparato, el teléfono ya había dejado de sonar.
– Menos mal que se ha callado –dijo ella–. A ver si otro día lo apagas antes o, al menos, lo pones en silencio.
Antes de qué, pensó Malpartida, antes de entrar en casa, antes de cenar, antes de tomar cuatro whiskies, antes de soltarle el sujetador, antes de desnudarla, antes de meterle la lengua como una comadreja por todos sus recovecos privados, antes de antes. Desde luego, siempre con quejas. Como si no la hubiera hecho feliz por unas horas, e incluso por unos días.
En seguida se oyó el aviso de un mensaje recibido.
– Qué le den –comentó Malpartida mientras sobaba la espalda de la inquilina con sus manos y su miembro erecto rozaba los distintos habitáculos de su compañera–. ¡Todavía lo podemos pasar bien!
Ricardo era un ser anodino. Su vida se centraba en las tías y, en concreto, en su cuerpo. No le importaba ayunar e, incluso, no dormir. Pero lo que más le atosigaba era pensar que se podía acostar otra noche sin tener calor animal a su lado.
Al contrario que a otros hombres, no le atraían los pechos o los ojos o las manos, no. El prefería el trasero en toda su dimensión, con toda su simbología animal que venía de la época de las cavernas. Con la edad, esa fijación se le había atenuado, aunque persistía. Nunca salía con mujeres que no tuviesen un culo redondo y bien formado.
También se había dado cuenta de que a las tías les gustaba que les atacasen por detrás, como una especie de ritual de empalamiento que les excitaba y hacía que se encorvasen agitando sus nalgas. En este sentido, la pistola le había servido de mucha ayuda y le había procurado más de un momento placentero. Había descubierto que a sus compañeras de cama les ponía el tener al mismo tiempo un buen rabo y un hierro del 38 entre las piernas. Esa combinación les estremecía y les hacía llegar al orgasmo con una facilidad que ningún otro instrumento era capaz de igualar.