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Precisamente desde Hong-Kong se presenta Drifting (Jun Li, 2021), que participó en la sección Big Screen Competition del Festival Internacional de Cine de Rotterdam, y que adapta la historia real de un grupo de personas sin hogar que fueron violentamente expulsadas de las calles de la capital, y decidieron demandar al Ayuntamiento. Habitando una zona bajo los pasos elevados de Sham Shui Po, la película se acerca a las circunstancias políticas en torno a esta demanda, pero sobre todo ofrece un retrato de la vida en la calle de estas personas que por diferentes circunstancias se ven obligadas a convertir el asfalto en su hogar. El rodaje tuvo lugar en el mes de noviembre de 2019, justo en el momento de mayor apogeo de las protestas sociales en Hong-Kong y, aunque éstas no se muestran explícitamente, esa necesidad de rebelarse contra una sociedad impuesta sobrevuela durante toda la película. El problema es que la narración se hace demasiado discursiva, hay mucho diálogo que trata de explicar (casi como si los espectadores necesitáramos ser guiados), lo que disminuye la eficacia de su interesante propuesta.
Dentro de la sección Tiempo de Historia de la Semana de Cine de Valladolid 2021, el documental My childhood, my country: 20 years in Afghanistan (Phil Grabsky, Shoaib Sharifi, 2021) consiguió el Primer Premio ex-aequo con la producción india Writing with fire (Sushmit Ghosh, Rintu Thomas, 2021). Phil Grabsky recogió el premio el pasado sábado lamentando que su co-director no pudiera asistir porque estaba atrapado en la ciudad de Kabul, donde se han cerrado los vuelos internacionales. El realizador británico se encontró por primera vez con el joven Mir Hussain, cuando aún era un niño, y retrató su vida en el documental The boy who plays on the Buddhas of Bamiyan (Phil Grabsky, 2004) que consiguió, también, el Primer Premio en la sección Tiempo de Historia de la SEMINCI. Posteriormente, volvió a componer una retrospectiva sobre la vida de este joven en The boy Mir (Phil Grabsky, 2011), que recogía diez años de grabaciones sobre su familia, quienes vivían en las cuevas de Bamiyan destruidas por los talibanes. Esta nueva incursión en la vida de Mir Hussain compone por tanto una trilogía, por el momento, que ofrece una visión de Afganistán desde el punto de vista de sus habitantes.
La mirada de Mir Hussain que narra su propia historia, ya convertido en un profesional que trabajaba como operador de cámara para una cadena de televisión, no ofrece una lectura estrictamente política de un conflicto que ha durado veinte años y ha llegado a un desenlace parcial con la retirada de las tropas internacionales y el regreso de los talibanes al poder. El director presenta al espectador el contexto geo-político a través de noticias y fragmentos de periódicos que narran con sencillez todo este largo proceso, lo que sirve como una ambientación narrativa a la historia personal del propio Mir. Su actitud, desde la juventud alegre en la que se desprendía la esperanza de que la llegada de las tropas norteamericanas conseguiría llevar la prosperidad y la estabilidad a la zona, contrasta con el pesimismo y la decepción cuando, ya casado y con hijos, aborda la pérdida de su trabajo debido a la pandemia del coronavirus y el regreso de los talibanes a Kabul. En realidad, My childhood, my country: 20 years in Afghanistan no es exactamente una continuación de los documentales anteriores, sino una especie de recapitulación de la trayectoria vital de un joven que solo ha conocido su país en medio de un constante conflicto bélico. Y para el que la paz se ha convertido en una utopía casi imposible de alcanzar.
La producción coreana Unboxing girl (Soo-jung Kim, 2020) nos introduce en el mundo de las empresas en Seúl, y especialmente en la solo aparente incorporación de la mujer a los puestos de responsabilidad. La protagonista Young-jin (Lee Teakyung) trabaja como subdirectora en una empresa de diseño, pero cuando hay que elegir a un nuevo jefe de equipo, el director general decide promocionar a Jun-seol (Lee Sanghyun), un joven que apenas tiene experiencia y que asume su primer trabajo de responsabilidad. La película por tanto se perfila como una crítica en forma de comedia a la incapacidad de las empresas para reconocer el trabajo de las mujeres, y aborda algunos tópicos sobre la importancia del aspecto físico que se exige a las trabajadoras femeninas mientras que en los masculinos apenas se tiene en cuenta. Esto se refleja incluso a través de situaciones que pueden parecer absurdas, como cuando la protagonista se ha ausentado varios días del trabajo, angustiada por la presión, y cuando regresa el director general le dice: "No voy a despedirte porque vas muy bien vestida". Esta percepción de la apariencia es incluso asumida por las propias mujeres: "La gente piensa que siempre estoy tramando algo porque suelo ir bien vestida", afirma una compañera.
En esos momentos en los que la directora y guionista lanza una mirada irónica, la película consigue el equilibrio adecuado entre la comedia sutil y la crítica social. Pero en casi todo el metraje hay una sensación de una realización floja, un trabajo técnico de bajo presupuesto, con una fotografía plana y sin apenas textura, que coloca a la película en un terreno casi amateur. El ritmo es desequilibrado, con una primera parte especialmente sosa en la que el guión se centra en la relación entre Young-jin y Jun-seol, que acaba resultando excesivamente larga en una historia que alcanza las dos horas sin necesidad. Unboxing girl retoma el vuelo cuando el guión deja a un lado la de por sí conservadora historia de amor entre los protagonistas para acercarse al entorno laboral. Pero para entonces el desinterés ya se ha apoderado del espectador.
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También se aborda la discriminación de género en I don't fire myself (Lee Tae-Gyeom, 2020), otra producción de Corea del Sur en la que a la protagonista no solo no se le reconoce el trabajo, sino que es directamente marginada por sus propios compañeros. Jeong-eun (Yoo Da-in) es una administradora técnica que, en un intento porque renuncie ella misma a su puesto, es enviada por sus jefes a una empresa subcontratada que se dedica a reparar torres eléctricas, y que se encuentra en un pequeño y solitario pueblo. Es un pequeño negocio que depende principalmente de su relación con la empresa matriz, cuyos recortes económicos les coloca siempre al borde del despido. El encargado y los tres trabajadores de esta subcontrata reciben a Jeong-eun también con desprecio, sobre todo porque piensan que enviarles a una mujer no es un buen augurio para su futuro.
Para la protagonista, el paso de la gran ciudad a ese pequeño pueblo supone también un descenso emocional, la pregunta constante de qué ha hecho para merecer ese trato. Ni siquiera tiene la posibilidad de ejercer su posición como técnico, sino que debe incorporarse al exigente trabajo físico que llevan a cabo sus compañeros. El director Lee Tae-Gyeom se centra en el personaje principal con una mirada sutil que muestra un proceso de evolución que la hace asumir que ella misma es la única que puede construir su propio destino. Pero el proceso no es fácil, porque el sistema se ha creado a favor de los empresarios. Cuando se plantea denunciar a la empresa, se da cuenta de que el procedimiento puede tardar hasta tres años, sin tener siquiera la seguridad de que la justicia le dará la razón. Y en ese tiempo su empresa puede hacerle la vida imposible.
Seo Choong-sik (Oh Jung-se), uno de sus compañeros, que también trabaja en la pequeña tienda de comestibles para ganar un sobresueldo, se convierte en una especie de mentor, y le describe una visión pesimista de su situación. "En nuestro trabajo podemos morir de dos formas: electrocutados o por una caída. Pero para nosotros ser despedidos también es una forma de morir". De alguna manera, Jeong-eun acaba encontrando puntos en común con esos trabajadores, y ese descenso a un infierno laboral se convierte en un espacio en el que encuentra cierta comodidad. El director describe las interacciones entre los personajes con efectividad, sin caer en el drama fácil, y aunque el clímax pueda ser algo discordante con esa mesura de la que hemos sido testigos, lo construye como catalizador del crecimiento personal de la protagonista. Su ascenso a la torre de electricidad no es solo físico, sino que encierra una profunda aceptación como ser humano.
Por su parte, la película de Bangladesh The salt in our waters (Rezwan Shahriar Sumit, 2020), que participó en la Competición Ingmar Bergman del Festival de Gotemburgo 2021, establece una contraposición entre la vida tradicional de un pequeño pueblo pesquero y la llegada de un joven escultor con mentalidad más urbana. El director debutante Rezwan Shahriar Sumit consiguió una beca de Berlinale Talents en 2008 gracias a un documental que realizó con la cámara de un amigo, y ha estudiado cine en Nueva York, donde actualmente reside. Por tanto, su formación cinematográfica es más occidental, lo que se refleja en su mirada inquieta hacia su propia tierra, que también le coloca en esa posición de "extranjero" que tiene el protagonista.
El enfrentamiento que provoca la llegada de este escultor, al que el presidente de la comunidad de pescadores acusa de ser el responsable de la falta de pesca por su creación de imágenes que molestan a Alá, es la base principal de esta historia en la que se contraponen ciertas tradiciones basadas en la religión como caldo de cultivo para la ignorancia y el control de las personas. En este sentido, la película se desarrolla por un camino que resulta ya conocido, y que aquí se hace algo maniqueo. Pero el director tiene una capacidad especial para extraer la belleza del entorno, para componer planos que resultan hipnóticos. Y acaba siendo una películas muy bella en la parte formal pero poco certera en lo narrativo.
Sección NETPAC
Al final de la película The single tumbler (Sumathy Sivamohan, 2020) se hace referencia a la expulsión de 75.000 musulmanes del Norte de Sri Lanka en 1990 por lo militantes separatistas, los Tigres, durante la guerra civil. Pero las tensiones entre la religión católica, la musulmana y la budista, que es mayoría, continúan hasta la actualidad, y recientemente el gobierno propuso la prohibición del burka, después de un atentado reivindicado por el grupo yihadista Estado Islámico (EI) que se cobró 270 víctimas durante la celebración de la Pascua en 2019. La historia se desarrolla durante la posguerra, cuando los separatistas tamiles fueron derrotados, pero todavía persiste una división interna en una sociedad que aún no ha curado sus heridas. Laitha (Sharmini Masilamani) regresa a su país tras varios años emigrada a Canadá, pero encuentra una familia en la que aún persiste el trauma de la desaparición de su hermano Jude, especialmente en la personalidad de la madre, que se aferra las ideas de traición por parte de una vecina, a la que acusa de ser la causante de la denuncia contra su hijo.
La película está rodada con sencillez casi teatral, planos fijos en escenarios únicos en los que a veces la cámara en mano se acerca a los personajes, en un estilo semidocumental. Hay cierto aire amateur tanto en las actrices como en la propia planificación, pero está lograda la intención de reflejar una mirada interior, una especie de crisis de identidad, en la que los conceptos de religión, comunidad y familia están expuestos desde la mirada de la persona desplazada, que tiene ya un punto de vista diferente, como el de la propia directora, cuya experiencia vital se refleja en el personaje de Laitha. Sumathy Sivamohan es profesora de inglés en la Universidad de Peradeniya, Sri Lanka, y ofrece en su debut como directora una reflexión sobre un país que no consigue desprenderse de la división que provocó la cruenta guerra civil. La familia protagonista, que en cierta manera funciona como reflejo de la propia nación, oculta secretos y esconde información que es relevante para conocer el destino del hermano desaparecido. La película funciona mejor en su representación poética que en su concepción narrativa y en la elaboración de los diálogos, pero descubre aspectos relevantes sobre el sentido de identidad en un país que no parece encontrar la suya propia. Destaca especialmente la hipnótica banda sonora creada por el joven pianista anglo-ceilandés Kausikan Rajeshkumar, que consiguió el primer premio en el prestigioso Concurso Internacional de Piano María Herrero en 2013.
Parte de la programación del Asian Film Festival de Barcelona se puede ver en Filmin hasta el 10 de noviembre.
Better days se estrena en Movistar+ el 23 de noviembre.