Asesinato-Capítulo 26

Por Gfg
Tras picar unos pinchos en una tasca cercana, hizo la llamada. Quería averiguar cuál era la relación del editor con su inquilino. Resultaba improbable, pero podía ocurrir que el dueño hubiera encargado asesinar al ocupante que se oponía a dejar el apartamento o que pedía mucho dinero por abandonarlo.
Le fue imposible dar con él. Parecía un hombre muy trabajador. Le dijeron que estaba de viaje por Iberoamérica. Le dejó un mensaje y le rogó que le respondiese lo antes posible, que era urgente, que tenía que ver con su apartamento en La Ciudad.
Después, decidió que debía entrevistarse con Guillermo Mato. Su intervención en la iglesia lo ponía en primera fila de los interrogados. Tras su mujer, era quien más había convivido con su hermano. La dificultad estribaba en cómo llegar a su persona. No parecía un hombre abierto y no contaba con ningún contacto cercano, a pesar de ver su teléfono en la agenda. Si le llamaba directamente, le rechazaría. Fue entonces cuando decidió hacer uso de la influencia de la viuda. Le pidió a Mónica Barandiarán que le abriese las puertas para un encuentro cara a cara con él. La contestación le llegó casi de inmediato con una llamada a su móvil. La reunión la tendría esa misma tarde en El Club.
Aprovechó la conversación con la viuda para pedirle que le explicase la actitud de su cuñado en el funeral. No supo o no quiso decirle nada. Le comentó que ya que iba a estar con él, mejor que se lo contase de primera mano. Era una buena idea aunque le hubiera venido bien acudir con más información.
También le insistió para que le pusiese en antecedentes y le situase al hermano. Por lo que le adelantó por teléfono de forma vaga, Guillermo Mato era el hermano pequeño de Angel, un buen hermano. Habían sido uña y carne en su juventud hasta que la vida los había separado. Angel había asumido el papel de hermano mayor, con unas obligaciones muy determinadas y con una vocación clara y contundente. El cuñado, por razones temperamentales o de otra índole, se había quedado en un segundo lugar, aunque también era un conocido investigador.
La aproximación a Guillermo Mato fue difícil. El cuñado era un hombre reservado, lleno de tics y con una actitud a la defensiva. Parecía que no le gustase hablar con la gente o, al menos, que no le gustase hablar con todo tipo de gente. Estaba seguro de que sólo le había recibido como un favor personal hacia Mónica Barandiarán; de lo contrario hubiera sido imposible.
– Muchas gracias por atenderme –le dijo mientras curioseaba la madera que empanelaba el salón y los grandes cuadros que lo adornaban.
– No hay de qué. El telefonazo de mi cuñada fue muy persuasivo. Parece que le tiene en estima. Es usted detective, ¿verdad?, preguntó mientras le observaba con detenimiento.
– Sí, estoy investigando el asesinato de su hermano para una compañía de seguros –mintió sin saber muy bien por qué, pensando que su cuñada no le habría dicho la verdad, aunque no estaba seguro.
– Ignoraba que hubiera un seguro de por medio. Bueno, es de imaginar. Mi hermano siempre fue muy previsor. Un gran hombre.
– Claro. Y es por eso que me gustaría ayudar a encontrar al asesino. En este sentido, sus palabras durante la ceremonia me han impresionado mucho.
– Sí, han causado bastante impacto entre el público. Era lo que quería conseguir –comentó mientras tamborileaba con los dedos.
– ¿Por qué? ¿Podría explicarme el trasfondo de lo que decía?
– Mire, caballero, no hace falta que le explique que éste es un país de cobardes e hipócritas. Mientras eres útil, todos te alaban y te hacen la reverencia, pero cuando fallas o dejas de interesar, se olvidan de ti. Y eso no sería lo peor, sino que comienzan a vengarse. Sobre todo, aquellos que más recibieron. Por eso, el otro día quise reivindicar a mi hermano que tuvo muchos defectos, pero que fue un hombre entregado y generoso. No como los que se sentaban en aquellas primeras filas.
Guillermo Mato era una persona tímida, pero según iba cogiendo confianza se convertía en un hombre agradable, bastante irónico y dotado de una cierta fraternidad. Eso le gustó a Malpartida.
– Pero usted habló de cosas concretas, de flaquezas. ¿A qué se refería? –le interrogó concentrando su mirada en las finas manos que ejercían un cierto magnetismo.
– Usted todavía es joven para pensar en el ocaso, pero todos los hombres, a cierta edad, sufrimos por la cercanía de la muerte. Nuestros ideales, nuestras ilusiones ya no tienen sentido. Se han conseguido o se han perdido para siempre. Mi hermano fue un hombre ambicioso, inconformista que siempre quiso marcar las pautas. También algo fanático y manipulador, no se lo niego. En los últimos años había ido abandonando la ciencia y se había ido involucrando en la política aun más. Se había radicalizado. Ese comportamiento desmesurado hizo que muchos no quisieran continuar con él. Era demasiado polémico.
– ¿Qué tipo de radicalización? –preguntó pues hasta el momento no lo había visto así.
– Político. Buscaba la independencia de El País por todos los medios.
– Perdone que discrepe–comentó Malpartida relajado–. Eso tampoco es tan novedoso en esta tierra.
– Ya, pero él era un científico reconocido y, como bien sabrá, los investigadores viven de las subvenciones de los gobiernos y de los patrocinios de las empresas. A nadie le interesa el conflicto. Todos ellos fueron cortando el grifo de las ayudas y, poco a poco, su nivel de investigación se redujo y bajó de categoría.
– Entiendo, pero como mucho eso le hubiera podido amargar la vida, no matarle.
– Sin duda, el asesinato no tiene una vinculación con eso, pero usted me ha preguntado por el discurso en la iglesia y yo le he informado de los motivos. La mayoría de los que estaban ahí le habían negado su forma de vivir. Para un científico, eso es la muerte en vida. Y no se lo merecía.
– Quiere decir que sufrió una especie de rechazo social. Pero, en cualquier caso, ¿quién puede tener interés en asesinarle? –inquirió mientras un camarero rellenaba sus copas y colocaba unos cacahuetes.
– Mi hermano no ha dejado de levantar ampollas en todos los círculos que frecuentaba. Era demasiado franco y disfrutaba con la polémica. Además, apenas tenía escrúpulos si pensaba que el fin lo justificaba. Eso hacía que tuviera sus partidarios y sus grandes detractores.
– Pero ¿enemigos como para cometer un asesinato?
– No, no lo creo. Usted va a oír muchas historias sobre mi hermano. No sé si será capaz de distinguir la verdad de la mentira. Ni yo mismo soy capaz del todo.
– ¿Cuál es su teoría?
– Sospecho que fue un simple robo, sin más. Solía manejar mucho dinero porque no utilizaba las tarjetas de crédito, y quizá algún ladrón le vio sacar cierta cantidad del banco, le siguió y lo mató mientras visitaba a alguien en ese edificio.
Parecía como si no supiese que tenía una vivienda propia. Era el momento de averiguarlo.
– ¿Sabía usted lo de su segundo apartamento?
– ¿A qué apartamento se refiere? –me dijo con cara extraña.
El detective le contó, sin dar detalles escabrosos, que había alquilado una vivienda hacía algún tiempo en el edificio derruido de La Alameda. Le extrañó, pero no sabía nada al respecto. O se hizo el ignorante.
Malpartida aprovechó los últimos minutos para preguntar por la relación entre el señor Mato y su mujer. Se tomó su tiempo para contestar. Parecía como si una parte de su ser quisiera obviar la pregunta y concluir la conversación, y otra parte fuera proclive a seguirla.
Según el cuñado, su hermano y su cuñada habían sido una pareja modélica en la que ambos se habían entregado el uno al otro. Eso se había reforzado por el tipo de vida que llevaban en distintos países. Pero no quiso profundizar más. Ignoraba la razón, quizá por prudencia o pudor, pero no quería continuar la conversación en esa línea. Probablemente le parecía poco elegante contar a un desconocido las intimidades familiares, algo que no ocurría con el chófer.
– ¿Qué pasó con el hijo? ¿De qué murió el niño? –preguntó Malpartida de manera más abrupta de lo que hubiera deseado.
Guillermo Mato se sintió incómodo, como si el pasado se le hubiera echado de nuevo encima con todo su peso y su dolor:
– De un terrible accidente.
Un atardecer, estando en la Universidad de Ann Arbor, su hermano salió con su hijo de excursión. Estuvieron paseando por el bosque y recorrieron distintos caminos. Cuando estaban llegando a una zona frondosa, se metieron en lo que parecía un sendero abandonado. Había oscurecido bastante. Estaban cansados En el momento de cruzarlo, un tren pasó a toda velocidad y se llevó al niño.
– Dios mío –exclamó Malpartida–. ¿Y no vio ni oyó nada que le advirtiera del peligro?
– Por desgracia, no. Mi hermano era muy despistado, veía mal y siempre estaba con la mente en sus investigaciones.
Aquello fue terrible para el padre, pero también para la madre. Cuando llegó a casa sin Alfredo, su cuñada sufrió una crisis de ansiedad y tuvo que ser hospitalizada. Cayó en una depresión de la que tardó años en recuperarse.
– ¿Y su hermano?
– Mi querido hermano dejó de vivir como el resto de los seres humanos, se encerró en sus libros, en sus descubrimientos, en sus patentes, en todo lo que pudiera hacerle olvidar ese despiste absoluto e irreparable. Y creo que se convirtió en un ser extremo y extravagante como una forma de defensa contra el exterior. ¿Cómo se puede vivir con una carga así? Es por eso que yo le perdono muchos de sus comportamientos. Sé que él ya no fue nunca más él mismo. Se desubicó de por vida.
Malpartida vio que Guillermo Mato, con esta última disertación, se iba apagando como las luces del tren que había arrollado al niño en un atardecer cualquiera, en una ciudad cualquiera de Michigan. Se despidieron en silencio.