La dirección era correcta. El chófer había cumplido con su palabra y Francisco se había ganado el aguinaldo de Navidad. Aún así, no cantaba victoria, todavía había que esperar a la entrevista.
La mujer vivía en una zona deprimida de la ciudad. Su casa estaba desconchada y las sábanas colgaban por la fachada como banderas de miseria. Para llegar al portal había que bajar unas escaleras desiguales y recorrer un ligero jardín con gatos despatarrados. Por lo que sabía, vivía con un marido, vago perdido, y con uno de sus hijos, vago redomado.
Malpartida se había convertido en vendedor de seguros. Esa era una profesión que solía visitar los edificios en busca de incautos clientes o persiguiendo pagos atrasados de pólizas. De esa manera, no despertaba demasiada atención. En cualquier caso, el detective tuvo la prudencia de visitarla cuando suponía que no tenía compañía.
Desde el primer momento, Malpartida puso en la mesa una foto de Mato. Ella la miró de forma inexpresiva. Ignoraba quién era en realidad y a qué había venido esa persona, pero no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad.
– Hablaré si me da dinero. En caso contrario, puede irse de vuelta por donde ha venido.
Malpartida odiaba que le chantajearan de primeras, pero era consciente de que la situación de la mujer no era especialmente saludable. Por otra parte, le hacía gracia que, por extrañas coincidencias del destino, el dinero de la viuda pudiera servir para alimentar de nuevo a la amante.
– De acuerdo. Trescientos euros por sus memorias –contestó irónico, aunque ella no captó la comicidad.
Rosario López era una mujer de unos cincuenta años, pelo rojizo, ondulado, piel muy blanca, con pequeñas pecas y muy delgada. Despertaba con sus gestos ciertas sensualidad natural que se trasmitían por una mirada intensa, a pesar de que sus ojos no eran especialmente bonitos. Llevaba un minúsculo brillante en el dedo.
Había conocido a Mato hacía varios años mientras trabajaba en las oficinas de una empresa del Parque Tecnológico. Los primeros intercambios fueron simples gestos galantes en los que un hombre maduro se fijaba en una mujer relativamente joven y llena de frescura. Ella se había quedado impactada de que un hombre de su talla se hubiera parado a charlar con una administrativa de tercera categoría. Meses después había mandado a su chófer a recogerla e invitarla a una conferencia divulgativa que pronunciaba en la Academia de las Ciencias. Eso había hecho mella en su persona. De ahí, poco a poco habían ido pasando a otro tipo de relación más íntima.
– Pero Mato tenía problemas.
– ¿De qué tipo?
Dudó un poco.
– De erección.
Para Rosario, Mato era un hombre apasionado pero su cuerpo ya no jugaba en la misma división, y tenía que utilizar todo lujo de productos químicos como el viagra para estimularse. Eso no era un problema porque la medicina hacía milagros, pero al principio le había causado un cierto complejo. Con el tiempo se había acostumbrado e, incluso, solía hacer comentarios jocosos sobre su alto rendimiento.
– ¿Sabia que no era la única mujer?
– No con certeza, pero me lo podía imaginar. Al final el chófer y yo nos hicimos amigos. Tantos viajes y tantos ratos juntos producen esas cosas. A él se le escapaban comentarios en los que afirmaba que el matrimonio hacía años que no funcionaba, que dormían en habitaciones separadas, que se mantenían por el interés y por guardar las formas ante sus familiares y amigos, todos ellos muy burgueses y muy católicos, que ella estaba enferma de la cabeza, y que él se había convertido en un viejo cascarrabias.
A Rosario todo eso le daba igual, aunque pensaba que a ella le trataba diferente. ¿Quién era para frenar a una eminencia como Mato? Tenía todo, mujer, dinero, reconocimiento.
– Yo era una parte minúscula de su vida, lo sabía, pero Mato era una parte fundamental de la mía, en la que me sujetaba, con la que me evadía de la miseria en la que me había tocado vivir. ¿Qué hay de malo en todo esto? Los dos éramos adultos, los dos buscábamos lo mismo, cada uno a su manera. Y nunca le decepcioné o le traicioné, se lo aseguro.
– Usted buscaba dinero –contestó Malpartida enojado por esa visión tan inocente de ella misma.
– Dinero, sí, pero sobre todo atención porque las mujeres necesitamos que nos quieran. Quizá los hombres no lo necesiten, no lo sé, pero nosotras sí. Y en eso era muy bueno el doctor, al menos conmigo.
– ¿Y su marido no sospechaba nada?
– Mi marido sabía lo que pasaba. Es más, le complacía que mantuviera una relación con un hombre destacado de la sociedad. El quería vivir a cuenta del científico.
– Entonces, ¿podría ser el asesino?
– Qué va. ¿Por qué? No le interesaba que muriera. Era como un seguro de vida. Así no tenía que trabajar en la acería. Con lo que yo conseguía daba para ir tirando.
La conversación siguió durante un buen rato más. La mujer comentó que hacían mucha vida en el piso, ya que no podían salir a la calle juntos. Allí tenían sus cosas, sus libros, su música. Sólo, de vez en cuando, quedaban fuera y se hacían los encontradizos. Pero era peligroso y él no quería.
– ¿Hasta cuándo estuvo con Mato?
– Hasta la semana anterior a su muerte. Yo le veía preocupado. Me dijo que no le comprendía nadie, que le estaban persiguiendo, pero que él era más listo y más fuerte que los demás, que sólo era cuestión de tiempo que le reconociesen lo que estaba haciendo. Ya no le volví a ver y nadie me avisó de lo ocurrido, ni siquiera el chófer. Mi marido me informó cuando leyó la prensa.
Según Rosario la policía no le había investigado. Le parecía raro y los esperaba en cualquier momento.
– No lo crea, son demasiado burócratas. Les falta la imaginación suficiente para resolver un caso, se burló Malpartida.
La espalda se le había agarrotado en esa triste cocina. Tenía que irse. En cualquier momento llegaría el marido y tampoco era cuestión de introducirle en la conversación. Le dijo que pasase por su oficina para recoger el dinero, que si no estaba, preguntase por el portero.
Al menos, había descubierto el modus operandi de Mato. Las deslumbraba con su talento, las seducía con su chofer y su dinero, y se las tiraba con su viagra. No estaba mal para un hombre al que le temblaba el pulso.