Asesinato-Capítulo 21

Por Gfg
Llegó a casa dolorido y agotado. Aún así, decidió seguir el consejo de Eva y volver a hablar con Adriana.  No quería sacar ningún tema escabroso, pero de vez en cuando debía hacer un seguimiento de su vida. Su hija y él no eran seres independientes, eran seres entrelazados; convivían, no solo coexistían. Aunque la comunicación nunca había sido muy fluida, había que reconocerlo.
Mientras ella leía la revista inglesa Look tumbada en el sofá, Malpartida comenzó la conversación con cierta inteligencia, agradeciendo los datos que le había buscado el día anterior en internet. La verdad es que nunca hubiera pensado que el ciberespacio servía para algo. La hija le contestó con un gruñido tibio que podía decir tranquilo, no era nada; o lo contrario, me debes una, viejo.
También aprovechó para darle algo de dinero y animarle a que se comprase lo que quisiera, que había conseguido un caso importante y era le momento de darse un homenaje. Eso sí, se le escapó advertirle que se lo gastase en ella y no en su novio. Craso error. Adriana se puso a la defensiva y comenzó a encerrarse –si todavía tenía algo abierto– como una concha.
Pero Malpartida –quizá por los efectos del whisky y su molestia general– no quería que se escabullera y le comentó que debía tomar en serio su vida, que nadie se la iba a resolver, ni ahora ni nunca, desde luego su padre, no y mucho menos el imbécil de su novio.
Fue consciente de que se había propasado con el adjetivo, pero había sido imposible evitarlo. Se iba calentando por momentos. Era algo que le superaba y le hacía perder los estribos.
Eso fue definitivo para Adriana. Se levantó del sofá, tiró la revista al suelo y se dirigió a su habitación mientras gritaba, remarcando con todas sus fuerzas, que su novio no era un imbécil, era un ser especial que la quería como nadie le había querido nunca, mucho más que él, que no hacía más que pensar en sí mismo, e infinitamente más que la cobarde de su madre que había huido a Marruecos. Tras esas palabras se hizo un silencio oscuro. Y continuó, antes de dar un portazo, diciendo que ambos eran felices, que tenían una vida intensa, nada burguesa, y no necesitaban de nadie, ni siquiera de él. Que si quería se iba de casa y lo dejaba en paz. Total para lo que servía como padre.
No fue agradable. Estuvo a punto de darle un bofetón pero se refrenó. No hubiera servido de nada. Sólo para que le odiase aún más. Cogió las llaves y se fue a dar una vuelta. No tenía rumbo fijo. No quería ir a casa de Eva porque igual le decía que se metiese su pedagogía barata por donde le cupiese. No, se quedó por las callejuelas del barrio. Estaba indignado, dolido, abatido. No entendía la falta de respeto, la indiferencia, incluso la ordinariez de su hija. A él nunca se le hubiese pasado por la cabeza algo parecido. Y eso que su infancia no fue fácil, que tuvo un padre exigente que le obligaba a trabajar, y que no quiso que estudiase nada. Era algo que no le perdonaba porque, a poco que hubiese acabado la secundaria, hubiera sido capaz de mejorar su vida con menos esfuerzo. Aún así se había formado en las bibliotecas públicas. En cualquier caso, no le guardaba rencor alguno, eran otros tiempos, y tampoco era un hombre con excesivas luces. Bastante había hecho con sacarle a él y a su hermana de la miseria, su pobre hermana que había muerto joven estúpidamente.
Con la que sí tenía más resentimiento era con su madre, que había pasado media vida cuidando a otros niños y descuidando a los suyos. No era lógico, aunque ocurría en muchos casos en personas que se preocupaban de otras. A veces se había planteado si su madre había querido más a los niños ajenos que a los propios, como si hubiera querido escapar de su vida a través de otras vidas. Aun así, la había respetado porque era consciente de que la existencia no es fácil nunca y, en especial, en la orilla de la pobreza. Al menos, él había sabido avanzar y seguía una conducta, si no modélica, al menos digna. Pero esta hija suya se llevaba la palma de la ingratitud. Tenía todo y parecía que carecía de lo imprescindible. Y eso que no había mencionado la palabra drogas. Sin duda, también eso influía en su comportamiento.
Entre cerveza y cerveza se fue acercando al Local. No había querido acabar ahí, o eso se decía, aunque según bebía se iba acercando adonde se encontraba Rhía, una de las mujeres con las que había compartido más de una desgracia. Rhía era de origen paraguayo y llevaba un largo recorrido entre las trastiendas de la ciudad. Como meretriz dejaba bastante que desear, pues su cuerpo se había ajado por los abusos y por el maltrato, pero era una de las personas más bondadosas y entrañables que había conocido. Ese día no quería estar con ella como en otras ocasiones, para echar un polvo, sino que deseaba compartir unos momentos sin sentir que era examinado.
Así que la esperó. Sabía su horario, conocía sus costumbres. A eso de las tres de la madrugada salió del local y se fueron juntos a dar una vuelta. Ella estaba cansada, con el gesto desencajado y el maquillaje desdibujado, sin retocar. Sin embargo, en cuanto vio a Malpartida, le cambió el rictus de la cara y se le abrió una franca sonrisa. Se besaron.
Ricardo le cogió la mano desde el principio como si fuera suya. La necesitaba en aquellos instantes y ella lo sabía. Ya había ocurrido en otras circunstancias. Estaba desolado, de esas desolaciones totales que de vez en cuando azotan a los seres humanos sensibles y que los dejan a la deriva. En esos momentos aciagos, algunos se refugian en la familia, otros en las drogas, los menos en la perversión. Malpartida, en Rhía. Había mucha complicidad entre sus miradas.
Ella escuchaba sin apenas decir nada. El se resentía de la vida, de lo poco que le amaba su hija, de lo mucho que se había sacrificado por los demás, de lo estúpido de una existencia que se deslizaba sin pena ni gloria hacia la penumbra.
Ella callaba y le hablaba a través de la mano, de esa mano que había acariciado su cuerpo en interminables noches, pero que nunca se había detenido, puede que por desidia o puede que por respeto. El decía que no deseaba continuar así, que era insoportable seguir viviendo con alguien que ni siquiera le miraba a la cara. ¿Y Eva?, preguntó Rhía rompiendo su silencio. ¿Porque no te vas a vivir con Eva? Ella te quiere.
¿De veras le quería? Era mucho decir. ¿O simplemente le aguantaba? No, no estaba preparado para vivir con nadie de forma estable. Quizá solo amaba a esa mano paraguaya que no jugaba ningún papel en su vida. O igual sí jugaba, un papel de madre, de una madre que tuvo pero que no ejerció, una madre con sexo esporádico. Nada más.
El no contestaba apenas. Era como si su cerebro se hubiera encallado en una roca y dejara de funcionar con el sonido de sus pasos. Andaban. Andaban por una ciudad llena de almas quebradas como las suyas. La noche les envolvía. Apenas había gente, sólo algunos profesionales dedicados a limpiar las aceras o a vigilar los edificios públicos.
Caminaron sin descanso, sin detenerse más que a encender sus cigarrillos, hasta que Rhía sintió que Malpartida podía volver a la realidad de su vida sin destrozarse más y sin destrozar a nadie. Entonces fue cuando le dijo que necesitaba ir a su casa, que el día había sido agotador, que quería dormir.
Ricardo le acompañó hasta el edificio en el que se alojaba junto con otras compañeras, y la dejó en su portal. No quiso subir. Tampoco fue invitado. Mejor  así. Después con paso cansino se acercó despacio al rascacielos, subió y se tumbó en el sofá desvencijado de la oficina, mientras el fracaso de su vida todavía le empañaba la vista.