Hace un par de años estuve en Polonia, primero en Varsovia, la capital, y luego en Cracovia. A menos de una hora de Cracovia está Auschwitz, un complejo formado por varios campos de concentración nazi donde se aniquilaron a miles de personas durante la II Guerra Mundial (alrededor de 2 millones) y en cuya entrada está la inscripción: Arbeit macht frei (El trabajo os hace libres). Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979.
En aquella visita tuve la pésima suerte que me toco un guía que se notaba que estaba ahí únicamente para ganarse el jornal, porque no demostraba ningún interés ni emoción en lo que contaba, un episodio impactante de la historia reciente. Recuerdo que una señora dijo: “Creía que me iba a impactar más”. De lo que no se dio cuenta esta mujer es que el motivo de su escasa sorpresa y emoción era que el guía no había sabido transmitir dónde estábamos y lo que había ocurrido en aquel lugar. Su tono de voz era el mismo todo el rato y además daba su discurso de carrerilla, un guión excesivamente memorizado. El lugar impresiona y si uno va en una época con poca luz y frío y nieve, aún más.
Pero a lo que íbamos: ¿Por qué hago toda esta introducción? Porque después de estar un par de horas deambulando por allí, la visita termina en la cámara de gas, lugar en el que murieron miles de personas a manos de la maquinaria nazi. Mucha gente aprovecha para sacar fotos –algo normal– pero lo que me sorprendió fue la frivolidad del momento, personas sonriendo y haciendo gestos como si fuese aquello fuese un trofeo. Lo importante era la el recuerdo, el demostrar haber estado allí. Hoy día viajar es cool, vende socialmente y cuanto más lejos mejor, porque el glamour de un viaje se mide por los kilómetros de distancia desde el punto de origen. Queda bien decir que uno ha estado en un sitio otro. Lo de siempre, la cultura del envase que nos decía Eduardo Galeano: importa más el matrimonio que el amor, el funeral más que el muerto, la misa más que Dios, la ropa más que el cuerpo… y yo añadiría, la foto más que el viaje que es preciso colgar rápidamente en alguna red social para dar cuenta de ello.
El pasado domingo, Arturo Pérez-Reverte, en su columna en XL Semanal del ABC escribía un artículo titulado: Fotografié Auschwitz, Caballero. Lo reproduzco y que cada uno saque sus conclusiones. Dice así:
«No sé si está usted al corriente. Quizás, en uno de los doscientos puentes vacacionales que los españoles disfrutamos al año «de la crisis nos va a sacar Rita la Cantaora» decida cambiar Canarias, Roma o Punta Cana por Auschwitz. Que igual le suena, aunque no me sorprendería lo contrario. En cualquier caso, estoy seguro de que ese campo de exterminio, avión y hotel incluido por ciento ochenta euros más IVA, se convertiría en destino de turismo masivo en cuanto la mafia de las agencias turísticas decidiera ponerlo de moda con tarifas y ofertas adecuadas. En cualquier caso, si usted se anima, sepa que tras visitar la cámara de gas, las dos toneladas de pelo rapado y las montañas de maletas y zapatos, podrá comprar en la tienda, justo al lado del sitio por donde entraban esos trenes con judíos que salen en las películas, postales de Auschwitz y de Birkenau para mandar a las amistades «Esto es muy fuerte, deberías verlo. Besos. Manolo.», e incluso bonitos carteles para adornar la pared, en plan póster, por el módico precio de diez zlotys polacos, que son tres euros de nada.
Pero sobre todo, si viaja allí, lo genial es que usted y su familia, o su pareja, o quien puñetas le haga compañía, podrán inflarse a sacar fotos: cientos, miles de fotos con la cámara del teléfono móvil. Ésa que ahora todos disparan con la celeridad del relámpago en cualquier circunstancia, clic, clic, clic. Relámase de gusto: fotos de las alambradas, de los barracones, de las ruinas del crematorio número 2, de la escultura que reproduce con realismo «Parece que estén vivos, Encarni, retrátame con ellos, anda» los cuerpos esqueléticos de tres prisioneros. Fotos de otras fotos que los nazis tomaron y que ahora ilustran las paredes del museo con momentos gloriosos en la historia de Alemania y la raza aria. Fotos de latas de veneno, montones de gafas, prótesis, brochas de afeitar. Fotos de aquí te pillo y aquí te mato, usted mismo sonriendo con una mano puesta en la alambrada, o la ineludible instantánea bajo el arco de la entrada con el rótulo «Arbeit macht frei»: El trabajo libera. Fotos, en fin, fáciles de hacer gracias a la tecnología moderna, listas para ser enviadas en el acto a la familia, a los amigos, a los compañeros de trabajo. O a su señora madre de usted. Fotos hechas con tanta frivolidad y tanto despego como lo que somos cada vez más. Como lo que seremos ya para siempre. Ayer presencié en Madrid un accidente de automóvil.
Cataclás. Nada importante: un leñazo entre dos coches, con mucho ruido, airbags disparándose y toda la parafernalia. Había cerca unas cincuenta personas; y no exagero en absoluto si digo que al menos treinta sacaron sus teléfonos móviles y se pusieron a fotografiar la escena. No sé para qué deseaban registrar aquello, la verdad. Qué utilidad tendría conservar la imagen de dos coches abollados. Pero el caso es que así lo hicieron, clic, clic, clic, y luego siguieron su camino, la mayor parte sin preocuparse de averiguar si algún conductor necesitaba ayuda. Tenían la foto, y punto. Habían cumplido con la exigencia de un ritual tan fácil y barato como el fin de semana en Cancún. Si alguien hubiera preguntado el motivo, lo habrían mirado con desconcierto y sincera sorpresa. Para qué, entonces, tienes una cámara gratis en el móvil, sería la respuesta. ¿Para no usarla? Y así van por la vida, y así vamos. Sin detenernos siquiera. Sin ver el mundo más que a través de un teléfono móvil o una pantalla de televisión. Luego nos preguntan por lo que fotografiamos y se nos pone cara de escuchar una gilipollez. ¿Pues qué va a ser? El motorista que se ha partido el espinazo, la señora desmayada en la calle, el manifestante que rompe escaparates, la mancha de sangre en la acera.
Lo de menos es averiguar las causas y las consecuencias. La foto capturada con nuestro teléfono móvil, el acto mecánico de tomarla, sustituye a todo lo demás. Así podemos pasar por Auschwitz como los rebaños de borregos que somos, sin detenernos ni hacer preguntas, como pasamos frente al Coliseo de Roma, Las Meninas, la plaza de las Torres Gemelas de Nueva York, el tipo al que acaban de dar un navajazo y se desangra en el suelo, el coche despanzurrado en la carretera con cuatro pares de piernas asomando bajo las mantas. Sin mirar apenas, sin indagar siquiera qué ha pasado allí. Sin importarnos un carajo lo que vemos. Clic, clic, clic. Es gratis y no requiere esfuerzo. Luego seguimos adelante, a lo nuestro. Ya lo analizaremos otro día. Y si no, tampoco pasa nada. ¿Víctimas? ¿Verdugos? ¿Cómplices? Para qué meternos en dibujos. Tener la foto es lo que cuenta. Archivarla estérilmente con el resto del mundo y la vida. Un instante de imagen. Luego, nada. El vacío absoluto. La anestesia del olvido».
* Hoy en el blog de Fútbol: Fenómeno de Fenómenos, tenemos a Iya Traore, un football showman que actúa en el barrio bohemio de Montmatre en Paris donde se acumulan los artistas callejeros y que no os podéis perder porque merece mucho la pena... (el vídeo cortesía de Katy Sánchez de Tocando otros palillos).