Desconocía las razones por las que había aceptado el caso. Exageraba. No las ignoraba del todo. Le disgustaba mentirse a sí mismo. Odiaba a la gente que se engañaba constantemente. Desde luego no fue por compasión porque la señora, a pesar de la edad, a pesar de la elegancia, a pesar de la educación, y quizá por todo ello, le produjo una mala impresión, era demasiado prepotente aun sin querer serlo, como si no fuera de fiar.
Desde luego necesitaba dinero, mucho dinero para poder pagar las deudas que se iban acumulando en los últimos meses. El negocio no marchaba bien. Los casos que llevaba apenas servían para cubrir los gastos básicos. Debía pagar oficina, casa, comida y ropa, con créditos que había contraído con desigual ligereza para pagar a su vez oficina, casa, comida, ropa; la misma oficina, casa, comida y ropa que estaría pagando hasta su jubilación, y que seguiría pagando tras su jubilación gracias al sistema bancario.
Pero, sobre todo, debía costear las nuevas necesidades de su hija, una hija adolescente a la que amaba con locura y odiaba con igual intensidad. Esa hija, Adriana, se había convertido en su única razón de existir y eso, en esos tiempos locos, significaba un pozo sin fondo de gastos.
Porque Adriana no era una niña sobria de los años ochenta e incluso noventa, no; era una criatura del nuevo milenio con inmensas necesidades que, encima, hacía lo que le venía en gana y que, para colmo, en los últimos meses había comenzado a salir con un impresentable de melenas –tres pendientes en la oreja y uno en la nariz– que no hacía más que gruñir, beber cervezas budweiser y magrearla a gusto. Que él lo entendía pues era hombre, pero hasta cierto punto ya que se trataba de una niña de dieciséis años, no de un fulanita de veinte.
Pues bien, a esa hija que vestía a la última en La Tienda, que salía todos los fines de semana hasta las tantas, que invitaba a casa al vago de su novio y le vaciaba la nevera; a esa niña le había regalado un Apple último modelo para que pudiese conectarse con la adesele a su jodida red de amigos; a esa adolescente le había comprado también el i-phone con la innecesaria cámara fotográfica y demás artilugios cuya mensualidad abonaba religiosamente; a esa criatura le había puesto canal+ en la televisión de su cuarto para que siguiese sus insustanciales películas –y el novio sus aburridos partidos de fútbol, que ni él mismo veía– sin que fueran molestados.
Total que el pobre detective no hacía más que fastidiarse trabajando para que la hija tuviese todos los caprichos habidos y por haber. Aún así, no le importaba, se trataba de su hija, y estaba convencido que era lo único que había hecho con cierta categoría, a pesar de que su madre los había abandonado.
Y para que pudieran salir adelante con dignidad había pensado más de una vez en cambiar de profesión por tercera vez en su vida y pasarse a la de escolta, que esos guardaespaldas sí que cobraban bien, con sueldo fijo, y que se tocaban la vaina, porque mucha amenaza terrorista, mucho walkie-talky en la oreja, pero nunca pasaba nada. Sin embargo, un detective como él se la jugaba constantemente, pues cualquier descerebrado le metía un navajazo en el estómago o le rompía el cráneo con una barra de hierro cuando menos se lo esperase, desde el quinqui de barrio hasta el marido malhumorado que había sido cazado en renuncio.
Por eso fue, sin duda, porque necesitaba dinero, mucho dinero y esa mujer lo tenía, le sobraba, se notaba a la legua que no haría reparo en gastos. El talón, firmado ante sus ojos, había sido definitivo. De hecho, se arrepentía de no haber subido más sus honorarios y haberle puesto otro cero a la oferta.
También porque, si conseguía resolver el caso, lo cual estaba todavía por ver, le daría fama y, como tonto no era, sabía que eso supondría portadas en los periódicos o entrevistas en la televisión, y posteriores clientes, ya que éste era un país de copiones y todo el mundo seguía la moda de los poderosos y de los ricos.