Avatares del camino

Por En Clave De África

(JCR)
Un griterío sin tregua anuncia los destinos de los autobuses que se alinean, sin orden ni concierto, en el amplio recinto de la estación de autobuses de Kisenyi, una
de las barriadas mas caóticas de Kampala. Para llegar a este sitio a las siete de la tarde de un viernes hay que sortear un sinfín de baches que durante esta época del año están llenos de agua de lluvia y barro, mientras el taxista se las ve y se las desea para sortear las moto-taxis que parecen salir de hasta debajo de las piedras. Cada esquina es un improvisado mercadillo donde se trapichea con refrescos, bolsitas de cacahuetes, tarjetas de saldo de telefonía móvil y cualquier objeto imaginable que se pueda comprar o vender.

El ambiente de estridencia se desvanece cuando entro en la estación y me encuentro con Okumu, que me esperaba y me ofrece una silla para que me siente. Conocí a Okumu hace diez anos cuando trabajaba yo en el norte de Uganda y el, su mujer y sus seis hijos malvivían en uno de los numerosos campos de desplazados durante los años de la guerra. En 2005 se lió la manta a la cabeza y vino a Kampala a buscar un trabajo con el que mantener a su familia. Desde entonces llega cada día a esta estación de autobuses a las seis de la tarde y hasta las siete de la mañana lleva el control de los vehículos que entran y salen, cobrándoles la correspondiente tarifa del ayuntamiento de la capital ugandesa. Por este trabajo que puede poner a prueba los nervios de la persona más tranquila le pagan 100.000 chelines al mes (unos 30 euros), sin seguridad social ni nada que se le parezca. Vive solo en una habitación de alquiler en un barrio a unos cinco kilómetros de la estación, desde donde se desplaza andando a su lugar de trabajo. Mientras él pasa la noche aquí una pareja ocupa la estancia, que tendrán que desalojar a las ocho cada mañana cuando Okumu llegue con su cansancio a cuestas dispuesto a dormir unas pocas horas.

Pero, como ocurre en Uganda, la dureza de la vida de Okumu no merma su amabilidad, que derrocha conmigo cuidando de mi maleta y sacándome el billete con sumo cuidado de encontrarme el asiento mas cómodo, o menos incomodo, dentro del estrecho autobús que están cargando hasta limites inimaginables.

Hace algo mas de cuatro años que terminó la guerra en el norte de Uganda, y hoy su mujer y sus hijos han regresado a su aldea natal en Anaka, después de 20 años de ausencia, donde se ganan el sustento cultivando la tierra. Su mujer viene a veces a visitarle a la capital, y otras es el quien va a pasar unos días a su pueblo, pero da por hecho que esta separación familiar durará por lo menos hasta que tenga fuerzas para realizar este tedioso trabajo. A pesar de todo, Okumu esta orgulloso de su hijo mayor, que estudia en Kampala en la Universidad, y ahorra y trapichea hasta limites insospechados para pagarle los 5 millones de chelines (unos 1.400 euros) que cuesta su educación cada año.

Cuando queda una media hora para salir me acerco a un rincón algo alejado dentro de la estación y compro un chapati recién hecho por 600 chelines (unos 20 céntimos de euro). Eso, y una Fanta que Okumu se ha empeñado en comprarme, es mi cena de esta noche, que prefiero que sea frugal al pensar en las mas de diez horas de traqueteo y curvas que me esperan. Tras despedirme de él y agradecerle sus atenciones, al entrar al autobús veo que dentro hay un trasiego de vendedores ambulantes que ofrecen a precio de ganga medicinas que supuestamente curan de todo, desde la malaria hasta la impotencia, y posters de Gadafi con instantáneas de algunas de sus visitas a Uganda, donde hasta el año pasado financio varias mezquitas. Dentro, todo el mundo echa mano de su telefono móvil y el momento de la salida es una pugna por alzar la voz mas que el vecino para despedirse de la familia o contar que llegaremos dentro de pocas horas.

El autobús se abre paso a duras penas por el caótico tráfico que a estas horas de la noche llena las afueras de Kampala. Durante la primera hora se sigue parando aquí y allá para echar combustible, cargar mas bultos y abrir la portezuela a más pasajeros que van llenando el pasillo. Poco a poco las luces de los suburbios quedan atrás y nos adentramos en la oscuridad dejando a ambos lados cortinas de maleza, bosques, pueblecitos silenciosos alineados sin mucho orden a ambos lados de la carretera y plantas de papiro que tapizan los abundantes terrenos pantanosos que cruzamos.

Después de once horas de viaje llegamos a Kisoro, en el suroeste de Uganda, y allí salgo del autobús sorteando una nube de moto-taxistas que se empeñan en agarrarme la maleta. Entro en el primer hotel que veo y me dicen que a esas horas aun no han preparado nada, así que nada mas salir negocio con un muchacho que me lleva en su moto, con el maletón y mis otros dos bultos de mano en peligroso equilibrio, hasta Bunagana, a doce kilómetros. Allí esta la frontera con el Congo y nada mas llegar voy al hotel « Home Again », que ya conozco de otras veces. Lo lleva una señora viuda que mantiene su negocio con tesón y derrocha y una amabilidad exquisita. Cuando me ve llegar, me saluda efusivamente dando a entender que ya me conoce de otras veces. Le digo que espero que vengan a buscarme a mediodía y que quisiera descansar unas horas en una habitación. Su hija me lleva la maleta a una estancia limpia mientras me siento a tomar el desayuno recién preparado : un plato de matoke (platano verde cocido) con alubias que me sabe a gloria y un vaso de té. Cuando llego a la habitación me han preparado un barreño de agua templada que me echo por encima y me devuelve la vida. Después duermo hasta mediodía y antes de salir pago lo que me pide : 10.000 chelines (unos 2,50 euros). No se puede pedir más barato por un servicio tan rumboso.

A la llegada a la oficina de inmigración me ofrecen una silla y al cabo de una hora aparece el hermano Honorato, un salesiano español, de Burgos, que es nuestro socio local en el proyecto de Goma, en el Congo. Viene con uno de los empleados de la aduana congoleña que fue su alumno en el instituto técnico. Tras ponerme el sello de salida en la parte de Uganda, recorremos unos pocos metros y contengo la respiración al encontrarme frente a la ventanilla donde te ponen el sello de entrada. La ultima vez que pase por aquí me retuvieron dos días, y la vez anterior tres horas. Como esta vez solo tengo diez minutos de espera, no me lo puedo creer cuando me devuelven el pasaporte con el sello de entrada y un señor mayor que trabaja en la aduana se deshace en amabilidades para decirme que soy bienvenido y que me sienta como en casa en el Congo. Cuando le explico que siempre me he sentido así porque mi suegra es congoleña, su entusiasmo sube ostensiblemente y empiezo a temer que sus exquisiteces nos retrasen aun más, aunque me consuelo pensando que en el Congo es una hora menos que en Uganda.

La carretera de Bunagana hasta Goma no tiene muchos kilómetros, solo 90, pero tardamos cuatro horas en recorrerlos. Es una sucesión interminable de baches llenos de agua que obligan a ir muy despacio y con mucha paciencia. Por el camino, en Kiwanja, nos demoramos otra hora y media para recoger a la esposa de Fidel, nuestro chófer. Finalmente, a las siete y media de la tarde llegamos a Goma sin haber tenido ningún percance, que no es poco. Llevo dos noches sin dormir y con el sueño reparador de esa noche me sumerjo en un mar de ilusiones, proyectos, trabajo por hacer, personas a las que veré al día siguiente y un mundo que sera mi ambiente durante los próximos dos meses. Asante sana.