El número de reclusos en Estados Unidos, patria de la democracia, alcanza nivel sin precedentes: nada menos que 2,3 millones de personas se encontraban tras las rejas el año pasado, según el Departamento de Justicia. En España y otros muchos países, en teoría democráticos, ocurre lo mismo: las cárceles se llenan cada día más de presos que jamás se reinsertan y que lo único que reciben de la sociedad es castigo y venganza por sus delitos.
La gente, asustada, cada día se encierra más en sus casas, protegidos por puertas blindadas, rejas y, en muchos casos, armas clandestinas. La desconfianza avanza como una mancha de aceite porque no hay líderes de los que el pueblo pueda fiarse. La clase política es despreciada y rechazada por los ciudadanos y aparece ya en las encuestas como un problema. En algunos países, como España, el deterioro de la clase política (a la que llaman "casta") es tan grande que los políticos figuran ya en las encuestas como el tercer mayor problema del país, sólo superado por la situación económica en crisis y el desempleo. El foso que separa a ricos y pobres es cada día más ancho, convirtiendo la desigualdad en una ofensa a la civilización. La desconfianza es una plaga, al igual que la mentira del poder y la indefensión de los débiles. La educación retrocede, víctima de gobiernos que prefieren mandar sobre borregos idiotizados que sobre ciudadanos libres y responsables. La guerra ha dejado de ser una vergüenza para la Humanidad para convertirse en un recurso del poder. La medicina de élite sólo está al alcance de los ricos y los poderosos. La corrupción se extiende por la sociedad como una pandemia y ha penetrado ya en las grandes instituciones del Estado. Los privilegios de los políticos y de sus amigos y aliados constituyen una bofetada a la decencia. El hambre pernanece viva y causa estragos, al igual que la enfermedad, mientras que los países ricos viven den la opulencia y el despilfarro. La paradoja es asquerosa, pero cierta: con las basuras de Nueva York podrían alimentarse casi la cuarta parte de los hambrientos de África. Las mafias se adueñan de las calles, mientras los gobiernos olvidan su deber de garantizar la seguridad de sus ciudadanos y emplea a uno de cada cinco policías en custodiar a los poderosos. Los dineros públicos no se distribuyen con justicia, sino que sirven para premiar amistades y lealtades. Los medios de comunicación, en su mayoría, han sido comprados por los poderosos y ya no difunden la verdad, sino la verdad del poder, que es muy diferente. Los partidos políticos, creados para facilitar la participación del ciudadano en el poder, se han convertido en poderosas mafias que controlan el Estado y que reparten prebendas y ventajas entre los suyos.
El balance podría continuar y llenar decenas de folios con resultados siempre idénticos: el poder miente, los contratos públicos y las oposiciones están trucados, los poderosos escapan de la Justicia, los débiles son aplastados, las constituciones no son respetadas y los derechos fundamentales son papel mojado.
¿Avanza o retrocede nuestro mundo? ¿Es el "progreso" algo más que el slogan favorito de una izquierda que ha perdido la brújula?
Lo único claro que surge del balance aterrador es que el principal problema de nuestro mundo es su clase dirigente, en la que unos pocos honrados y generosos se pierden entre la masa densa de los ineptos, los ineficaces, los corruptos: los incapaces de cumplir con sus deberes y los que están más interesados en sus propios privilegios y ventajas que en el bien común.
La regeneración debe comenzar, pues, por dotarnos de dirigentes honrados y eficientes, preparados y cargados de ética, mucho mejores que los que nos están conduciendo hoy hacia el retroceso, la derrota y el fracaso.