La trayectoria de un
escritor —como la de cualquier otro profesional, en realidad— tiene situaciones
curiosas. En general, los autores
mejoran con el paso del tiempo: conocen mejor su propia escritura, han
practicado más, tienen muchas lecturas a sus espaldas y pueden proponerse retos
más ambiciosos. Siempre me ha parecido interesante comparar las obras de un
mismo autor, puesto que una primera novela escrita a los treinta años nunca
puede ser igual que una sexta o una séptima redactada a los cincuenta. Por
ejemplo, en Irène Némirovsky, una de las escritoras a las que más admiro, se
nota una evolución considerable desde los libros que publicó con apenas veinte
años, como El baile, y sus últimas
novelas (Los perros y los lobos, Jezabel, El vino de la soledad…): las segundas son infinitamente más ricas
en matices, denotan una mayor madurez literaria y la voluntad de querer
construir algo más grande que una sencilla nouvelle.
Se puede decir que supo crecer como escritora.Sin embargo, en algunos
casos sucede lo contrario: el autor
empieza bien, pero después va en caída libre y sin frenos, incapaz de
recuperar el nivel inicial, tal vez porque nunca fue lo suficiente buen escritor
o porque se ha obcecado en repetir el mismo esquema que le funcionó una vez. En
este sentido, me vienen a la mente autores de éxito como Marc Levy o Nicholas
Sparks, a los que leí con fruición durante mi adolescencia y después dejaron de
interesarme. Los dos debutaron con obras que funcionaron muy bien y que, sin
ser nada del otro mundo, aportaban algún matiz distinto al género romántico (el
componente mágico de Ojalá fuera cierto
y el Alzheimer en El cuaderno de Noah,
respectivamente). No obstante, si uno sigue leyendo los libros de ambos se dará
cuenta de que el resto de su obra es un quiero y no puedo, una repetición de lo
que escribieron en su día que carece del factor sorpresa que les hizo sobresalir
en su momento. En las últimas oportunidades que les di, hasta me tomaba sus
libros con humor: «A ver dónde está el truco mágico en la nueva novela de Marc
Levy, a ver si nos vuelve a plantar al dúo del amigo sensible y el amigo
bruto…», «A ver quién muere esta vez, a ver qué giro le da Sparks para
convertir esto en tragedia», y no me equivocaba. Leído uno, leídos todos.De todas formas, entre
los autores que no logran estar de nuevo a la altura de sus primeras novelas
también hay escritores respetables, como Louisa May Alcott. Fue una autora muy
prolífica —la Wikipedia cita más de treinta libros—, pero ha pasado a la
historia por Mujercitas, novela que
publicó a los treinta y seis años. Sus libros posteriores siguieron esa estela
y tuvieron una buena acogida en su época, pero hoy en día son bastante
desconocidos, incluso me he encontrado con lectores que piensan que fue autora
de un solo libro. Supongo que cuando se
escribe una obra maestra resulta muy difícil mantener ese nivel; les pasa a
todos los escritores, pero a los que la publican a los treinta se les nota más
que a los que lo hacen con cincuenta años, básicamente porque el número de
publicaciones «después de» suele ser mayor. En estos casos me muestro más
comprensiva: no espero una segunda o una tercera obra maestra, sino una buena
novela con el sello personal del autor. Casi siempre la encuentro.En conclusión, pienso
que la tendencia natural en un autor serio es progresar con el tiempo y la
experiencia hasta llegar al punto álgido, a pesar de que a lo largo del camino
se produzcan algunos bajones puntuales. De todas formas, para mí lo malo no es tanto bajar un poco el nivel,
sino el hecho de estancarse y limitarse a repetir una fórmula, aunque sé
que habrá lectores que no estén de acuerdo conmigo porque lo que se espera de
algunos autores es precisamente eso, que vuelvan a ofrecernos el mismo tipo de
producto que nos gustó una vez, sin arriesgar ni ir más allá. Yo me he cansado
de eso; busco una determinada voz personal, no una repetición.¿Qué opináis del tema?
¿A qué autores pondríais como ejemplo de cada situación?