Asincronía

Por Siempreenmedio @Siempreblog

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Aquel día de otoño de 1979, cuando la asincronía comunicativa empezó a manifestársele, Evaristo Ortega no notó nada especial. Todo lo más una ligera aspereza en la garganta, que nunca progresó a fiebre ni a otros síntomas preocupantes. Era lunes y sus vecinos lo vieron salir de casa a la hora habitual, ni más tarde ni más temprano. Su esposa Efigenia, que gozaba de una intuición notable para lo esotérico, tampoco advirtió ningún detalle extraordinario. En el informe forense dejó constancia de que al marcharse la había besado en la frente “como tenía por costumbre”.

Fue durante la pausa del café, aquella misma mañana, cuando se le manifestó la dolencia por primera vez. Un minuto antes de ver llegar a Moisés Santana, su compañero en el Negociado de Alumnos, soltó en voz alta “Estamos, que es lo importante“. Ernesto García, el camarero, apenas le puso asunto, a pesar de que el señor Ortega estaba nítidamente solo en la barra en aquel momento. Cuando por fin llegó Santana, a su jovial “¿Cómo estamos, Evaristo?” siguió un silencio espeso. Ambos prolongaron mirándose aquel instante opresivo, incapaces de volverse a dirigir la palabra. Avergonzado por la experiencia, en lo sucesivo cambió de bar y de amistades.

El siguiente incidente tuvo lugar unos días después. Por entonces se calcula que el infeliz de Ortega ya se había adelantado casi un cuarto de hora, aunque siempre de forma episódica. Su secretaria lo vio despedirse de una figura invisible en la sala de reuniones. “Que son señas de volver“, dijo entonces, abrazando con entusiasmo al vacío. El interlocutor fue esta vez Ildefonso Chafarinos, auxiliar contable. “Hasta más ver“, dijo Chafarinos trece minutos después. “Fue como abrazar a un mueble. Tenía los brazos yertos”, dejó escrito el agraviado.

Según avanzaba la estación, aquellos misteriosos achaques de atemporalidad se hicieron más frecuentes y profundos. Dos semanas antes de un trallazo por la escuadra de López Ufarte se puso a cantar el gol. Concretamente, lo hizo a las cuatro de la mañana, sin ni siquiera encender la luz. Ante el desconcierto de su señora, que no pudo volver a pegar ojo, describió la jugada con todo lujo de detalles. A la mañana siguiente tuvo otro ataque: a pesar de que la invitación para la boda de Laurita, la sobrina de Cuenca, estaba todavía en el correo, se lanzó a berrear el “Que se besen, que se besen“.

Lo peor no es el susto“, le comentó doña Efigenia al forense. “Ni la vergüenza por lo que pensará la gente. Lo que me mata a mí es esa cara de loco que pone mientras le dura el trance. Le juro a usted que pone los ojos en blanco, como si estuviera poseído“.

Para enero de 1980 el paciente ya había degenerado por completo. Ninguna de sus reacciones guardaba ya correspondencia con el tiempo presente. Solo en contadas ocasiones, y obviamente a posteriori, se encontraron explicaciones satisfactorias para una minoría de ellas.

El lunes de Carnaval, Evaristo Ortega escapó del domicilio familiar y fue fulminantemente atropellado mientras balbuceaba otra ristra de incoherencias. “¿A dónde vas, retrasao?” le gritó el conductor que acabó con su vida. “¡Qué ironía! ¡Es justo lo contrario!“, pensó Ortega. Fue su último pensamiento lúcido, concebido un segundo antes de enterrar la cabeza en el parabrisas.