Astrolabium libro El pueblo en la guerra de Sofia Fedórchenko

Publicado el 31 enero 2013 por Hermidaeditores

Buenos días hoy os traemos la reseña sobre el libro El pueblo en la guerra de Sofia Fedórchenko publicada en Astrolabium por Pedro Galván Magro:
http://astrolabiumpress.com/el-pueblo-en-la-guerra-sofia-fedorchenko/
Para, calla un momento, escucha la palabrade fuego. Ahora son el cielo y el infierno losque hablan. La lengua humana se hacallado. (Voz de un soldado ruso.)
Cuando leí Tempestades de acero, de Ernst Jünger, salí del libro como de la trinchera, habiendovisto y vivido lo que ningún hombre debería ver ni vivir: ¡el horror! (con las exclamaciones de Conrad en El corazón de las tinieblas, que es, ya lo sabemos, el mismo ¡horror! que el deApocalypse now de Coppola). Pero, junto a Jünger, en la trinchera del libro uno se acostumbra al estruendo de las bombas, al tableteo de las ametralladoras, al silbido de los proyectiles rozando las cabezas… y vas pasando las páginas viendo cómo los puntos suspensivos de las balas trazadoras se llevan a tus compañeros de armas. Dentro del libro eres otro combatiente y acabas acostumbrándote a la muerte como a un elemento más del paisaje devastado. Y descubres una razón superior para vivir y matar: no es el patriotismo, es simplemente la supervivencia.Ahora he vuelto a la I Guerra Mundial. He leído El pueblo en la guerra, un librito en el que la enfermera —y escritora— Sofía Fedórchencko recogió las voces anónimas de los soldados rusos, la mayoría campesinos, en los hospitales de campaña. Abandoné horrorizado las tempestades de acero, quizá con la alegría inconfesable de estar vivo, de no ser uno de los caídos en medio de aquel infierno; pero ahora, en este libro de Fedórchenko, el horror se sustituye por el dolor. Los hombres en el frente son soldados, tropa, pero en los hospitales de la retaguardia son de nuevo hombres, personas. Y aún más que cuerpos destrozados son almas heridas. Es el alma, de la que se habían desprendido en el combate, la que torna a ellos y la que habla en esas voces; es el alma rusa, sincera y primitiva, ingenua y terrible. Por eso en los testimonios de los heridos el enemigo también se humaniza y se convierte en una víctima más de la barbarie. Escribe Canetti —en la Nota introductoria— refiriéndose a este libro: «Todo es de una gran verdad.»Esos pobres soldados rusos no se quejan casi nunca de las heridas físicas,  sino de un dolor moral que se deriva de muy diversas causas: la sinrazón de la guerra; el sentirse carne de cañón y sufrir encima el desprecio y maltrato por parte de sus mandos; el odio, la compasión y la admiración hacia camaradas y enemigos; el descubrir la bestia que llevamos dentro; el sentirse sorprendidos por no desear volver a casa («La guerra me viene de perlas»), por haber perdido el miedo a la muerte, por lo más terrible, acostumbrarse a  la guerra: «Yo ya me he acostumbrado a todo: no siento ni mi propio miedo ni el de los demás. Sólo me falta matar a niños. Pero creo que también a esto puede acostumbrarse uno.»Cuando lees, como un convaleciente más, estas páginas, no sufres un dolor particular, sino el dolor de la humanidad. Como afirma Canetti, «al acabarlo uno se siente atrozmente oprimido».La primera víctima de la guerra es ese Dios al que se refirió otro ruso, Dostoievski, cuando le hizo decir a un Karamazov: «Si Dios no existe todo está permitido». Y la muerte de Dios acarrea la muerte del alma: «Mi pellejo, por ejemplo, anda sin alma durante horas cuando toca ir al ataque. Es por eso que soy tan valiente.», explica un combatiente; y otro confiesa: «¿Acaso soy aquí una persona?… Soy un extraño total…» Algunos sienten que el alma se les ha matado definitivamente: «Ahora me resulta muy fácil derramar la sangre humana. Y qué cosa útil podré hacer en casa, siendo así, no lo sé, por más vueltas que le doy…»El gran valor de este gran libro (aunque por número de páginas sea un librito) es servir de testimonio a esas voces anónimas que, de no ser por Sofía Fedórchenko, hubieran muerto sin remedio. Como enfermera contribuyó a salvar sus cuerpos, como escritora salvó sus almas: gracias a ella esos hombres anónimos no han muerto y viven para siempre en sus voces, voces que están hechas de la misma materia que nuestra humanidad.La canción inicial que abre los testimonios (todos ellos también de un lirismo natural, exento de retórica), una de las muchas canciones que cantaban los soldados para salvaguardar el espíritu común —y no el de victoria necesariamente—, termina con estos versos en que uno de ellos se dirige al árbol que le resguarda del fuego enemigo:            Resguarda, arbolito, mi destino de soldado,   Resguarda mi cabeza desdichada,   Resguarda mis manos y pies trabajadores,   Resguarda el nombre que me han dado.Sofía Fedórchenko no pudo resguardar el nombre de cada uno de los guerreros; éstos se has perdido en el anonimato, pero sí logró amparar el nombre común a todos ellos: el pueblo. Porque es la voz del pueblo la que se oye en estas páginas. Ese pueblo que, como informa Jaime Fernández en el oportuno e ilustrador prólogo, recibió el nombre genérico de Iván (Iván habla) en la pronta versión inglesa de la época (en la versión alemana se le dio el título de El ruso habla).El pueblo ruso habla en el libro y a través de él habla la condición humana. Cada voz es algo más que un microrrelato: es la vida condensada en un momento tan intenso que resume el ser humano: la bestialidad, la camaradería, el odio, la compasión, el heroísmo… De nuevo Canetti lo precisa justamente: “Son fragmentos breves, pero en cada uno de ellos habita el aliento que ya conocemos por los libros largos”.Me da por pensar que si Hitler hubiera leído este libro nunca hubiera invadido la Unión Soviética (puede que ni siquiera hubiera provocado la II Guerra Mundial), no por compasión ni humanidad, claro es, sino porque tal vez se hubiese prevenido de lo que es capaz un pueblo desesperado cuando siente que se queda sin alma y no tiene ya nada que perder. Pero —se me olvidaba— Hitler no leía la Historia, sólo quería escribirla siendo él el gran protagonista. Estos soldados rusos anónimos son la intrahistoria; sin embargo, algunas palabras suyas valen más que todos los grandes discursos de los políticos, algunas palabras suyas bastan para redimir la humanidad.
Un saludo