Estudiantes Universitarios. Foto: Leonardo Estupiñan
Por: Max Barbosa Miranda
Debería apenarse quien frente a un aula universitaria precise forzar a los estudiantes a recibir clases so pena de negarle el derecho a un examen.
Es este, tal vez, uno de tantos métodos mal aprehendidos del sistema —a veces paternalista— que intenta perpetuar a la academia como única vía para adquirir conocimiento, y que obvia la rebeldía ante lo impuesto como condición inherente a los jóvenes.
El sustento de aquellos que justifican la presencia obligatoria en clases radica en una elección de modalidad de estudio presuntamente errónea. «Si querías asistencia libre podías haber optado por la educación a distancia», alegan.
Sin embargo los mecanismos para aplicar la “pérdida de derecho a examen por ausencias” como correctivo ¿pedagógico? es obra de nosotros los estudiantes.
«Cuando en el VI Congreso de la FEU se discutía el tema, se dejó enfriar debido al temor de algunos ante las máximas autoridades del país», me cuenta una de las participantes en aquella cita, hoy profesora universitaria.
«Los muchachos de la Universidad de la Habana hicimos la propuesta, porque Fidel quería escucharnos, pero otros estudiantes cambiaron bruscamente el tema y no se discutió más».
Algo ha llovido desde aquel año 2000; incluso lo suficiente para tener ya en las aulas de nuestras universidades una nueva generación que, aún tras un nuevo congreso del que no se han revelado resultados reales, se debate constantemente entre los inconvenientes que la medida acarrea.
Y si de conveniencias hablamos, ¿quién se beneficia, al final? No conozco aún a ningún estudiante que, luego de haber superado el difícil proceso para ingresar a la Educación Superior no desee sacar airoso sus exámenes.
Tampoco creo que exista profesor que disfrute ver a sus alumnos en un mundial por ausencias sin sentirse derrotado en su labor formativa.Si así fuere habría que preguntarse para quiénes trabaja hoy la universidad: para niños que aceptan sin crearse juicio acerca de las decisiones, temerosos de sus intransigentes maestros; o para jóvenes maduros capaces de cuestionar lo correcto para su formación, desde su óptica, y de discutirlo con responsabilidad y respeto con sus profesores.
Cierto es que la mayor parte de quienes enseñan coinciden en que también es una derrota no tener a los muchachos en el aula de manera voluntaria pues, ello les denota desinterés por un trabajo para el que realmente se esfuerzan. Pero como van los nuevos tiempos es necesario inquirir qué resulta realmente motivador para mantener a un estudiante en clases.
Las tecnologías hoy permiten aprender más en un tiempo menor al de antaño.
Es entonces donde al aula, más que un espacio reiterativo de lo que muchos ya tienen incorporado, le toca convertirse en centro de reflexión acerca de ese conocimiento, de la mano de un profesor capaz de guiar con su experiencia debates interesantes y amenos.
Por el contrario, la reprimenda punitiva ante la opción de aprovechar el tiempo en función de lo útil cuando ello no sucede, y el aporte al conocimiento integral de la vida universitaria, provoca el alejamiento del estudiante de la Universidad, como condición humana de rechazo a lo impuesto.
Quizás sea menester de todos el construir programas académicos interesantes y novedosos —como pretendió en algún momento el “Plan D”, pensado desde la concepción colectiva para no sentirnos, tantas veces, atados contra el pupitre.