Todavía atontado por la contramarea densa de un mal sueño, y después de sacudir la cabeza una y otra vez para no caer de nuevo en él, me descubro con las ventanas de mi rostro abiertas hacia el ojo de la madrugada, la pesadilla maquinó en mi mente mil planes macabros y dejó la furia de un titán que me alienta a concretarlos: está ahí, la tienes a tu lado, no te costaría nada. La noche y su silencio son propicios para amplificar los barullos internos, para pintar de negro las flores más bellas, para despertar los demonios de la inquietud, esos mismos que son capaces de organizar reuniones desatinadas que agravan todavía más los problemas de este mundo incierto, pero enseguida consigo disolver mis ideas feroces en un suspiro de último momento, en el borde en que las locuras se vuelven sombras melancólicas... y mucho cansancio. Entonces la abrazo por la espalda, suavemente, y así puedo seguir durmiendo.
Con la misma insensibilidad que tuvieron para hacerme notar que querían echarme del bar, uno de los camareros se acercó y largó la cuenta sobre la mesa sin decirme una palabra. Miré el importe y le entregué el dinero exacto, luego, al levantarme, traté de imitar su brusquedad soltando una propina que -aunque escasa- él no merecía, pero que no obstante pagué, víctima de una cobardía urbana y civilizada. Finalmente, recogí mis cosas, bebí lo que quedaba en el vaso y me dispuse a salir del lugar, ardía en deseo de encontrar un nuevo cordero que lavara mis pecados, allá fuera, en la fingida conveniencia de la noche.