Asesinato-Capítulo 5

Por Gfg
La señora estaba sentada mirando la pared, esa pared descolorida repleta de flores gigantescas que tendían a salirse de un tiesto imaginario. A pesar de las espectaculares vistas del edificio, no parecía interesarse por nada que no fuesen sus pensamientos más íntimos. Era como si la porquería que le rodeaba no le estuviese causando ninguna emoción, ni siquiera negativa. De hecho, cuando Malpartida entró en el recinto, ella no se inmutó. Ni giró la cabeza, ni dijo nada. Por eso, Ricardo pudo observarla durante unos segundos sin ninguna distracción.
Tendría unos sesenta años, cara morena, sensual, algo abotargada, como fustigada durante décadas por una toalla húmeda. Vestía impecable, conjuntada, con una combinación de ropa de marca, complementos de marca y joyas de marca, aunque quizá con un toque algo forzado por tanta etiqueta.
Tras excusar su tardanza y las presentaciones de rigor, le dijo la razón de su presencia en su despacho. Su marido, el catedrático Anjel Mato, había desaparecido hacía una semana y había sido encontrado muerto el día anterior. Ella estaba destrozada.
– Lo he leído en la prensa. ¿Por qué no vino a verme antes? Quizá hubiera podido evitarlo, comentó Malpartida haciéndose el interesante.
– Es culpa mía –contestó apesadumbrada–. Cuando ocurre una cosa así, no sabes muy bien cómo actuar. Creí en la policía. Me aconsejaron que esperase unos días mientras ellos investigaban. Pensaban que sería cosa de horas, que estaría enfermo o perdido en algún sitio. Total para nada. Está muerto. Muerto. Es por eso que ahora no he dudado y me he presentado aquí sin avisar.
Malpartida le agradeció la confianza y le pidió que le contase cosas de su marido, de sus últimos momentos juntos, de todo aquello que entendiese pudiera servir para comprender lo sucedido y comenzar la investigación.
Mónica Barandiarán comenzó a hablar sin demasiado orden. Estaba tranquila pero con una mirada caótica. Según Barandiarán, Mato era uno de los científicos más eminentes de El País. Especializado en energía había estudiado en Estados Unidos su doctorado y había dirigido los más importantes centros de investigación europeos del ramo. Tras un largo periplo por distintos lugares, había regresado para hacerse cargo de La Agencia de la Energía, una de las tantas sociedades públicas dependientes de El Gobierno que, entre otras funciones, se dedicaba a mejorar el uso racional de esa materia prima.
Tras unos años apasionantes en esa actividad, junto con sus tradicionales clases en la facultad de ingeniería y sus conferencias en universidades nacionales y extranjeras, se acababa de jubilar como profesor emérito con 70 años. Había sido muy sentido su retiro. Incluso sus compañeros le habían organizado la típica cena de despedida en donde le regalaron un reloj de oro con sus iniciales.
En verdad su marido era un hombre importante dentro del mundo científico de El País, por otra parte tan corto en eminencias. Lo había leído en El Periódico, y eso que los periódicos cada vez decían más falsedades.
– Ha tenido que ser un asesinato, comentó con indignación.
La mujer, entre miradas altivas y compungidos suspiros, le describió como un hombre humano, trabajador, serio con una mente superior. Era un hombre religioso, muy amante de su familia, muy entrañable.
Ricardo ya había vivido situaciones similares de gente desaparecida de sus casas y la situación era siempre muy parecida. Lo que ocurría es que no eran personas ricas, sino más bien pobres. En muchos casos fueron simples huidas pasajera por cansancio o por enfados entre cónyuges, o entre padres e hijos. En otros, los menos, había ocurrido algún tipo de agresión física que solía desembocar en un cadáver solitario oculto en riachuelos o descampados.
– Además, ¿por qué iba a suicidarse ahora que llegaba un momento de calma en su ajetreada existencia? –preguntó.
Tal vez por eso, justamente, se dijo para sí mismo Malpartida, porque iba a tener que convivir con ella, lo que probablemente no había hecho en décadas.
En cualquier caso, desde su ignorancia, le interrogó sobre los últimos chequeos médicos realizados que hubieran podido descubrir alguna enfermedad oculta, o sobre la obligada jubilación con su consabida crisis de edad que le hubiera podido arrastrar a una incierta depresión.
– No. Estoy segura. Mi marido era un hombre extraordinariamente fuerte. Había sufrido en la vida y había demostrado su valor en otros momentos difíciles. No lo creo. No había motivos. Y, en cualquier caso, me lo hubiera contado. Nosotros somos de esas parejas que nos decimos todo desde siempre, incluso aquello que nos disgusta. Ese era nuestro pacto de amor. Ningún secreto. Pocos puede decir tanto. Por otra parte, yo hubiera intuido algo. Las mujeres somos capaces de presentir esas cosas, ¿no lo cree usted así?
La opinión de Malpartida sobre el género femenino no era muy imparcial. Pensaba que las mujeres, con intuición o sin ella, podían ser tan malas o peores que los hombres. Alguna muestra de ello ya había sufrido en sus propias carnes.
– Entonces, ¿quién ha podido querer matar a su marido?–, le preguntó escéptico.
– Lo ignoro completamente. Mi marido se acababa de jubilar tras muchos años de trabajo al servicio de la comunidad. No creo que tuviera ningún enemigo; siempre había ayudado a otros, preparando tesis, facilitando contactos, avalando a nuevos hijos de compañeros para distintos puestos públicos o privados. De lo que estoy seguro es de que su muerte no ha sido voluntaria.
Su marido era un hombre extremadamente cumplidor, según su mujer. No era posible que hubiera desaparecido sin dejar ningún mensaje, excepto en contra de su voluntad. Esa no era su forma de actuar.
– Todo ha sido muy rápido y extraño, dijo misteriosa.