Francisco la estaba asustando con sus modales groseros y sus manos sucias. Cuando la reconoció vestida de calle, hizo un gesto de satisfacción: era la mujer regordeta de la cofia que trabajaba en la casa de Mónica Barandiarán.
La asistenta, Susana Cuevas, se había acercado voluntariamente a su oficina porque estaba muy preocupada. Al principio, no supo definir claramente esa preocupación. No era por ella, era por su señora. Estaba enferma y creía que todo lo que estaba pasando no iba más que a incrementar su desdicha. Por eso venía a verle, por intentar minimizar el impacto que esta investigación podía provocar en ella.
– Apenas puedo hacer nada –contestó el detective–. Todo este ruido lo meten los demás, yo no, se lo aseguro.
Cuevas no era una persona cultivada, pero sabía aplicar la lógica y, en su mente, todos eran culpables del circo que se había montado entre periodistas, jueces, policías, detectives y demás gentuza.
– Algo de razón ya tiene, pero no soy yo el más indicado para recibir sus quejas. Sería mejor que hablase con la inspectora Barredo. Quizá ella le pueda ayudar.
No le importaba la inspectora. Ya había sido interrogada en su momento y apenas había dicho nada que pudiera servir para clarificar el caso.
– Lo que quiero es proteger a la señora de malas experiencias.
Quería que Malpartida conociese de primera mano que la viuda no estaba del todo en sus cabales. No era algo derivado de la muerte de su marido, como podía pensarse, sino que venía de atrás.
– Lo sé, conozco lo que sucedió con su hijo, y lo que supuso para la familia, se adelantó el detective.
Cuevas agradeció el comentario que le ahorraba explicaciones y siguió diciendo que ella no había vivido aquel momento, pero sí las secuelas que arrastraba a lo largo de los años hasta el presente.
– Depende para todo de las pastillas que le suministra una farmacéutica de la calle Garay.
Para Malpartida no resultaba tan extraño pensando en las consecuencias para su propia salud la acción de Adriana.
– Una tragedia así no se supera sin medicación. Otra cosa son la duración del tratamiento y la permanencia de las secuelas, dijo el detective.
Barandiarán tomaba prozac para dormir y prozac para levantarse. Fluoxetina para almorzar y fluoxetina para cenar.
– Pero va a más. De hecho soy yo la que suele recoger las medicinas. Algunas incluso sin receta.
– ¿Y su marido? Algo sabría. ¿No le importaba?
La asistenta estaba decepcionada con Mato. Opinaba que el difunto había decidido separarse de su mujer tras el accidente. Sin embargo, su larga enfermedad le había impedido tomar la decisión en su momento. La única forma de escapar había sido centrarse en su carrera profesional que a su mujer poco le importaba.
– Tras la muerte del niño, casi nunca le acompañó a ningún acto. No se sentía con fuerzas ni con ganas. Y eso que está llena de vestidos y de joyas que él le regalaba con generosidad. Sólo cuando se estimulaba con pastillas. Entonces era una mujer divina, genial, llena de esplendor.
A Malpartida le había parecido elegante, guapa con un toque misterioso que ahora lo achacaba a los fármacos. Aprovechó para preguntar por las relaciones que mantenía Mato con otras mujeres. Lo hizo de manera suave, para que ella misma se animase a hablar.
– Entiendo que tuvo que dolerle mucho las ausencias de su marido, ¿verdad?
La mujer no dejaba de mirar por la ventana cuando dijo que no, que creía que ella no era totalmente consciente de que su marido le engañaba con otras mujeres. Mucha gente lo sabía, en especial el chófer, pero también su cuñado Guillermo que había tenido que cubrirlo en más de una ocasión, a pesar de lo mal que se llevaban.
– A ella le gustaba hurgar en sus cosas, pero no tenía conciencia real de lo que estaba pasando. Creo que era más una dependencia emocional que otra cosa. Se había creado una película que se escapaba a la realidad. Como si viviese en otra dimensión.
Malpartida se acordó de la agenda y de todos los símbolos que no había conseguido descifrar. Algo había intuido entonces.
– Pero eso no fue lo peor. El tratamiento con antidepresivos durante años cambió su personalidad hasta obsesionarse con la belleza.
Era una paradoja porque, por un lado, no quería vivir pero, por otro, le importaba su estética. La obsesión comenzó al regreso a la ciudad. Habían pasado muchos años en el extranjero y, al volver, tuvo la impresión de haber avejentado de repente. Ya no era la mujer joven y ligera que había salido con su marido en busca del éxito y del mundo. Volvía mayor, sin descendientes y con un marido ausente la mayor parte del tiempo.
– Fue entonces cuando cayó en las manos de un cirujano plástico que atisbó su locura y decidió aprovecharse de ella.
En aquella época habían comenzado a ponerse de moda las intervenciones de estética en la ciudad. Era cuestión de ir a una ópera y ver a medio palco desfigurado por las sevicias que los doctores habían hecho. Las mujeres parecían haber asumido que iban a morir con una piel tersa, al menos del cuello para arriba.
Una amiga le introdujo en ese mundo. Así fue como comenzó una carrera de intervenciones en donde su fisonomía y su belleza innata se transformaron en una especie de monigote de frente estirada, nariz recortada, pómulos afilados y labios abultados.
– Cada año se hacía alguna intervención con la mala suerte de que, en una de ellas, sufrió una complicación que le dejó cerca de la muerte –dijo Cuevas.
Aun así no escarmentó. En su locura se enamoró platónicamente del cirujano. Su marido, indignado, decidió demandar al médico. Esa causa fue muy comentada en los corrillos profesionales porque el carnicero no era apreciado por sus malas artes y por haberse aprovechado de la quiebra psicológica de la señora para su beneficio personal. Mato arruinó parte de su negocio, aunque se recuperó pronto cambiando de ciudad y de víctimas.
– ¿Tiene alguna idea de por qué quiere descubrir al asesino de su marido?
– ¿Acaso usted no lo haría? Piense que estuvo viviendo con él cuarenta años. Se dice pronto. A pesar de todo lo que ha pasado, ella ha construido toda su vida en relación a él, le amaba y, quizá él también a su manera. Es normal que quiera saber qué ha pasado. Cualquiera haría lo mismo.
Se despidió mientras le rogaba la protegiese y le evitase cualquier noticia negativa que le pudiera alterar.