Asesino creído

Publicado el 06 noviembre 2013 por Deusexmachina @DeusMachinaEx

Creo que mi principal problema con la sobre-explotada franquicia propiedad de Ubisoft es que me sobra la mitad. Para mí, Assassin’s Creed, su grandeza (por llamarlo de algún modo si es que en algún momento la posee), aquello que la hace diferente de otros títulos de aventuras, se genera a raíz de mostrar momentos y situaciones relevantes de la historia de la humanidad que de uno u otro modo han ido moldeando de distintas formas la cultura de diferentes civilizaciones hasta nuestros días. Ese hacer un repaso histórico contando ciertos hechos tal y como tuvieron lugar, además de darse el gusto de añadir la pizca exacta de ciencia ficción para no hacernos olvidar que estamos ante un videojuego con identidad propia y no una clase interactiva de historia. Pero sí, lo cierto es que para mí Assassin’s Creed, desde la primera entrega, pierde todo su sentido desde el momento en que Desmond Miles y su lucha con Abstergo entran en acción. Paradójicamente, este neoyorquino es el eje principal sobre el que gira todo el entramado de macroconspiraciones; alguna excusa tendrían que tener en Ubisoft para poder devolvernos a las cruzadas o a la Italia renacentista, digo yo. Como supongo, también, que precisamente por esa razón, la única que realmente me chirría y por lo que se ve la razón por lo que todo debería cobrar sentido, la pentalogía de esta hermandad de asesinos se me hace tan cuesta arriba en algunos momentos.

Lo cierto es que, dejando de lado al bueno de Miles, quien sinceramente, repito, me la trae al pairo, lo que sucede dentro de ese chisme que tiene la capacidad de meternos en la piel de nuestros antepasados mediante la memoria genética, me gusta. Si quitamos el sobrante, lo que aflora tras esa fina capa de despropósitos argumentales, es un precioso viaje a trocitos de nuestro propio pasado en el que visitamos y conocemos entornos perfectamente recreados y un sinfín de personajes a los que bien vale la pena prestar atención. Ahora bien, si me centro única y exclusivamente en Assassin’s Creed como videojuego en su sentido más básico, lo siguiente que me ensombrece cada uno de sus arranques es esa extrema dedicación que pone la desarrolladora en enseñarnos a jugar. Y lo siento, pero me parece de un absurdo tremendo que tras cinco entregas sigan esperando que esté dispuesto a tragarme un par de horas de prólogo/tutorial/aleccionamiento-para-tontos mientras que su mecánica sigue siendo la misma de hace casi seis años. Cuando además, esa misma introducción es tan superflua y hasta cansina. Aunque he de reconocer que todo eso ha cambió con Assassin’s Creed 3. O no tanto. Pero la verdad es que esas dos horas de introducción fueron los mejores momentos de toda mi aventura.

Después de cerrar de una vez por todas la trama del gran Altair y observar al mismo tiempo cómo Ezio, rompebragas de profesión en su juventud, evolucionaba con el paso de los años y por una serie de catastróficas desdichas en un sabio maestro asesino, tan letal con su daga como con su lengua, la saga dejó Europa para cruzar el charco y ser partícipes de la importantísima y trascendental guerra de la independencia americana. Y claro, la primera en la frente. Soy el primero al que la ambientación de la época entusiasma. Me pirra la idea de ser parte importante en el nacimiento de toda una nación independiente y azotar donde más duele a la represión armada impuesta por la corona inglesa. Como también, ansiaba involucrarme con personajes como George Washington, Benjamin Franklin o John Adams. Lástima que todo lo demás sólo sucediera en mi cabeza.

El principal problema de Assassin’s Creed 3, porque son varios y demasiado importantes como para no tenerlos en cuenta, es la localización. En otras lides, véase Red Dead Redemption, todo esto encajaría a la perfección, pero la Boston de 1770 se trata del lugar menos adecuado donde llevar a cabo ningún argumento medianamente interesante para un personaje adicto a las alturas. De Revelations se dijo en su día que no era acertado el que todo transcurriera en la Constantinopla del Imperio Otomano por la sencilla razón de que era una parte de la historia que no interesaba demasiado. Al menos, a este lado del globo. Bien, pues supongo que contarán más las hazañas militares y diplomáticas de un tipo con peluca que presta su rostro para planchar billetes, que los inicios de la leyenda de Suleiman I, uno de los impulsores de la ciencia, el arte y la filosofía en Europa, con el que tenemos contacto cuando era poco más que un retaco, a la sombra de su abuelo, el sultán Beyazid II. Además de contar a sus espaldas con uno cuantos años más de historia, claro.

Quizá sea yo, que veo a la franquicia de Ubisoft con ojos de romanticón viejuno y me deleito con su misticismo. El caso es que todo cuanto nos muestra Assassin’s Creed 3, mejor llevado, habría dado más de sí. Porque una nación con apenas doscientos años de historia también tiene mucho donde rascar. Pero en lugar de eso, me encuentro con un conflicto de intereses plano y sin nada que aportar en el que se deja de lado, nuevamente, la vida y posterior aniquilación de nativos americanos. En algún momento de la aventura se nos intenta inculcar la idea de que el Sr. Washington no es tan benévolo como aparenta, y todo queda en que no son más que discrepancias ideológicas con un mismo fin. En esto estoy de acuerdo, sólo que esperaba ver un poco más ese lado oscuro de los padres fundadores. La razón real por la cual Connor debe hacer de chico de los recados en lugar de combatir su propia causa justa, tal y como se nos muestra en sus primeros compases, y no verse obligado aferrarse a un finísimo hilo de esperanza que supone el mal menor sin ser conocedor de las consecuencias.

Cambiamos la Florencia del renacimiento, sus calles adoquinadas, recovecos con oscuros secretos y obras arquitectónicas que hablan por barrizales, edificios de dos plantas y el bosque más repetitivo que recuerdo. Dejamos atrás una imponente Roma cargada de dramatismo y gobernada por la familia número uno en contar medias verdades, y deambulamos entre la espesa nieve a la espera de que algún script haga saltar a un lobo sobre nuestra yugular. Nos olvidamos de una región donde oriente y occidente convergen culturalmente para atravesar a la carrera amplísimas calles que no llevan a ningún sitio diferente al que hemos visitado hace veinte minutos. Assassin’s Creed siempre ha sido sinónimo de belleza y libertad. Esa misma libertad que daba la posibilidad de cruzar una ciudad como Venecia sin tocar el suelo, sintiéndote como un depredador que otea el horizonte en busca de una nueva presa. Una minuciosa colocación de elementos jugables transformados en edificios que a gritos te pedían ser escalados simplemente por el placer de lanzarse desde lo más alto para volver a subir. Tu parque de atracciones particular atiborrado de obstáculos en el que era raro llegar a cansarse de repetir una y otra vez la misma acción. Lo controvertido de todo esto viene cuando uno se sorprende al darse cuenta de que lleva quince horas corriendo a ras de suelo de un lado para otro de Boston, la frontera (nombre que recibe el salvajemente grande trozo de terreno vacío que separa ambas ciudades) o Nueva York porque, simplemente, es más rápido y efectivo. Y eso, señores, no es Assassin’s Creed. Ni siquiera es divertido.

La primera entrega tenía muchos, infinitos defectos de diseño que lastraron una posible experiencia sin igual, y parece ser que desde entonces en Ubisoft se han emperrado, y mucho, en redimirse por ello. Lo que no podría esperar es que lo hicieran añadiendo cientos, miles de objetivos secundarios que poco o nada tienen que sumar, y una vez realizado por primera vez cada uno de ellos, hay que poner demasiado de nuestra parte para seguir haciéndolo: la búsqueda de plumas en honor al hermano pequeño de Ezio de Assassin’s Creed 2; devolver a la vida la hacienda, el hogar de éste y su familia; restaurar el orden de toda una ciudad como Roma. Todo ello era algo que tenía su razón de ser. El fondo de todo aquello, apoyándose en lo majestuoso del entorno, empujaba al jugador a pasar horas muertas para conseguirlo. De vuelta a la última entrega, todo ello se reduce a un inmenso vacío real de posibilidades jugables más allá del desastroso guion que nos azota el trasero a toda prisa. Es una falla de ritmo brutal para un título que vive de ello. Pero el periplo de Altair me atrajo por algo bien distinto: la recreación de una batalla milenaria entre lo humano y lo divino. Ese poner en entredicho y sin remilgos a cuantas religiones hiciera falta en pos de contar una única y aplastante verdad: la suya.

El contexto en esta saga lo es y ha sido todo, y no es fácil pasar de ser un espectador de lujo en acontecimientos de auténtica relevancia para toda una civilización, que participar en un momento, crucial, sí, pero muy concreto de una nación muy pequeña en comparación como lo es Estados Unidos. Una franquicia que desde siempre se ha mantenido al límite de lo políticamente correcto para coquetear con algo tan escamoso como la religión y ha conseguido reflejar el lado más bello de la cultura, dejando a su paso un sinfín de personajes que a lo largo de los años se han convertido en auténticos mitos, con sus leyendas y hazañas, sus vergüenzas y dramas. En este último punto, obviando por completo que Leonardo DaVinci sólo hay uno, lo más parecido que me encontré fue a un Benjamin Franklin que, aparte de intentar y no lograr aportar un toque de majadería al asunto desde la lejanía que supone ser considerado sobre el papel como alguien tan secundario, está tan lejos del polifacético, brillante y no menos enloquecido florentino en su representación, que resulta casi un insulto a la memoria de Ben.

Altair tenía sus ideas muy claras: vivía por y para el credo. Fuera de eso, se mostraba como un asesino despiadado y frío pero igualmente minucioso y contemplantivo en sus acciones. El carisma del que fue dotado Ezio Auditore lo convirtieron en uno de los personajes de nuevo cuño más queridos de esta generación. Supongo que culpa de ello lo tiene la propia Ubisoft al habernos hecho viajar durante tanto tiempo en su compañía y observar cómo poco a poco iba perfilando su personalidad, de niña a mujer. Un personaje con el que hemos sufrido, reído, sentido y en algunos momentos, hasta llorado. Ahora nos encontramos con Connor, un nativo americano del que nada se sabe nunca, jamás. Y no es que no se intente, sino que sus motivaciones no llegan a ningún puerto porque ni él ni el equipo que lo creó las conocen. Lo mismo lo vemos jugándose la vida por salvar a su gente, que siendo el pagafantas del general Washington. Un personaje sin ideas fijas que unas veces se mueve por venganza, pero que en otros casos hace de recadero para el primero que se le cruce como si le debiera la vida. Una persona volcada con la idea de batallar contra la corona inglesa y comprometida con la revolución al que en algunos momentos parece que sólo le importa la liberación de su pueblo.

El propio juego nunca acierta a mostrar la auténtica motivación de un personaje que siempre parece buscar su propia identidad y nunca deja de ser un simple peón, lo que se refleja automáticamente en nosotros, como jugadores, quienes tenemos que echar tierra sobre los agujeros que se crean una y otra vez. Como Assassin’s Creed, su tercera entrega numerada es a todas luces deficiente. Resulta, de hecho, un tanto irónico que la zona de la frontera se trate de un copia/pega constante, repetitivo hasta vomitar, pero a su vez sea donde mejor se mueve el propio protagonista, y por ende, donde más Assassin’s Creed se siente y por supuesto, cuando el jugador mejor se lo pasa. Cierto es que, de lejos, se trata de la reiteración que más y mejor pulidos ofrece todos los elementos que han mantenido a la serie en liza todos estos años. Lo que no quita que, precisamente por ello, dé unos alarmantes visos de agotamiento.

Agotamiento, sí. Unos síntomas demasiado evidentes que viene arrastrando desde que Ubisoft decidiera transformarla en una saga anual. Una, que desde sus inicios, aún con todas sus (muchas) taras, presentaba ideas realmente cojonudas que auguraban un futuro brillante. Es triste ver cómo una nueva franquicia cae por su propio peso, o el de quienes la dirigen, “tan solo” seis años después de su nacimiento. Assassin’s Creed 3 muestra todas las carencias, multiplicadas por diez, de un producto nacido por y para agradar a un tipo de consumidor muy específico y conducido no por el mimo del artista, sino por el ansia carnívora de quien preside una mesa de accionistas. Los mismos que lloriquean y gimen y despiden con su implacable dedo acusador mientras culpan a la piratería y la segunda mano de una bajas ventas sin darse cuenta de que tienen entre sus manos el epítome de la basura comercial que nos tiene el suelo de la industria hecho unos ciscos.

Para ustedes El Caribe y Chicago. Yo me quedo a vivir en Los Santos.

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