Atacando para Defendernos

Por Av3ntura

Las experiencias tempranas en nuestra infancia son las que van a marcar nuestro modo de afrontar todo lo que nos va a ir aconteciendo en la vida. Es por ello que establecer un apoyo seguro resulta fundamental para el desarrollo de una autoestima y un autoconcepto sanos.

Pero, como en todo lo demás en la vida, a veces pecamos de exceso y otras de defecto.

En ocasiones queremos proteger tanto a los niños que les acabamos consintiendo demasiado y, sin que nos demos cuenta, les permitimos que traspasen una línea roja que nunca deberían traspasar: la pérdida del respeto a los demás. Esa facultad no les convierte precisamente en niños con más autoestima, sino en niños prepotentes y empoderados que se creen merecedores de todo sin tener que corresponder de ninguna forma al esfuerzo y la dedicación que sus padres, sus abuelos, sus profesores o sus compañeros de clase les brindan constantemente.

Otras veces, por el contrario, les exigimos una madurez que no se corresponde en absoluto con su edad cronológica y les negamos las muestras de afecto que necesitarían para afianzar su seguridad. De esto podrían contarnos muchas cosas los adultos que, de niños, tuvieron padres autoritarios que les impusieron duros castigos por cualquier nimiedad, llegando a rozar el maltrato o acostumbrándose descaradamente a usarlo sin contemplaciones, llegando a hacer de su infancia un infierno.

Ambos extremos son prácticas de lo más perjudiciales para el desarrollo afectivo de un niño. Para algo existen los términos medios y, gracias a ellos, es como se consigue alcanzar la empatía que todos necesitamos para aprender a establecer relaciones interpersonales más saludables.

Imagen encontrada en Pikist

Cuando hace años hacía prácticas en una consulta privada de psicología y psiquiatría especializada en trastornos de la conducta alimentaria y adicciones pude ver muchos casos de personas que, en su niñez habían sufrido por exceso o por defecto de protección. Sus secuelas eran tan evidentes y su dolor estaba tan arraigado que no resultaba difícil entender cómo habían llegado a la situación en la que se encontraban.

Recuerdo especialmente el caso de un chico que de pequeño había sido maltratado reiteradas veces por su padre. Le había llegado a pegar tanto que, cuando salía de casa para ir al colegio iba tan cargado de rabia y de miedo a seguir siendo golpeado por otros, que nada más llegar junto a sus compañeros, la emprendía a golpes con el primero que se le cruzaba en el camino sin que mediara ninguna excusa lógica. Tenía tanto miedo que, para evitar más golpes, decidía darlos él primero. La violencia se acabó convirtiendo en su válvula de escape, pero, desgraciadamente, también se definió como uno de los rasgos más característicos de su identidad, inspirando a su alrededor el mismo miedo y la misma inseguridad que su padre le había inspirado a él de niño.

Desgraciadamente, el caso de este chico no es una excepción. Lo hemos visto muchas veces en escenarios de violencia doméstica. Hombres aparentemente dóciles en su ambiente laboral, en su vecindario y entre sus amigos que, al traspasar la puerta de sus casas, se convierten en verdaderos monstruos y la emprenden a golpes con quienes menos culpa tienen de sus frustraciones.

Quizá porque la vida les ha sustituido la figura del padre maltratador por la de un jefe o un encargado despóticos que les ningunean o incluso les humillan ante el resto de sus compañeros. Pero, como el miedo a perder el trabajo o a otras represalias no les permite enfrentarse directamente a ellos y pararles los pies, prefieren descargar la tensión con sus parejas o con sus hijos, que siempre le resultarán mucho más manipulables y dóciles.

También podemos ver ese comportamiento de atacar el primero cuando se tiene algo que ocultar o cuando se ha cometido una falta y la persona teme ser reprendida por ella. Entonces opta por levantar una cortina de humo nada más llegar ante la persona que él teme le puede estar esperando para pedirle cuentas y entra en escena armado hasta los dientes, como un elefante en una cacharrería. Cuanto más ruido arme, cuantas más lindezas e improperios salgan por su boca, mejor se asegurará de que la otra persona no le va a atacar. Esa es su cobarde manera de tratar de defenderse de quien él o ella cree que le hubiese atacado sin piedad.

Las personas que actúan así lo único que demuestran es una tremenda inseguridad en sí mismas y una muy pobre autoestima que no paran de retroalimentar al no dejar de sumar a su hoja de ruta experiencias interpersonales cada vez más negativas.

Cuando les oímos relatar la sucesión de tales experiencias, no nos cuesta en absoluto entenderles, porque realmente lo han pasado y lo siguen pasando muy mal. Pero no se dan cuenta de que, muchas de esas experiencias negativas que siguen viviendo en la actualidad no son fruto de su mala suerte sino de una actitud equivocada ante la vida.

Por muchas injusticias y agravios que hayamos tenido que soportar, eso no nos garantiza que todo lo que vaya a acontecernos en el futuro tenga que ser injusto ni muy grave. Es probable que volvamos a confiar en alguien que nos acabe fallando. Es posible que las cosas nos vuelvan a salir mal. Pero también podemos conocer a personas distintas que nos devuelvan la fe en la humanidad y que las cosas nos empiecen a ir bien. ¿Qué ganamos dejándonos arrastrar por la desconfianza?

A veces nos encontramos con argumentos que nos parecen de lo más sólidos porque surgen de nuestra mente más racional, la que se esconde en nuestro hemisferio izquierdo, la que sólo entiende el lenguaje de los código binarios, de los polos opuestos, del conmigo o contra mí. Son los que abogan por no fiarnos de nadie, porque “todos los hombres son iguales” o porque “nada merece la pena” o porque “los que no son mis amigos son mis enemigos”.

Pero, afortunadamente, también poseemos una mente creativa, que deja pasar la luz y con ella todos los colores imaginables y todos los matices posibles. Es la que se aloja en nuestro hemisferio derecho y la que hace posible que las personas se entiendan, cooperen y crezcan mucho más de lo que lo harían manteniéndose aisladas en sus burbujas de cristal flotando entre fríos ceros y unos sin sentido.

Formar parte de equipos distintos no nos convierte necesariamente en enemigos ni tiene por qué enfrentarnos entre nosotros. La diversidad, si nos educamos a verla como una oportunidad, sólo puede aportarnos situaciones y experiencias enriquecedoras. En la diferencia no está el peligro, sino la gracia de este rico mundo que habitamos, porque esa diferencia nos permite seguir aprendiendo, perfeccionando lo que ya sabemos, cuestionando la veracidad de lo que dábamos por bueno porque era lo único que conocíamos hasta ahora y encontrando recursos nuevos que nos ayuden a explorar áreas de nosotros mismos aún por descubrir.

Presentarnos ante personas a las que aún no conocemos poniéndonos a la defensiva es un comportamiento tan inmaduro como acudir a una primera cita con alguien escondidos dentro de una pesada y anticuada armadura. A veces olvidamos que las personas somos como espejos que reflejan en las demás lo que ven en sí mismas. Si al otro le mostramos resentimiento, desconfianza o miedo, ¿qué reacción creemos que le vamos a provocar? Pues exactamente las mismas.

Recogemos lo que sembramos. Tratar con el mismo desprecio o la misma animadversión con que otro nos ha tratado a nosotros no es la mejor manera de tratar de establecer relaciones interpersonales nuevas. Los otros no tienen la culpa de lo que nosotros hayamos padecido en el pasado. No son responsables del daño que nos han podido infligir otros, ni tenemos derecho alguno a hacerles pagar por ello. Ejercer la venganza contra la persona equivocada, lejos de parecerse a la justicia que en su día no tuvimos, se convierte en uno de los actos más absurdos, crueles y cobardes que puede cometer un ser humano.

La mejor defensa nunca puede ser un buen ataque. No somos piratas tratando de ganarnos la vida abordando embarcaciones en alta mar. Tampoco somos soldados que tengamos que defendernos de un supuesto enemigo escondidos bajo una trinchera. Somos personas que, por mal que lo hayamos pasado en relaciones anteriores, tenemos derecho a darnos otra oportunidad y a dársela a los demás de conocer cómo somos realmente cuando nos desprendemos de esas capas de resentimiento, de desconfianza y de miedo.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749