Asesinato-Capítulo 34

Por Gfg
Mónica Barandiarán le invitó de nuevo a su piso. Quería hablar con él urgentemente. Hacía tiempo que no tenía noticias de sus pesquisas y deseaba saber cómo iban.
Malpartida se acercó con un cierto sentimiento de culpa. Aunque había dedicado bastante tiempo a buscar indicios y seguir pistas, lo cierto era que todo lo que sabía no aclaraba la situación suficientemente, sino que la complicaba. Además, había que tener en cuenta que lo que conocía no era precisamente muy halagüeño para ella. ¿Cómo iba a contarle el comportamiento de su marido? No le quedaba clara la relación con su marido, aun con las palabras de Cuevas. Tampoco sabía a ciencia cierta si era conocedora de que vivían vidas separadas. Y ahora que había descubierto todo sobre la desgracia de su hijo, tampoco se encontraba con fuerzas para echarle en cara que le hubiese ocultado información. La medicación que ella tomaba distorsionaba cualquier análisis racional.
Por otra parte, no llegaba a entender por qué quería que descubriese al asesino. Podía haberlo dejado a la policía y seguir su vida. Y ella podía estar enferma, pero no era tonta. Era consciente de que cuando alguien abre una puerta, siempre vendrán otras y no siempre del mismo color. ¿Entonces? El seguro de vida tampoco daba ninguna pista. El marido le había contratado una póliza de seguro para caso de fallecimiento por trescientos mil euros. Era mucho dinero, pero a ella no le faltaba nada.
Malpartida supuso que quería vengarse de alguien, aunque era incapaz de descubrir a la persona y la motivación. No parecía que fuera de Guillermo con el que mantenía relación, ni tampoco conocía a nadie directamente implicado con la mujer. Todo era bastante confuso.
Cuando entró en la casa, tras saludar a la chica de la cofia con un guiño cómplice, se fijó en su cara de la viuda. Estaba claro que no era la suya originaria, que había sido intervenida varias veces como había dicho la asistenta. Su estiramiento no era natural, ni los labios, ni los pómulos. El cuello delataba la edad, aunque lo llevaba tapado con una pahsmina.
– ¿Ha podido avanzar en alguna dirección segura? –le preguntó cortésmente sentados en el salón.
La respuesta no era fácil. Debía explicar y omitir al mismo tiempo.
– Es un asunto espinoso de verdad, señora. Llevo días siguiendo distintas pistas, y cuanto más me acerco, más siento que me estoy alejando.
Mónica Barandiarán le miró con ojos severos. No quería ni pensar cómo habrían sido los de su marido.
– Pues yo pago mucho dinero para que las dudas se transformen en realidades. ¿No lo cree así?
Malpartida era consciente de que se había metido en una reunión complicada de la que le iba a costar salir.
– Por supuesto, pero sepa usted que ni la policía tiene claro la motivación del asesinato. Su marido era un hombre admirado por todos –mintió como un cosaco– y parece imposible que alguien haya querido hacerle daño. Mi hipótesis más fundamentada tiene que ver con un robo. Como están las cosas con el desempleo, no es tan raro. Su marido era un hombre que manejaba dinero con cierta regularidad y puede que alguien le siguiese los pasos y lo matase.
– ¿Y qué hacía en ese edificio? ¿Tiene alguna idea?
El detective sabía eludir preguntas bastante bien, pero no se sentía con fuerzas como para mantener una mentira continuada durante mucho tiempo.
– Tenía un amigo, un sociólogo, un tal Nieto que vivía en ese bloque. Por lo que parece, solía quedar con él para charlar sobre temas políticos. Ya sabe lo metido que estaba en esas historias.
Mónica Barandiarán asintió con la cabeza.
– Era un gran hombre que se dejaba embaucar por cualquiera. Ahí estribaba su debilidad. No saber decir que no. Como cuando le invitaron a formar parte de El Gobierno. Yo no quería por lo que suponía de exposición pública y crítica constante a lo que hacía, pero él dijo que sí, que había que ayudar a construir El País. Y ahí estuvo unos años.
Malpartida conocía parte de esa historia, aunque ahora matizaba mucho más los ideales del marido y los resultados de su labor.
Cuando finalizó la conversación, que duró más de una hora, la mujer le dijo como de pasada:
– Le voy a pedir un favor personal, que abandone el caso. Creo que no fue una buena idea comenzarlo. Puede que sea una buena idea acabarlo ya.
El detective se quedó helado. No esperaba esta reacción. Dinero y prestigio se iban al garete. Sin encargo, no había caso ni recompensa. Todo lo que había hecho, no servía para nada. Pensó en su hija y lo que había pasado por su culpa; se acordó de los banqueros que volverían a cerrar las garras sobre sus bienes; se acordó de Francisco al que debería pagar como pudiera sus servicios; y se enfadó consigo mismo por el abono de unas memorias que no irían a ninguna parte.
¿Tenía esta decisión algo que ver esto con los avisos de Trajano y con la presión que se cernía sobre la investigación, o era sólo una manifestación del desequilibrio de la viuda? No lo sabía.
Tal fue su mueca de disgusto que la mujer le dijo:
– No se preocupe, lo que le adelanté no voy a pedir que me lo reintegre. Me refiero al resto. Lo dejamos estar y en paz.
Malpartida no creía que fuera justo lo que decía, pero no recordaba haber firmado ningún contrato, por lo que no tendría adónde acogerse. Por lo demás, tampoco era cuestión de ponerse como un basilisco con una persona que no estaba bien de la cabeza.
Se despidió sin una queja, como un caballero. Mejor. Así debía haber sido desde el principio. No debía haber aceptado el caso. Aún con todo, se dijo para sí mismo que continuaría. Ya no lo hacía por la mujer que nunca le había caído demasiado bien, ni por el difunto que se veía que era un anormal de mucho cuidado. Ahora lo hacía por venganza. Quería vengarse de aquellos que habían jugado con su vida y la de su hija. Y se iban a enterar, que no hay nada peor que un detective despechado.