Avance primeros capítulos "Cuando pase la tormenta"

Por Luciadevicente


El corazón tiene razonesque la razón no entiendeBlaise Pascal
PRÓLOGO
Newmarket, Suffolk (Inglaterra)Julio de 1994
—Calla, Bounty, no hagas ruido, que nadie se ha enterado de que me he escapado de la siesta.El potrillo soltó un pequeño relincho y hocicó contra la axila de Mary al tiempo que la miraba con los ojos llenos de adoración.Los fluorescentes del techo estaban apagados y pequeños rayos de sol se colaban en las caballerizas a través de los tragaluces situados bajo las vigas de madera del tejado, creando un ambiente repleto de claroscuros. Era una de esas escasas tardes de calor en la campiña inglesa y el lugar atraía como un imán a todo aquel que buscara dónde relajarse.—Mira lo que te he traído —dijo al animal, enseñándole una manzana—. La he cogido de la cocina para ti. Y también he robado un par de onzas de chocolate para mí.Se sentó en una bala de heno que había dentro del pequeño compartimento y dejó que el animal masticara con deleite la fruta, que colocó sobre su regazo, mientras ella mordisqueaba la golosina.¿Quién se lo iba a decir a ella diez días antes, después de que papá volviera a dejarla en Silkford Manor al cuidado del tío Tom y la tía Margareth? Entonces había llorado desconsolada. Papá siempre se iba a trabajar durante sus vacaciones y la dejaba allí… Se aburría; David era malo y no quería jugar con ella. Pero el tío Tom había sido muy simpático este año. Tenía una sorpresa especial para ella; un potrito recién nacido. ¡Y sería solo suyo!—El próximo verano, cuando vuelva en vacaciones —explicó en un susurro al pequeño animal—, podremos pasear juntos por la finca. Tú ya serás un caballito muy grande y yo una buena amazona. Mi monitor de equitación me ha dicho que el próximo curso ya no va a sujetarme las riendas, así que…Un grito rasgó el silencio.Se puso en pie de inmediato, propinando a Bounty un golpe en los belfos que hizo que el potro reculara contra la parte de atrás del cajón y se refugiara en el rincón más apartado.Allí cerca estaba ocurriendo algo terrible. Dos personas luchaban en uno de los compartimentos. Quien había gritado era una mujer, pero un hombre quería hacerle daño. Estaba segura de eso, ya que él no dejaba de gruñir como si fuera un perro enfadado.Salió al pasillo, cerrando tras ella el box de Bounty para estar segura de que no pudiera escaparse. Luego anduvo con cuidado a lo largo del corredor, poniendo la oreja sobre cada una de las puertas que, cada tres metros, se sucedían en hilera. Todavía no era lo suficientemente alta como para mirar por encima de la madera ni llegaba a los barrotes de acero inoxidable entre los que algunos jamelgos sacaban la cabeza.Solo tenía seis años y, además, ni siquiera era de las niñas más altas de la clase, aunque su papá siempre decía que algún día sería tan alta como él.—Ah, ¡por favor! —La voz femenina rasgóel silencio de nuevo. Algunos caballos piafaron asustados.Corrió hacia el lugar de donde procedían los gritos. Se asomó con cuidado al compartimento. La puerta estaba entornada y un hombre, desnudo de cintura para arriba, sujetaba con una de sus fuertes manos las muñecas de una mujer por encima de su cabeza, inmovilizándola contra la pared de cemento.Observó en silencio cómo el hombre, que estaba de espaldas a ella, luchaba contra una muchacha que, retorciéndose, intentaba zafarse del apretón al que la tenía sometida aprisionándola bajo el peso de sus caderas. Luego él, con la mano libre, tomó el cuello de la camisa de la joven y dio un fuerte tirón haciendo que los botones saltaran de los ojales.La mujer resolló por el esfuerzo de defenderse, hasta que por fin consiguió soltarse las manos y sujetó a su oponente de la cinturilla del pantalón, apartándolo de sí misma, al tiempo que le mordía en el hombro en un intento de inútil defensa.El hombre gruñó y le devolvió el gesto. Bajó la boca hasta la piel que acababa de dejar al aire y apresó con los dientes uno de aquellos enormes pechos desnudos.—¡Ay! ¡No! —chilló la joven, llevando la cabeza hacia atrás.—Oh, sí. Ya lo creo que sí —contestó él con voz ronca, empeñado en cumplir sus promesas.En ese instante descubrió quién era la mujer que estaba siendo agredida, en el mismo momento en que él bajó la cabeza una vez más. «No puede ser, Dios mío. ¡Que no le ocurra nada, por favor! Es tan buena…», rezó en silencio. «Espera, Bea, que enseguida busco ayuda. Aguanta un momento».Se dio la vuelta y desanduvo el camino, corriendo como loca hacia la salida. No se detuvo en ningún momento hasta que llegó a la casa, a la que entró por la puerta principal mientras gritaba como una banshee colérica que anunciara la muerte de un ser querido.—¡Por favor, ayudadme! ¡Por favor! ¡Un hombre quiere matar a mi niñera! ¡Socorro!Thomas Silkford salió de su despacho y solo acertó a ver un pequeño retazo de color y unas larguiruchas piernas morenas que corrían en dirección a la sala de estar de Margareth.En cuestión de segundos el pasillo era un hervidero de sirvientes que intentaban coger a la niña, que se escabullía de todas las manos en su afán por hacerse escuchar al tiempo que pedía socorro.Margareth abrió la puerta a la vez que Mary se agarraba al picaporte. La pequeña cayó sobre ella como una tromba.—¿Qué pasa, mi niña?—Tía Margareth, ven conmigo. Un hombre quiere matar a Beatriz… Ven, por favor —insistió al tiempo que tiraba de ella de una mano.Margareth le miró y ambos siguieron a la cría hacia las caballerizas, seguidos por el mayordomo y tres sirvientes.Nada más abrir la puerta de los establos, gemidos y gritos femeninos inundaron los oídos de todos los recién llegados. Una sola mirada de comprensión entre él y su esposa bastó para que lo entendieran todo. Aquello no tenía nada que ver con un ataque, sino con un acto consentido por ambos protagonistas visto desde los inocentes ojos de una niña de seis años.Mary corrió hacia el box y abrió la puerta de un portazo abalanzándose contra la espalda desnuda del hombre que, ahora, aprisionaba contra el suelo a Beatriz.—¡Malo! ¡Suéltala! —La niña quería defenderla y arremetía con inútiles puñetazos contra la sólida musculatura del muchacho—. ¡Déjala! ¡No le hagas daño!El joven giró la cabeza. Sus negros ojos reflejaban frustración y sorpresa a partes iguales.—¡David! —exclamó al reconocerle—. ¿Por qué quieres matar a  Bea?—¿Matarla?Pero David no tuvo tiempo de decir mucho más. Tras aquella canija descerebrada empezaron a aparecer caras sorprendidas. La peor de todas la de su padre, que irradiaba una ira que no se molestó en disimular.No le dijo nada, solo tomó una manta que había sobre una de las puertas y se la echó por encima, antes de coger a la niña en brazos y salir del cubículo para dejarla al cuidado de una de las sirvientas.—Llévala a su habitación. Y… ¡fuera todo el mundo! —rugió.Los empleados salieron de allí de inmediato dejándoles a él y a Bea a solas con sus padres.
Londres, 15 de Noviembre de 1999
—Joder, joder, joder... ¡El cabrón de Thomas me ha puesto un ojo a la funerala! —gritó Jonathan Mantley frente al espejo del cuarto de baño.Lo cierto era que, a pesar del hematoma que ensombrecía su verde mirada, no se sentía mal. En realidad no le importaba demasiado; sabía que la razón estaba de su parte y había actuado conforme a los dictados de su conciencia. Thomas Silkford aún no lo sabía, pero algún día le agradecería que hubiera tomado cartas en el asunto. En cuanto al golpe, esa no era la primera vez que su amigo le hacía probar las virtudes de su famoso «gancho Silkford», si bien esta era la primera ocasión en la que no se había molestado en hacerle catar la no menos popular «respuesta Mantley».Pero si no había contestado a su amigo como se merecía era porque sentía que tenía que mediar entre padre e hijo, o Thomas y David terminarían haciendo o diciendo algo que lamentarían el resto de sus días. ¡No lo permitiría!«Bendito sea Dios, ¡Margareth debe de estar revolviéndose en su tumba!», pensó. Siempre había tenido muy claro que ella era el agente catalizador entre ambos, pero nunca había podido imaginar que su falta provocara semejante reacción, y menos tan pronto. «¡Aún no hace ni quince días que la enterramos!»La relación entre padre e hijo siempre había sido complicada y fría, los dos eran demasiado tercos y orgullosos y David había tenido una adolescencia difícil y rebelde, pero Margareth, con su sabia intervención, siempre había sabido establecer la paz entre ellos. Ahora, en su ausencia y con el dolor que esta provocaba en los dos hombres, las cosas habían llegado a un punto en el que de alguna manera tenían que poner tierra de por medio y dejar que la distancia y el tiempo curara todas las heridas.Quizá Thomas no le perdonaría jamás su intervención, pero no podía quedarse con los brazos cruzados viendo cómo se destrozaban la vida mutuamente. David era su ahijado, el hijo varón que nunca pudo tener, y le debía protección y apoyo por mucho que su padre fuera su mejor amigo desde la infancia. Circunstancia que no le impedía ver sus defectos y empecinamiento.  A esas alturas Thomas ya tendría que haber asumido que David no tenía el más mínimo interés en su exitosa y maravillosa empresa editorial; el muchacho jamás había mostrado la más mínima intención de dedicarse al periodismo, aunque ese fuera el futuro que su padre había planeado para él. Debería de haberse dado por enterado cuando, durante su segundo curso en la Facultad, averiguó que su hijo no se había plegado a sus deseos. Le había obligado a estudiar Periodismo, pero el chaval, haciendo trabajos extras, se las había ingeniado para financiarse por su cuenta los cursos para obtener la titulación que de verdad deseaba. Se había matriculado en Biología y sacaba adelante los exámenes de ambas materias.¿Cuándo iba a enterarse Thomas de que David era un aventurero y que jamás lo vería sentado en un despacho, impregnado de olor a tinta y rodeado de papel cuché?Por eso él había tenido que tomar cartas en el asunto.Aun así había estado muy mal que David, en un arrebato de orgullo casi infantil, hiciera trocitos el diploma de su licenciatura en Periodismo en las mismas narices de Thomas y, luego, le tirara a la cara el documento que lo facultaba como biólogo. Aquella actitud no había sido nada correcta pero, aun así, el muchacho le había infundido un gran respeto cuando le vio hacerlo. Había que tener un par de cojones para desafiar de semejante manera al Gran Silkford, un hombre admirado y temido a partes iguales en toda Inglaterra. Incluso él mismo se lo hubiera pensado dos veces antes de hacer nada semejante.Sabía que Thomas contuvo a duras penas los deseos de golpear a su hijo pero, en cambio, dejó que la ira siguiera su curso al enterarse de que, ayudado por él mismo, el joven se había enrolado en las Fuerzas Aéreas Especiales del Ejército del Reino Unido. De alguna manera había que canalizar aquel exceso de testosterona que su padre ya no era capaz de controlar. El Ejército se encargaría de ello.—Jamás he visto a Thomas más descompuesto. Claro, que he sido yo quien ha pagado los platos rotos —farfulló a su reflejo.
Londres, 1 de marzo de 2005
Mary Mantley lloraba desconsolada ante el féretro de su padre, cubierto con la bandera de Gran Bretaña. El Primer Ministro del Reino Unido estaba presente en los oficios y presidía los actos protocolarios. Pero a ella le daba igual. Como militar de alta graduación merecía ese trato; el coronel Jonathan Mantley había muerto en Irak mientras desempeñaba labores de reconstrucción y asistencia humanitaria en aquel país, pero ahora mismo a ella el Reino Unido y su política exterior la traían al pairo. Lo único que quería era recuperar a su padre. Él era el único familiar que le quedaba y ahora también se había ido.Sintió el brazo protector de su tutor, consolándola, y se refugió en la calidez que su gesto le proporcionaba. También él estaba solo.De alguna manera las vidas de ambos se habían roto en mil pedazos.



Un amigo trabaja a la luz del sol, un enemigo en la oscuridad.(Proverbio Acholi — Uganda)
CAPÍTULO 1
Londres — ¡Santísimo Cielo, estamos en manos de unos locos con carné!Hoy he asistido a la reunión más extraña de mi vida. Estoy tan conmocionado que todavía no doy crédito a mis ojos y oídos.Aunque conocía a todos y cada uno de los veintisiete asistentes a aquella extraña cita, me he comportado como una mosca en la pared limitándome a mirar y escuchar lo que allí ocurría. Cualquier británico con dos dedos de frente hubiera hecho lo mismo, ya que hablo de los representantes de todos los poderes fácticos del estado. Un puñado de hombres poderosos jugando a ser dioses; de hecho, siéndolo. Me han informado que vuelva cada tercer viernes de mes. Lo haré, siempre cumplo las órdenes, pero no me gusta nada lo que he visto en lo que, desde hoy, bautizaré como «Misión Olympo».
(Entrada del 18 de mayo de 1995del diario del coronel Jonathan Mantley)
Londres, 2 de diciembre de 2010
Thomas Silkford no daba crédito a sus ojos. La foto que tenía entre sus manos no dejaba lugar a dudas. Su único fundamento era desestabilizarle a todos los niveles. Incrédulo, volvió a mirar la imagen. Una estilizada muchacha, de bronceadas piernas y larga melena oscura recogida en una coleta, hacía footing en un parque ataviada con unos escuetos pantalones cortos y una camiseta. Llevaba en las orejas unos pequeños auriculares conectados a un iPod y una ligera pátina de sudor daba brillo a la piel de su estrecha cintura y los musculosos, y aun así femeninos, hombros. Dio la vuelta al papel y volvió a leer, por enésima vez, la frase que, con rotulador indeleble y letra de imprenta, estaba escrita al dorso: «es una pena que tanta belleza pueda marchitarse».Se peinó con los dedos el corto flequillo canoso. A sus sesenta y nueve años todavía mantenía la mayor parte de su rebelde cabello, aunque era muy posible que en unos meses su cabeza pareciera una bola de billar, pero antes tenía que hacer un montón de cosas. Sin embargo no pensaba dejarse amilanar por el pernicioso cáncer hepático que le habían diagnosticado; se sometería a la quimioterapia que había intentado aplazar durante semanas si así conseguía salvar la vida de la muchacha de la que era tutor y, al tiempo, descubría al mundo la razón que había llevado a la tumba a su mejor amigo y padre de esta.Al morir Jonathan, en el transcurso de una operación de rutina en el desempeño de su trabajo como miembro de las Fuerzas Armadas Británicas, a él no le quedó más remedio que hacerse con las riendas de los negocios de su amigo y hacerse responsable de la educación y el cuidado de Mary, su única hija.Desde que esta nació él había sido designado su tutor legal y el fideicomiso de su herencia en caso de que algún contratiempo dejara a la muchacha huérfana, algo que por desgracia ocurrió una fría mañana de marzo de 2005, hacía ahora casi seis años, cuando la joven todavía no había cumplido diecisiete años.Y en esos momentos, volviendo a mirar la imagen de Mary corriendo por el parque, sentía que, una vez más, tenía que sacar fuerzas de flaqueza y ser valiente por ella.Al principio casi dio la bienvenida a la enfermedad, bien es cierto que hubiera preferido un final menos traumático y doloroso, pero ya estaba harto de vivir. Desde que su adorada Margareth se marchó, hacía ya once años, y después de haber roto de forma drástica la relación con David, su único hijo, pocas cosas habían conseguido interesarle en este mundo.La muerte de Jonathan fue un revulsivo en su día, y todavía más que, cinco meses después, descubriera casi por casualidad la clave que le condujera hasta el banco suizo donde este había depositado sus diarios secretos; el USB AG de Gstaad, ubicado en Promenade, 66. El código que abría aquella envenenada caja de seguridad lo encontró releyendo por enésima vez la última carta que recibió de su amigo: 17A6156D5H48M.En ella encontró un puñado de libretas y documentos que pondría los pelos de punta a hombres más bragados que él y que, desde ese día, le habían impedido dormir sin pesadillas.Pero descubrir que tenía los días contados le había hecho ser más aguerrido en sus investigaciones. Por desgracia alguien había descubierto sus intenciones y se había permitido el lujo de amenazarle. No le preocupaba. Que alguien se tomara la molestia de quitarle la vida era una bendición; le ahorraría las penurias de los últimos meses de batalla contra el tumor que le estaba comiendo por dentro.Sin embargo, nadie iba a tocar ni un pelo a su niña. De eso se ocuparía él aunque fuera lo último que hiciera. Y si tenía que dar un buen pisotón a su desmesurado orgullo, lo haría sin dudarlo. De todas formas sabía que esa era una asignatura pendiente que, tarde o temprano, tendría que intentar aprobar. Ahora el tiempo apremiaba.Tenía un as en la manga que estaba dispuesto a utilizar. Una carta que Jonathan le había pedido que usara si era necesario y eso era algo que no podía dejar de hacer para salvar la vida de la única hija de su mejor amigo, aunque tuviera que arrastrarse como un gusano. Pero tenía que actuar con mucha cautela. Estaba seguro de que estaba siendo investigado y era posible que incluso le hubieran intervenido el teléfono.Apagó el ordenador y sacó del cajón el maletín de piel. En él introdujo el informe financiero que acababa de pasarle su secretaria y el sobre acolchado, de color amarillo y sin remitente, en el que le habían enviado la foto de Mary. Luego se dirigió a la caja fuerte, oculta tras un cuadro de Eduardo Tapies.Tecleó la clave y el clic de apertura resonó frío y distante en el silencio del despacho. Con dedos diestros extrajo el fajo de papeles y cuadernos que guardaban el secreto del destino de miles de personas. Posiblemente de toda una raza.Los metió también en el maletín y cerró la tapa con cuidado. Luego llamó a su chófer para que le esperara a la puerta del edificio de Silkford Ediciones con el coche preparado, e informó a su secretaria de que se tomaba libreel resto del día.Cerró los cajones con llave y abandonó las oficinas en el ascensor que bajaba directo hasta la recepción del edificio.Richard, el chófer, ya tenía la puerta abierta del Bentley cuando pisó el último escalón que le separaba de la calzada. Miró a ambos lados de la acera, para estar seguro de que nadie aparecería de improviso, y se subió al coche lo más rápido que pudo. Una vez dentro, cerró el seguro de la puerta y suspiró.Sabía que tenía que trasladar esa documentación, no era seguro que estuviera en la oficina, pero tenía miedo de ser interceptado por la fuerza en el camino. La foto de Mary le había hecho tomar decisiones drásticas. Esa solo era la primera de ellas.—Richard, no lleve el coche al garaje —pidió al chófer al llegar a su casa—. Espéreme aquí. Vuelvo en unos minutos.Sin más explicaciones, subió las tres escaleras y entró en la enorme mansión victoriana. El mayordomo abrió la puerta antes de que él tuviera la oportunidad de golpear con la aldaba.Ni siquiera iba a molestarse en quitarse el abrigo, así que hizo caso omiso del gesto del sirviente y continuó su camino hasta el estudio privado, situado en el ala de la mansión donde estaban ubicadas sus dependencias particulares.Cerró la puerta con llave y se dispuso a guardar los papeles de Jonathan en la caja fuerte junto con la foto de Mary. Ahora sí estaban protegidos de verdad, la casa contaba con un sistema de seguridad fiable por completo. En teoría también su despacho laboral, pero había llegado a un punto en el que ya no se fiaba ni de su propia sombra.Miró la esfera del reloj en su muñeca y suspiró; adonde tenía que llamar aún no habían dado las dos de la tarde. Era posible que no localizara a la persona que buscaba, pero se había preocupado de dejar un rosario de mensajes tan inquietantes como para asegurarse de que en algún momento esta respondiera a su llamada. Y puesto que no podía asegurar al cien por cien que las paredes no tuvieran oídos, ni siquiera en su propia casa, abrió el cajón superior del escritorio y sacó una libreta Moleskine de tamaño cuartilla. Tenía por costumbre abrir un cuaderno para cada individuo que investigaba y a este en concreto le había dedicado muchas más horas de las que estaba dispuesto a admitir, pero nunca dudó que cada segundo invertido en él valía su peso en oro. Ahora estaba seguro de ello.Con fría y sistemática paciencia había recopilado todos los datos que con el paso de los años iban cayendo en sus manos, aunque la finalidad nunca fue llegar a utilizarlos en beneficio propio. Algo más que su espíritu periodístico le obligaba a recabar toda aquella información, por eso tenía más hojas rellenas de lo que en un principio supuso que tendría nunca. Aquel ejercicio le había hecho ser consciente de lo poco que el ser humano llega a conocer la auténtica personalidad de la gente que tiene a su lado.Abrió el cuaderno de apuntes por una hoja determinada y, después de releer durante unos minutos los datos allí registrados, apuntó un número de teléfono en un papel que cogió del taco de notas que había sobre la mesa. Lo dobló meticulosamente y lo introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta. Luego guardó la libreta de nuevo bajo llave y sacó de un armario una caja que contenía un teléfono móvil y varias tarjetas prepago. Con dedos firmes colocó la tarjeta SIM y la batería en el aparato. Al encenderlo, la barra de carga de la pila reflejó que estaba a tope. Marcó el número secreto de la tarjeta y lo introdujo en el bolsillo del abrigo, que se abrochó de forma descuidada, mientras desandaba el camino hasta el parterre de entrada de la mansión.—Richard, lléveme a Richmond Park.—Sí, señor Silkford.Si la inusual solicitud extrañó al chófer, en ningún momento se reflejó en su enjuto rostro ni en los cuidados modales de aquel hombre acostumbrado a obedecer sin preguntas.
Nairobi, 2 de diciembre de 2010
David Silkford volvió a mirar el reloj digital de la pantalla del televisor de plasma que había sobre el aparador de la salita de estar de su suite. En los últimos días había recibido una serie de llamadas crípticas que habían llegado a intrigarle.Sospechaba que tenían que ver con la Agencia y, aunque en un principio había pensado ignorarlas, al final decidió plantarles cara. Hacía ya tres años que había presentado su renuncia irrevocable y así se lo iba a decir a quienquiera que fuera el que se empeñaba en darle la tabarra. No pensaba volver a colaborar con ellos por mucho que se empecinaran.Sin embargo, alguien se había tomado muchas molestias. Le habían dejado recado en su casa, en el hotel donde mantenía el alquiler fijo de una habitación, en su teléfono móvil e, incluso, en el buzón de voz de La Luz de Kenya; la agencia de viajes que dirigía.Siempre era el mismo mensaje: «El dos de diciembre, a las quince horas de Kenya, procura estar localizable en el Hilton Nairobi para recibir una llamada telefónica importante».Y allí estaba, esperando que sonarael teléfono de la suite. Eran las catorce cuarenta y cinco.Se dirigió al minibar y abrió un botellín de whisky. Lo vertió en un vaso bajo y echó dentro tres piedras de hielo. Los malos tragos mejor pasarlos con el gaznate húmedo.Moviendo el contenido con sinuosas rotaciones de muñeca, se dirigió al cuarto de baño y se miró al espejo. Tenía un aspecto deplorable, necesitaba dormir quince horas seguidas como mínimo. Después de un safari de diez días por el parque Tsavo con cinco ejecutivos descerebrados en busca de emociones fuertes, había regresado a la civilización para recibir una inquietante noticia de boca de su socio. Enfadado hasta la saciedad, en lugar de quedarse a descansar en su casa, había cogido el todoterreno y había conducido durante toda la noche hasta Nairobi. Una vez allí, y tras encargarse de algunas gestiones urgentes en la ciudad, intentó dormir un rato, pero no había podido pegar el ojo, así que se limitó a pedir un frugal almuerzo en la habitación. Las preocupaciones siempre tenían el mismo efecto en él.Dann Warter, el hombre al que se había unido para montar aquella agencia de viajes que le procuraba alegrías y disgustos a partes iguales, estaba empeñado en hacer el caldo gordo al Departamento de Turismo del gobierno keniano. Pero él no estaba por la labor de dejar que esa pandilla de corruptos politicuchos de medio pelo le dijeran cómo y de qué manera tenía que organizar su empresa. Abrió el grifo de agua fría y metió la cabeza bajo el chorro. Luego se restregó con fuerza la cara y volvió a mirarse en la pulida superficie, que le devolvió una mirada iracunda por debajo de unas largas pestañas negras, del mismo color que su flequillo, de las que goteaban gruesas gotas que aterrizaban sobre sus angulosos pómulos.Se arrancó de un tirón el pañuelo que llevaba anudado al cuello, empapado ahora, y se secó con la blanca y mullida toalla que lucía orgullosa el anagrama del Hilton Nairobi. Pequeñas hebras de algodón se quedaron prendidas de la recia barba de tres días que no había tenido tiempo ni ganas de rasurarse.Tiró la toalla usada dentro de la bañera, hecha una bola, y regresó a la sala con el vaso en la mano. «A ver si suena el chisme este de una puñetera vez y puedo, por fin, dormir hasta que pasen las grandes lluvias». Sacó la cajetilla de cigarrillos que llevaba en el bolsillo derecho de la camisa y encendió uno con el Zippo que guardaba en el compartimento especial de la pernera de su pantalón de safari.Necesitaba una ducha, debía de oler a hiena. Llevaba tres días sin cambiarse de ropa.Se repanchingó en el envolvente sillón individual y estiró las largas piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos, mientras degustaba con placer el whisky y el cigarrillo.Escasos segundos después sonó el teléfono. «¡Ya era hora!».—Sí…—David —respondió una voz masculina al otro lado de la línea telefónica—. ¿Sabes quién soy?—¿Pa… papá?—Sí, soy yo.—¿Ocurre algo? ¿Se ha hundido Gran Bretaña? ¿Ha emergido la Atlántida? ¿Te ha dado un ataque de amor repentino?—David, deja a un lado el sarcasmo y escúchame hasta el final. Luego, si así lo decides, puedes olvidarte de esta llamada… —replicó su padre, apremiante—. No puedo hablar mucho. Y sí, ocurre algo. Y muy grave, además. Necesito tu ayuda.—¿Mi ayuda? Se alarmó de inmediato. El viejo no había vuelto a llamarlo desde la noche que tuvieran aquella última y sonora bronca, apenas quince días después de la muerte de su madre, después de que le comunicara lo que opinaba que podía hacer con su saneada empresa editorial. A la mañana siguiente, tras renunciar a todos sus derechos como hijo, se alistó en el Ejército, no sin antes avisarle que no quería volver a saber nada de él en lo que le quedaba de vida.Desde entonces, ningún contacto, ninguna carta, ninguna llamada de teléfono; ni siquiera una felicitación navideña habían vuelto a cruzarse. ¿Por qué ahora le llamaba con tanta premura y misterio? No cabía duda de que algo grave había ocurrido.Para remate, el Gran Silkford jamás había pedido ayuda a nadie y mucho menos a él, la oveja negra de la familia.Y puede que guardara rencor a su padre, que su orgullo le hubiera impedido llamarlo durante años, que se hubiera engañado a sí mismo diciendo que no tenía ningún sentimiento filial por él, pero lo cierto era que la sangre tiraba y un temor extraño se había alojado en ese espacio de su caja torácica que él hubiera jurado que estaba vacío.Además, la experiencia le había enseñado a distinguir matices en la voz que revelaban más detalles de lo que el emisor pensaba y, desde luego, su padre estaba diciéndole demasiadas cosas con sus silencios. —David, por favor, escúchame…Por si aún tenía alguna duda, aquel ruego no tenía nada que ver con ninguna de las taxativas órdenes paternas bajo las que había crecido y, sin temor a equivocarse, podía distinguir el miedo en el tono. Algo increíble, si no fuera porque lo estaba escuchando con sus propios oídos.—Sé —continuó Thomas— que durante casi diez años has pertenecido al Servicio Secreto Británico. Que dejaste el MI6 hace poco más de dos años y que ahora solo te dedicas a tus negocios en ese país perdido de la mano de Dios. Por todo ello, por tu experiencia, necesito tu ayuda; pero no puedo explicarte nada por aquí.—Mañana tomo un vuelo a Londres. —Él mismo se sorprendió con sus palabras.—No. Quiero que todo siga como está y mis enemigos sigan pensando que entre nosotros no hay ningún tipo de comunicación.—¿Qué ocurre?—No puedo contártelo por teléfono. Solo te diré que estoy siendo extorsionado por alguien poderoso que se ha empeñado en borrarme de la faz de la tierra. Es algo relacionado con la muerte de Jonathan Mantley.—Jonathan murió en acto de servicio… Fue un accidente…—No. Hay toda una trama detrás de su muerte, David, pero no puedo explicártelo por aquí. Tengo sus diarios y he encontrado documentación que lo demuestra, pero cuando me he puesto a investigar he tropezado contra un muro.—¡Házmela llegar! —le exigió—. Deberías de haberme enviado todos esos papeles antes de hacer nada por tu cuenta.—Tienes razón, pero ya sabes… el orgullo de los Silkford. De todas formas, por eso te llamé la semana pasada.Escuchar la capitulación de su padre hizo que se le pusiera la carne de gallina.—Sin embargo —siguió diciendo Thomas—, en estos días han cambiado bastante las cosas. Aun así, sigo sin poder hacerte llegar la documentación por correo y tampoco puedo ponerte al corriente de todo por teléfono. Supongo que en casa están todas las comunicaciones intervenidas e Internet no es seguro. Tampoco puedo llevártela yo mismo; arrastraría a mis enemigos hasta la puerta de tu casa.—Como si me preocupara…—Ya, a ti no, pero a mí sí. Escúchame, hijo… —Que le reconociera como tal le hizo dar un respingo—. Haré que una persona de mi absoluta confianza te lo lleve en mano. Por supuesto, ella no tiene ni idea de qué es lo que contiene el sobre lacrado que te entregará, por lo que no debes ponerle al corriente de nada.Hizo una silenciosa mueca. ¿Acaso iba su padre a enseñarle ahora cómo actuar en una operación de alto riesgo? Sin embargo omitió cualquier comentario al respecto.—Escucha —le apremió Thomas—, te lo enviaré con un reportero de la editorial. Voy a hacer que contraten a tu empresa como guía para llevar a cabo un reportaje fotográfico. Limítate a aceptar el encargo, pero permanece alerta, porque no seré yo quien haga la gestión. Tus servicios serán solicitados por una de las revistas del grupo y se encargará de ello el editor de turno.—¿Cuándo llegará ese reportero?—Lo antes posible. Te mantendré informado.—De acuerdo.—No llames a casa, David, espera que sea yo quien me ponga en contacto contigo. En el sobre te adjuntaré un número de teléfono seguro. Un móvil como este desde el que te estoy llamando ahora. Uso tarjetas prepago que solo utilizo una vez y luego destruyo para que no puedan seguirles la pista. —Perfecto.—Cuídate, David. Vigila tu espalda.—Cuídate tú, papá. Espero tus noticias.Cuando colgó sintió que los pilares de su existencia se desmoronaban.No tenía la más ligera idea de cómo su padre había llegado a enterarse de su filiación al MI6, pero negárselo hubiera sido una tontería. Era obvio que estaba al cabo de la calle y que, por mucho que le pesara reconocerlo, de alguna manera sabía lo que se traía entre manos; bastaba con ver cómo actuaba con los teléfonos.
Londres, 2 de diciembre de 2010
Thomas miró a su alrededor, seguía solo. Se había adentrado en el parque por una senda peatonal que surgía a la derecha del Jardín de Jorge V tras abandonar el aparcamiento donde aún estaría esperándole el chófer.Minutos después llegó a una loma desde la que pudo comprobar que no había nadie cerca, entonces hizo aquella llamada. Aunque el día era tan frío que dudaba que nadie se arriesgara a pasear, siempre había gente para todo, así que intentó asegurarse de que ningún oído curioso escuchara sus palabras, ni siquiera con la ayuda de micrófonos direccionales. Aquel espacio abierto era ideal, sin árboles ni promontorios que pudieran esconder a una persona. Su única compañía era la de algunos gamos y ciervos rojos que trotaban por las inmediaciones.Por alguna extraña razón las manos le temblaban cuando presionó la tecla de interrupción de llamada. Siempre había pensado que esa conversación resultaría mucho más difícil de lo que en realidad había sido. Curiosamente David se había mostrado muy, pero que muy, receptivo.Esperaba no estar tomando una decisión equivocada.Se guardó el teléfono en el bolsillo del abrigo y sacó un cigarrillo de la pitillera de plata. No debería fumar, pero lo necesitaba más que respirar. Lo encendió y desanduvo sin prisa el camino hasta el aparcamiento.Ya en su domicilio y una vez en el estudio, con la calefacción a tope para recuperar la sensación de que tenía manos y pies, descolgó el teléfono y marcó el número directo del despacho de Robin Akerman, el director de Intrepid, la revista de viajes que reportaba cuantiosos beneficios a Silkford Ediciones.—Hola Robin, soy Thomas.—Dime…—Verás, he tenido que irme de la oficina porque no me encontraba demasiado bien, pero hay un tema que me gustaría discutir contigo.—Tú dirás, Thomas—Bueno, es un poco largo. ¿Tienes algo que hacer esta noche? He pensado —continuó sin dejar que Akerman le confirmara o no su ausencia de planes— que podías venir a cenar a casa y así charlamos tranquilos.Robin miró resignado el reloj de la pantalla del ordenador. Todavía tenía varias gestiones que hacer antes de irse a casa, pero había pensado que a las seis ya sería dueño de su tiempo. En fin, había cosas que no podían negarse y una petición de ayuda de Thomas Silkford era una de ellas. Le debía algo más que favores, le debía la misma vida; así que acudiría a la cita y pondría buena cara por poco que le apeteciera.Thomas había sido su primer jefe. Era el director editorial del American Travel, puesto que abandonó antes de casarse con la hija del dueño de la revista y tras lo que montó su propio grupo editorial. Desde entonces no habían vuelto a verse, hasta aquel funesto día de hacía ya diez años, cuando le sacó del negro agujero en el que se había sumido tras verse abandonado por su esposa, que se llevó con ella a sus dos hijos, y se refugió en el juego.Al principio aquella absurda afición había sido algo esporádico, pero poco a poco su ludopatía empezó a adquirir proporciones gigantescas hasta el punto de que, la noche que Thomas lo encontró, estaba a punto de perder todo cuanto de valor le quedaba.Se reencontraron, por casualidad, en el hall de la residencia social de un club de golf al que le habían invitado a una partida de póquer. Silkford salía del restaurante mientras él lo hacía de la sala de juegos. Él debía de llevar el fracaso dibujado en la cara, porque cuando Thomas le vio se alarmó de inmediato por el terrible aspecto físico que arrastraba y quiso saber cuál era el motivo de tanto deterioro. Le invitó a una copa en el salón de fumadores. Por aquellos días Silkford ya era un reconocido magnate del mundo de la comunicación y la prensa británica. Su ascenso había sido meteórico, y no le extrañaba, puesto que lo poco o lo mucho que sabía de periodismo y fotografía se lo debía a él. Incluso sospechaba que fue él quien le recomendó para el puesto del que hacía pocos días lo habían despedido por su mala cabeza; el de director gráfico de la edición inglesa del American Travel. Por fin, aquella noche tan aciaga fue la que la diosa Fortuna había elegido para regresar a su lado. Al finalizar la entrevista, cuatro horas después, él salía de allí con un préstamo económico a fondo perdido, un nuevo puesto de trabajo y una firme promesa sobre sus hombros: Silkford cubriría las pérdidas económicas que había sufrido en aquella velada y le daría una oportunidad como editor gráfico de la revista de viajes de su editorial. A cambio, él se sometería a un riguroso tratamiento de desintoxicación (que también sufragaría su nuevo jefe), en una costosa clínica escocesa. El porqué lo hizo siempre le produjo una gran curiosidad, pero puesto que él jamás le había explicado los motivos, se limitó a aceptar aquel regalo caído del cielo, jurándose a sí mismo que nunca le defraudaría y le sería fiel por el resto de sus días. Por eso no iba a negarle una consulta profesional a deshoras, a pesar de que su desenfrenado sentido de la irresponsabilidad le pidiera hacer otras visitas.Llegó a la cita con la puntualidad de la que tan amante era su anfitrión, que le recibió en la sala de estar, leyendo el periódico. —Siéntate, Robin —lo apremió—. Te he hecho venir porque necesito un favor y preciso a alguien de mi total confianza.—Tú dirás, amigo…Thomas se levantó y sirvió un generoso trago de whisky escocés en vaso corto, que acercó a su invitado antes de tomar asiento de nuevo.—El carácter personal de esta petición es por lo que prefiero hablar contigo fuera de la oficina, si bien tiene algo que ver con el trabajo.—No hay problema, ya sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites.—Bien. —Echó de menos tener también un vaso del que beber—. En las últimas semanas no he recibido buenas noticias de mi médico.—¿Qué ocurre? —preguntó Robin con la alarma reflejada en la voz.—Me han diagnosticado un cáncer.—¿Qué?—Bueno, está en fase inicial, así que no hay por qué preocuparse de momento. Pero por si acaso, quiero dejar resueltos algunos asuntos pendientes y necesito que me eches una mano.—¡Por supuesto! Lo que necesites.—No sé si sabes que tengo un hijo, David, con el que no me hablo desde hace once años.—¿Necesitas que me ponga en contacto con él y le ponga al corriente de tu enfermedad?—No exactamente. Como sabes también soy el tutor legal de Mary Mantley, pero en vista de que mi enfermedad puede complicarse, me gustaría que ellos retomaran el contacto sin que ninguno de los dos supiera el motivo de ello ni mi intervención en el tema.—¿Y cuál es mi papel en todo esto?—Puesto que Mary es una de tus fotógrafas en plantilla, quiero que la envíes a Kenya, donde David dirige una agencia de safaris, a hacer un reportaje del país. —¿Solo eso?—Sí, pero nunca debes decirle que yo te lo he pedido ni, por supuesto, quién la recibirá a su llegada a ese país. También necesito que contrates a mi hijo como guía, pero él tampoco puede saber quién será el reportero. Ni siquiera le digas que la fotógrafa será una mujer, o se negará.—¿Por qué va a negarse?—Se negarían ambos. Se odian a muerte.—Ah, ¡ya entiendo! —replicó Robin con un reflejo de lucidez en sus ojos vidriosos.—Yo sufragaré a título personal los costes extras que ese viaje ocasione, pero Mary debe de ir allí sin límite de gastos ni tiempo. Pónselo todo lo difícil que puedas para que tenga que permanecer en aquel país, como mínimo, dos o tres meses.—¡Me haces polvo, Thomas! Pensaba enviarla a hacer un reportaje a Argentina; necesito a alguien que hable español.—Manda a otro —zanjó, taxativo.—Está bien —acató sin impedimentos.Acto seguido se puso en pie dando por terminada la conversación.—Bien, ahora pasemos al comedor. La cena ya debe de estar puesta en la mesa. —Se dirigió a las puertas dobles que separaban ambas estancias sin reparar en si Robin le seguía o no—. Una cosa más… —dijo antes de abrirlas.—¿Sí?—Esta conversación nunca ha tenido lugar. Jamás debes comentar con nadie, y fíjate que he dicho nadie —insistió poniendo especial énfasis en la última palabra—, lo que aquí hemos hablado ni la finalidad real del reportaje de Kenya. Cómo te las apañes, es cosa tuya. A quién tengas que convencer, también. Y nadie, insisto, debe conocer el paradero de Mary durante estos meses. ¿Entendido?—Claro como el agua, jefe.—¡Ah! —dijo volviéndose una vez más—. ¡Y yo estoy tan sano como una manzana!—Por supuesto…
El teléfono sonaba con una insistencia tan machacona que Mary no era capaz de encontrar las llaves del apartamento entre la ropa sucia del gimnasio que llevaba en el macuto.Por fin tocó con los dedos la fría argolla de metal del llavero y tiró de ella con fuerza. Acababa de atascarse en algo. Cuando lo sacó, arrastraba consigo un hilo del albornoz de baño que había usado para salir de la piscina y no podía encajarlo en la cerradura.El ring ringatronaba inquebrantable tras la sólida puerta de madera.Se agachó. Colocó la mochila en el suelo y utilizó los dientes a modo de cuchilla para sesgar el filamento de algodón que le impedía liberar las llaves.«¿Pero quién será el pesado, Dios mío?».No había nada que la pusiera más nerviosa que un teléfono sonando y no poder contestarlo. Pero siempre pasaba lo mismo, tan pronto entraba a la ducha a alguien se le ocurría que tenía que localizarla para la última perogrullada de turno.Y, también esa mañana, como suele ocurrir la mayor parte de las veces, según abrió la puerta y se precipitó como un obús contra el maldito aparato, este dejó de sonar.Malhumorada, regresó al recibidor, recogió la bolsa de la ropa del suelo y cerró la puerta con un sonoro golpe que retumbó en las paredes del elegante edificio donde vivía.En esas ocasiones era cuando echaba de menos seguir viviendo en Silkford House. Allí siempre había alguien dispuesto a coger el teléfono y, Philippe, el mayordomo, le hubiera abierto la puerta incluso antes de que empezara a subir las escaleras.Pero a su regreso a Londres, terminados ya sus estudios universitarios, había tomado la decisión de vivir sola. Aquel enorme caserón le resultaba demasiado opresivo, por difícil que pudiera parecer debido a las gigantescas dimensiones que tenía. La intimidad era algo que no estaba al alcance de ninguno de sus habitantes y ella la necesitaba. Allí todo el mundo sabía a qué hora entraba, cuándo salía, con quién lo hacía y dónde estaba en cada minuto del día. Ella no podía permitirse ese lujo.Por eso disponía de un coqueto apartamento en Chelsea, donde no había sirvientes indiscretos en cada recoveco, aunque en él tuviera que cocinar y hacer la compra, lo que no le suponía ningún problema. A veces resultaba hasta divertido y le hacía creer que la vida era algo más que sentarte a esperar que te lo dieran todo hecho.Y aunque la mayor parte del año estaba en el extranjero, haciendo su trabajo de ciudad en ciudad y de país en país, poder comer en pijama un simple sándwich, con los pies sobre el sillón sin atentar contra la riqueza patrimonial o la historia del Reino Unido, era toda una bendición.Lo había decorado a su gusto, con muebles modernos de líneas sencillas y tapicerías de colores alegres que no robaran la escasa luz de Londres. Las paredes eran blancas y había colocado plantas en cada rincón de aquellos ciento cuarenta y dos metros cuadrados.El teléfono sonó de nuevo. —Dígame…—Hola, Mary.—Hola, Tom. ¿Eras tú el que llamaba hace cinco minutos?—Sí. Necesito hablar contigo. ¿Vas a venir hoy a la editorial?—Sí, tengo una reunión con Akerman a las diez. ¿Quieres que pase por tu despacho cuando termine? Es que antes no puedo, acabo de llegar del gimnasio y todavía tengo que prepararme… —se excusó Mary con cierto tono de lamento.—Ah, no te preocupes. Pasa a buscarme después de tu reunión. Te invito a comer en el club, ¿vale?—De acuerdo.Bueno, adiós a los vaqueros y al jersey con los que pensaba vestirse. Ahora tendría que ponerse algo más elegante. Thomas no soportaba el desaliño y, además, le gustaba presumir de pupila ante los fósiles de su club de golf.Solo esperaba que no se le ocurriera volver a intentar prepararle una cita a ciegas con alguno de los impresentables hijos de sus amigos. ¡Ella elegía a sus amistades y, sobre todo, con quién salía a cenar!  Aunque Thomas siempre había sido un hombre frío, manipulador y distante que no había demostrado el más mínimo interés por convertirse en abuelo, en los últimos meses le había dado por buscarle posibles partidos y estaba obsesionado con que le diera un heredero. Por suerte ella tenía el suficiente carácter como para no dejar que se propasara ni un milímetro en ese sentido; hacía demasiados años que la responsabilidad de buscar esposo había dejado de ser problema de los tutores y ella no estaba dispuesta a pasar por alto esa actitud tan decimonónica.Desde hacía algún tiempo Tom se estaba volviendo demasiado absorbente, sobre todo después de que decidiera dejar de vivir en su casa. A veces llegaba a ser un poco irritable con su control, pero lo quería demasiado para negarle algo tan trivial como una comida e, incluso por eso, a veces regresaba durante algunos días a Silkford House.Sacó del armario un vestido de corte Jackie, de lanilla azul oscura con ribetes blancos, y buscó unas medias y una muda de ropa interior en el cajón de la cómoda. Lo dejó todo sobre la cama y se dirigió a la ducha a toda velocidad. ¡Ya iba con el tiempo justo! ¡Como siempre!Tres horas más tarde entraba en el enorme despacho de su tutor, con el ligero maquillaje impoluto y la felicidad impresa en el rostro.—¡No sabes lo que acaban de encargarme, Tom! —irrumpió atropelladamente mientras se precipitaba hacia el presidente para plantarle un sonoro beso en la mejilla—. ¡Me voy de viaje!—¿De veras, cielo? No entiendo cómo puede hacerte tanta ilusión estar siempre por ahí. ¿No te da pena dejar aquí solo a este pobre anciano?—¡Ni gota! —Se rio—. Además, tú tienes de anciano lo mismo que yo de monja. Eso sí, eres un egoísta y, si por ti fuera, no me despegaba de tus pantalones ni un solo día. —Sabes que no me entusiasma que viajes tanto.—¡Porque eres un machista irredento! ¿Cómo crees que se hacen las fotos de la revista de viajes de tu empresa?—Tenemos más fotógrafos en nómina. No entiendo que tengas que ser tú quien las haga cuando puedes quedarte, como te he ofrecido mil veces, sentada en un despacho formando parte de la plana ejecutiva de la empresa que heredarás algún día.—¡Déjate de bobadas, Tom! Esa no es mi vida y lo sabes—Sí, por eso no pongo demasiados impedimentos… Anda, vamos a comer y me cuentas adónde te marchas en esta ocasión.Thomas se levantó con agilidad del sillón de cuero de su escritorio y cogió el abrigo del perchero. Aquella mujer de rasgados y enormes ojos —de un extraño color que variaba entre el turquesa y el verde según su estado de ánimo—, facciones perfectas, satinada piel dorada y gruesos rizos morenos conseguiría volver loco a su disoluto hijo, rezumante de testosterona en estado puro.Si su experiencia en la vida le confería tantos aciertos como acostumbraba, esa parte estaba asegurada. Mary era elegante, vivaz y muy inteligente. Además, aunque estaba delgada, poseía las curvas que hacen apetecible a una mujer ante los ojos de un hombre, aunque no era muy alta —ni siquiera alcanzaba el metro setenta—. Solo faltaba que ella fuera tan incauta como para caer rendida ante los encantos masculinos de un Silkford.La única pega de toda aquella trama era que ambos se odiaban a muerte, pero la pasión y la lujuria hacen insólitos compañeros de cama. Él iba a ponérselo fácil a ambos y, después, podría morirse tranquilo.—Bueno, cuéntame adónde te vas en esta ocasión —le preguntó mientras separaba la silla del restaurante para que se sentara.—A Kenya. Tengo que hacer un reportaje de un montón de parques nacionales.—¡Imposible!—¿Cómo que imposible?—Espero que Akerman no haya sido tan descerebrado como para encargarte a ti ese trabajo, Mary.—Claro que lo ha hecho. Y tú no vas a impedírselo, ¿verdad?—¡Por supuesto que sí! Ese reportaje no es para una mujer.—No digas bobadas, Tom. Yo puedo hacer las mismas fotografías que cualquier hombre o, incluso, mejores.—No se trata de la calidad de tus fotografías, cariño. Es que… Verás… —Creo que no tengo nada que ver. ¡Voy a hacer ese reportaje!—Mary, la cosa no es tan fácil como crees. Esa tarea, en concreto, la he encargado yo mismo; pero le dejé muy claro a Akerman que enviara al mejor.—¡Yo soy la mejor!—Es que…—Cuéntamelo todo, Tom. Aquí hay gato encerrado.—Está bien. Escucha, Akerman no lo sabe, pero no se trata de un reportaje al uso para el Intrepid. Eso es lo que yo le he hecho creer, pero en realidad se trata de ilustrar una historia que hemos descubierto sobre una trama oculta en el seno del gobierno keniano. Al parecer, políticos corruptos están vendiendo animales de parques protegidos a cazadores británicos; millonarios y miembros de las altas esferas gubernamentales que pagan las piezas a precio de oro.—Pero en Kenya la caza está prohibida…—Sí, ya. Ese es uno de los motivos por lo que no quiero que vayas tú. En cuanto todo eso salga a la luz, la cuestión va a ponerse fea y podrías verte involucrada si eres tú la que haces el reportaje.Él sabía que ese era un caramelo demasiado apetitoso para que Mary lo dejara pasar. La periodista que llevaba en su interior no permitiría que nadie que no fuera ella hiciera aquel trabajo.—Bien, en ese caso, yo soy tu fotógrafa. Haré las fotos que necesitas.—¡No! Es demasiado arriesgado.—¡Vivir es arriesgado, Tom! Quiero hacer ese reportaje.Fingió que lo pensaba durante unos minutos.—Está bien —capituló—. Supongo que a estas alturas no puedo hacer nada para evitarlo sin que se sepa todo. —Gracias —dijo Mary, guiñándole un ojo de manera cómplice—. Te prometo no arriesgarme más de lo necesario.—En ese caso, tendrás que hacer lo que te diga. En principio, de esto no puedes hablar con nadie, ni siquiera con Akerman. En segundo lugar, limítate a hacer un reportaje al uso, no necesitamos fotos fuera de lo común, pero a cambio tendrás que hacerme de enlace con alguien.—De acuerdo —aceptó la muchacha de inmediato—. ¿Qué tengo que hacer?—Poco. Solo te limitarás a entregar un sobre lacrado, que protegerás con tu propia vida hasta que sea depositado en las manos adecuadas. Luego harás el reportaje y te volverás a Londres lo antes posible.—¿Cómo sabré quién es tu enlace?—Será fácil, es alguien a quien conoces.—¿Quién, Tom?—Es mejor que no te diga su identidad. Así, si ocurriera algo y te interceptaran antes de llegar, no podrías delatarle; pero en cuanto lo veas, sabrás quién es, te lo garantizo.