Hay brisa y un poco de frío. Es primavera, mediados de abril y nada más al bajar del autobús, veo a grupos de adolescentes que parecen venir de distintos colegios. Conversan, ríen como si tal cosa. Esperan que los guías les digan dónde deben hacer la fila, se empujan, bromean, pero mantienen el orden y sin advertirlo, los demás estamos con ellos siguiendo una línea que se convierte en un embudo y que desemboca en una sala donde, minutos después, nos entregarán un número y una audio guía. Hablan en alemán, se les escucha también en francés, inglés y un idioma que no entiendo y supongo de inmediato que es polaco. Estamos en Oświęcim, a unos 43 km al oeste de Cracovia, para visitar Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio nazi en el que -según los registros- mataron a 1.100.000 personas en cámaras de gas desde 1940 hasta 1945, durante la II Guerra Mundial, porque los nazis consideraban que Alemania -y Europa en general- debía estar limpia de judíos, polacos, rusos, homosexuales, gitanos y más, para conservar la raza.
Muestro mi ticket de entrada y el viento se lo lleva para estamparlo en la mochila de una muchacha que nunca se enteró del arrebato. ¿Será que no debo entrar? Sí, si debo. Había viajado a Polonia con el firme propósito de llegar a Auschwitz, porque solo eso le daría sentido a mi viaje. Ver de cerca el horror, saber que es real, me hace sentir que nos movemos de un lado a otro no solo por el afán de ver, sino también por la necesidad de contarlo, de no olvidar, de buscar respuestas a preguntas que ni siquiera sabemos que nos hacemos. Recupero mi ticket y lo guardo en el bolsillo; me entregan un aparato, prueban el sonido, me pongo los audífonos y del otro lado, como si de una radio mal sintonizada se tratara, escucho la voz de una mujer en inglés y la veo casi al frente de mi, diciéndonos que en menos de diez minutos comenzaremos. No sé cuántos somos, no sé cuántos grupos se forman a la vez, no sé cuántos van hablando en idiomas tan distintos al mío. Espero allí, en esa sala amplia, y todo se me nubla. Solo distingo a la mujer rubia que debo seguir, fijo mi mirada en ella. No hay nadie más, solo sus palabras, mi silencio y un campo de exterminio que estoy a punto de comenzar a recorrer. Respiro profundo. Estoy en Auschwitz. Estoy.
Arbeit macht frei ("el trabajo os hará libres") se lee en la puerta de entrada que tanto he visto en documentales, en fotos sueltas. Paso tan rápido debajo de esas letras que no me da tiempo a sentir nada. Repito las palabras en voz alta, improviso una foto -muy mala, por cierto- y avanzo. Una vez pasado el umbral, solo me queda dejarme guiar, ver cómo los grupos entran y salen de los edificios, ser yo parte de uno de esos grupos que se mueven en silencio. Nadie camina más rápido que el otro, somos como una sinfonía desafinada, un violoncelo que siempre va tocando las notas más agudas y nos acelera los sentidos. Lo primero que pienso es que sino supiera bien cuál es el suelo que estoy pisando, que si me sacaran del contexto horroroso que estoy por ver; esas casas me parecerían una urbanización quieta, en la que los vecinos son incapaces de asomarse para saludar al otro. Pero esa imagen se me desbarata a medida que entro a esos espacios que fueron cárcel, estrategia, tortura, desolación.
Auschwitz 1 es la primera parte del campo donde había celdas de castigo, se hacían experimentos y fusilamientos; y también todos los manejos administrativos del exterminio y donde, incluso, vivían algunas familias de las SS (Schutzstaffel o "escuadras de protección"). De ahí a que, en apariencia, se vea tan organizado. Si bien ahora es un museo histórico y Patrimonio de la Humanidad por ser uno de los lugares con mayor simbolismo del Holocausto, y que tiene todo dispuesto para entender lo que allí se vivió, no deja de ser estremecedor. Birkenau o Auschwitz 2 es la segunda parte del campo, el lugar donde llegaban los trenes abarrotados de personas. Un terreno extenso que se pierde de vista, que alcanza al bosque, lleno de barracas y silencio. Fue construido un año después (1941) y era donde se hacían los exterminios en masa.
Camino con las manos en la espalda y con la mirada fija en nuestra guía. Los pabellones, de ladrillos rojos, tienen números blancos en sus fachadas. Entramos a algunos de ellos, en fila, siguiendo un orden impuesto que no nos atropella. Entonces entendemos de cifras: cuántos llegaban al campo, cómo les tatuaban el número en el brazo, cómo debían despojarse de sus pertenencias, de su cabello y aferrarse, nada más, a una braga de rayas. Hay fotografías, fichas de registro, fotos de oficiales, de víctimas. La mayoría de los judíos morían a los dos o tres meses de haber llegado. Otros, el mismo día, a la semana. Era casi imposible salir con vida de allí. Camino y soy incapaz de tomar notas; por eso hago algunas fotos para poder ver después y en detalle esos datos que olvido casi de inmediato; no sé recordar en números.
Algunos de los pabellones fueron vaciados para albergar las pertenencias de las víctimas y podemos pasar a verlas. La guía nos dice que si alguien quiere quedarse afuera y evitar el recorrido puede hacerlo, pero una vez adentro hay que seguir la fila. Nadie se retira. No soy capaz de calcular cuántos zapatos apilados veo en una primera sala que se me hace eterna. Montañas de zapatos de todos los tamaños. Luego van apareciendo lentes, cepillos, prótesis, termos, peines, maletas. Pero en un momento me detengo, las manos me tiemblan y me dan nauseas. Me pasa cuando entramos a la sala donde han recopilado el cabello que les cortaban al llegar y con el que luego hacían telas. Allí están almacenados 1950 kilos de cabello y es irónico que ese sea un dato que recuerde bien. Soy incapaz de alzar la cámara del teléfono, camino en silencio, bajo la mirada, dejo de escuchar hasta que tomo una bocanada de aire frío al salir de nuevo a la calle. Lo mismo me pasa cuando atravieso un pasillo lleno de fotografías de cada uno de los que llegaron a Auschwitz. Una foto retrato con su nombre, el número de identificación, fecha de entrada y fecha de muerte. Son fotos enmarcadas en las paredes de ese pasillo que también se me hace eterno y descubro que no puedo mirarlos a los ojos cuando advierto que algunos de ellos sonreían tímidamente. Me pregunto qué les pasaría por la cabeza, cuánta esperanza albergaban en ese momento que aún podían atisbar una sonrisa, o si era ya entrega y nada más.
El recorrido por Auschwitz 1 es de hora y media. Desde allí se debe tomar un shuttle gratuito para llegar a Birkenau que está a 3 kilómetros de distancia. Esperamos todos y la guía nos concede diez minutos de respiro, que yo invierto en tomar un jugo frío de naranja y comer un caramelo de cereza que me devolvió la energía al cuerpo. Al cabo de un rato, aparece la entrada del campo y allí estamos sobre los rieles del tren que tanta gente llevó a morir. Quizá esta imagen de Birkenau sea la que muchos tienen en su recordatorio reciente; esos rieles se han mostrado cientos de veces para contar la historia y caminamos sobre ellos, en dirección al bosque.
Cuando los nazis se vieron atrapados, cuando el fin de la guerra era inminente, intentaron borrar cualquier pista del exterminio. Explotaron los crematorios, pero ahí quedaron las ruinas. Destruyeron las cámaras de gas, menos una porque no les dio tiempo y es a la que se puede entrar casi al final del recorrido: un espacio vacío de paredes grises que asfixian. Recibo con horror y detalle cómo era el proceso para hacinar a las víctimas, cómo entraban a esas cámaras unas 800 personas y morían en 20 minutos o cómo fue que lograron perfeccionar la técnica y luego podían matar a 2000 personas al mismo tiempo. A veces, tenían tantos cuerpos apilados que los crematorios de Birkenau no se daban a vasto y decidían hacer hogueras en el bosque para extinguir toda huella posible.
Y entonces, las barracas. El espacio donde debían dormir en triliteras de madera, con apenas un acceso breve de luz natural. Entramos y las miramos con detalle, pero cuando todos se van, yo me quedo, no me muevo. La voz de la guía sigue en mis oídos, sé bien a dónde tengo que ir, pero no me voy y no sé bien qué intento buscar, qué intento imaginar. La vista se me pierde entre los vacíos estrechos de esas suertes de camas, mientras escucho a la guía decir que durante las jornadas de trabajo no tenían permitido ir al baño y solo les daban 30 segundos al final de la jornada y el baño era una zanja que ellos mismos pasaban días cavando. Como era de esperarse, dice la guía, hacían sus necesidades encima de la ropa y como solo podían bañarse una vez a la semana, así dormían y las barracas eran focos de enfermedades, de muertes que ocurrían con pasmosa lentitud. Todo eso lo escucho sola en el mismo sitio del que soy incapaz de moverme, pero finalmente lo hago y recibo de nuevo una bocanada de aire frío que me espabila. Alcanzo al grupo, pero ya no escucho; solo atajo algunas ideas sueltas y sigo en silencio por al menos dos horas más recorriendo el campo.
Cuando la guía se despide de nosotros, cuando ya se le ha acabado toda la información para darnos, dice que podemos seguir a nuestro antojo; pero yo busco la salida casi de inmediato. Vuelvo a caminar sobre los rieles, subo al shuttle que me lleva de regreso a Auschwitz 1, encuentro rápido un autobús y me voy a Cracovia sin mirar atrás. Quiero dormir, es lo único en lo que pienso. Quiero dormir.
PUNTO. Ir a un campo de exterminio se hace con todos los sentidos. No se va por curiosidad, sino por el afán de ver de cerca la historia y el horror, para poder contarlo y no olvidar. No lo visites si lo estás dudando, sino te sientes listo. Para mi era un viaje absolutamente necesario que había buscado desde hace mucho tiempo.
PUNTO Y APARTE. No importa si sabes lo que vas a ver, no importa cuánto hayas leído. Estar ahí es un bajón de energía innegable. Dormí catorce horas seguidas cuando volví a Cracovia y a los dos días fui a la orilla del río Vistula a sentir el agua en los pies para que se llevara mi pesadez y mis ganas de no hablar. Dio resultado.
¿Cómo visitar Auschwitz sin un tour?
- Si quieres ir a Auschwitz desde Cracovia, como fue mi caso, la mejor opción es hacerlo en bus. Toma en cuenta que el recorrido será de casi dos horas, por lo que debes calcular bien para llegar a tiempo a la estación central de autobuses, según la hora que tengas asignada tu visita al campo de concentración. Hay varias líneas de buses que cubren la ruta, pero la que te deja en la entrada es Lajkonik; así que debes tomar un bus con dirección a Oswiecim Muzeum/Auschwitz Muzeum y lo reconocerás porque tendrán el aviso al frente. Puedes comprar el ticket online o pagarlo en efectivo al subir al bus. Serán unos 4 USD$ ida y vuelta.
- Antes de visitar Auschwitz debes reservar tu ticket de entrada en Y hay dos opciones: la página oficial del museo. puedes entrar gratis y sin un guía (aún así debes reservar el ticket sin costo alguno) en horarios muy específicos; casi siempre antes de las nueve de la mañana o después de las cinco de la tarde (toma en cuenta que el recorrido completo es de tres horas). O puedes pagar por un recorrido guiado (15 USD$) y los hay en diferentes idiomas dependiendo de la hora que decidas hacer la visita. Esta es la opción que recomiendo para que puedan tener la historia con certeza. Por la alta demanda de visitas, es mejor reservar tu ticket al menos 90 días antes del día que quieras ir.
- No está permitido consumir alimentos dentro de los campos, pero sí puedes hacerlo antes de entrar en una cafetería pequeña que está allí dispuesta. Pero es mejor llevar alguna merienda y tomar respiro entre un campo y otro.
- El shuttle que conecta a Asuchwitz 1 con Birkenau es gratuito y sale cada 10 minutos. En temporada alta se tarda un poco más.
- Durante mis días en Cracovia, dormí algunas noches en el Avena Hotel, por si les da curiosidad.