Chica trabajaba y yo escribía. Había una ventana, condenada al fuego, que daba a la calle. Junto a ella, una mesa camilla con un mantel en el que florecían hermosas rosas rojas. En esa mesa, clavándome las espinas, escribí todos los poemas de Sparrings y de Sembrando hogueras y algunos de mis relatos. Desde esa ventana arrojaba las bolsas con los desperdicios al contenedor de la basura que se encontraba justo debajo. Ya sé que estarás pensando que menudo cerdo estoy hecho. Nada de eso. Cruzando la calle, en un hueco inverosímil en la fachada del edificio de enfrente, un hueco de ladrillo y hormigón, gazapo del arquitecto, cubierto de mantas y de mugre, dormía un chaval portugués de no más de dieciséis años, rostro aniñado y mechones de pelo sucio tirando a rubio. Él se encargaba de abrir la tapa del contenedor todas las noches. A cambio, le daba dinero o tabaco o las dos cosas. Me caía bien. Me recordaba mucho a mí mismo a su edad, cuando, en palabras de mi madre, andaba siempre al debalu, esto es: fuera de casa, sin rumbo, durmiendo donde cuadrara y procurándome el desayuno, al descuido, en los despachos de pan y leche.
Chica trabajaría para traer dinero a casa en tanto yo me dedicaba, sencillamente, a escribir a jornada completa. Como hago ahora. Como llevo haciendo estos últimos quince años. Ese fue el comienzo. Con Chica. Nuestra casa, en un primer piso al que se llegaba a través de las crueles murmuraciones de los buzones y de la densa polvareda que levantaba la carcoma al digerir la ruidosa madera de unos desgastados, quejumbrosos y traicioneros escalones más viejos que el andar a gatas, era una vivienda pequeña, sucia y miserable, una covacha a la que su anterior inquilina, una solterona con unos pezones como corchos de grandes y serios problemas de sobrepeso, muy serios, amargada de la vida y con una expresión de asco permanente, menos cuando chumaba, en su ya de por sí desagradable careto, había echado abajo los tabiques, con el propósito, digo yo, de ganar en amplitud y claridad.