3 agosto 2013 por Carlos Padilla
Shoah (Translator), de Wilhelm Sasnal
Me di cuenta de que la había olvidado cuando una mañana, al despertar, recordé haberla soñado sin cara. En apariencia seguía allí, pero no era ella. Su silueta dentro de uno de aquellos trajes largos y sobrios de diva de la ópera; su movimiento por una habitación extraña que solo existía en mi cabeza; su voz lejana y atenuada (como únicamente sucede en los sueños) por la oscuridad. Los escasos datos de que disponía me hacían ver que, efectivamente, se trataba de la misma persona. Sin embargo, no alcanzaba a reconstruir su rostro.
Adivinaba por separado su boca, sus ojos grandes e incluso sus orejas, pero me resultaba imposible colocarlos de nuevo en su lugar, a la distancia exacta, respetando cada una de las pequeñas asimetrías que hacen únicas a las personas. Quien se haya aventurado a trabajar en el barro un busto humano sabrá que es suficiente un error de un milímetro, un fallo minúsculo en el espacio que separa la nariz del labio superior, entre párpados o en la amplitud de la frente, para arruinar todo parecido con el modelo. Eso fue precisamente lo que conseguí: retratar fantasmas, uno tras otro, caras a las que solo el azar podía asignar un nombre.
Nunca volvería; además, era consciente de que no sería la única y que tras ella, dentro de muy poco tiempo, caerían otros. Un día se desdibujaría el rostro de mamá; otro, el de papá, el de la tía y el de los primos. Guardaría en la memoria un montón de rasgos, sonrisas y miradas sin saber cuál pertenece a quién, uniéndolos de forma compulsiva y trazando en la nada, a partir de las facciones de las personas de mi vida, caricaturas de otras que jamás, salvo intervención de la suerte, han existido. En el final, olvidaría mi propia barbilla, la longitud de mis cejas y hasta la forma nerviosa que tengo de retorcer mi trenza, ya canosa por el paso de los años, cuando el primer acto de Tosca empieza a retumbar en la sala. Entonces, solo entonces, me perdería para siempre.