Así es el hostal Ostello Bello, en Milán

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Quizá yo no debería comenzar a escribir esto diciendo que Milán no me encantó. Me parece una descortesía con la ciudad que me recibió por ocho días, pero quizá sí deba decirlo porque en el hostal Ostello Bello me sentí como en casa, aun estando tan lejos de la mía y en un lugar que no me terminaba de hechizar. Creo que la culpa de esto la tiene Madrid, la ciudad a la que iría justo después de Milán. Era en Madrid donde yo quería estar. Eso nos pasa mucho a los viajeros, la mente está en un lugar y el cuerpo en otro, y algunas veces coinciden. Podría extenderme mucho más de cómo fue que Milán y yo nos conocimos y no nos entendimos, pero de eso voy a escribir después. Vamos a quedarnos en el hostal, en ese sitio cálido, en ese piso 2 donde quedaba mi habitación, que era como un refugio donde todo estaba bien. O hablemos de esa copa de vino tinto con la que me recibieron nada más al llegar, porque venía del aeropuerto desde Luxemburgo y bajo lluvia por calles que no conocía y que me hablaban en otro idioma. La copa de vino tinto y una sopa caliente que me trajo el ánimo al cuerpo, mientras varios cenaban ya y alguien tocaba el piano. Era jueves, creo. Y así me recibieron en el hostal, se llevaron mi maleta, me buscaron una toalla seca y caliente y luego, me llevaron a mi habitación.

Pensé que eso podía ser cuestión del primer día. La bienvenida. Pero ese cariño de recibimiento perduró durante los ocho días y no era exagerado. Solo era. Cualquiera dispuesto a contestar lo que sea, cualquiera perdiéndose en conversaciones, contándonos la vida en Bérgamo o en Caracas, dándome un paraguas para mis caminatas sin orden, enseñándome las rutas nocturnas para llegar a la parada a tiempo una madrugada, esa en la que me fui a Madrid. Diciéndome que aquel vino era mejor que este, que esta cerveza me gustaría más, que probara el aperitivo en tal lado, que podía sentarme a trabajar en la cocina o en el bar del sótano que estaba vacío durante el día. Estaban ahí cuando preparaba pasta, cuando compartía algunas frutas. Y es que mis días en Milán, que fueron lluviosos, transcurrieron mucho este lugar. La ciudad también, pero más aquí.

Hay dos Ostello Bello en Milán y yo me quedé en el de Vía Medici. Podría parecer medio enredado para llegar, son calles y callecitas estrechas, pero nada que no se resuelva con Google Maps y el sentido de ubicación que te van regalando los días. Al entrar, un espacio lleno de mesas de colores, un piano, muchos carteles, un bar, muchos detallitos para ver. Al fondo, la recepción, todas las respuestas a tus preguntas. Tiene cinco pisos y cincuenta camas. Cada nivel tiene una terraza y sillas de colores que no pude aprovechar mucho por la lluvia. Arriba, la cocina y uno está acostumbrado a llegar a un hostal y que te digan que tienes espacio para guardar tu comida o que puedes tomar lo que ya otros viajeros han ido dejando, pero aquí el hostal pone a tu disposición varios productos al día para que puedas cocinar. Claro que abunda la pasta, en cualquier presentación, pero también cereales, vegetales, yogurt, jugos, mucho café y té. Un lindo gesto. El Ostello Bello es un espacio amable, cómodo, quizá un poco ruidoso por las noches, pero ¿cómo no hablar alto en Italia? ¿cómo no dejarse llevar por la emoción que da el vino tinto? La noche en que me tocó salir de allí, a las dos de la madrugada para tomar un bus era un miércoles y no me sentí sola: había varios bailando una canción de Enrique Iglesias como si fuese salsa. Adoro a los italianos.

Como en todo buen hostal, hay habitaciones privadas y compartidas. Yo dormí en una de seis camas, tenía un gran locker, una llave electrónica que solo daba acceso a mi piso y las áreas comunes. El baño estaba dentro de mi habitación y nunca me hizo falta buscar otro. El desayuno está incluido y es bastante completo: frutas, jugos, cereales, huevos, fiambres, quesos, galletas, café, té, etc. La cena también está incluida, solo por dos horas, y al mejor estilo italiano, siguiendo la cultura del aperitivo tan famosa en Milán (y en algunas otras zonas del norte de Italia) y es que pagas por una bebida y tienes derecho a comer lo que quieras que esté disponible en el menú. Obvio, en la ciudad, irse de aperitivo es lo más normal y los hay de todos los precios posibles. Desde 5€ hasta unos mucho más elaborados por 10€, 15€ o 20€ Aquí cuesta 4€ y vale muchísimo la pena.

Mientras estuve en Milán e iba contando el viaje en vivo por las stories de Instagram, muchos de los que me siguen se dieron cuenta de lo bien que me sentí en el Ostello Bello, así que lo recomiendo a ojos cerrados y con cariño, porque supo abrigarme cuando la ciudad estaba fría y distante. Así que pasen, revisen, comparen precios y si les parece costoso, lean bien todo lo que ofrecen, porque cada dólar pagado, lo vale.

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