Aventuras en el festival tango divino (parte uno)

Por Sonriksen
Piton Pipeta, El Indio Martin, Vieytes, Luconi, El Pibe Pergamino, Diogenes Pelandrun y yo con mi tableta llena de versos a modo de lira. Siete hombres con el pecho erguido ante el desafío de un festival en donde retenían a Helena, La muchacha de la madreselva y el verso, prisionera de la perfección, según su ultimo mensaje que me había movilizado desde la cómoda silla de "Milonga del Oriental" hasta este sitio  que se abría a  nosotros en una pista mediana, llena de medianos bailarines que habían dejado de bailar y que coreaban como si de la cúpula del trueno se tratara: "Dos parejas entran, solo una sale". Parecían estar todos ensimismados en su letanía cuando comenzó una nueva tanda y esos rostros paroxísticos se soltaron otra vez al compás de nuevos tangos  de D'arienzo, algo que debía ser sin duda un error del dijey, pues la anterior había sido con Echagüe y ahora era instrumental.   Observando el salón vi que las mesas formaban una perspectiva rara  en V y que la misma pista era un triángulo isosceles que se estrechaba hacia el fondo siendo el extremo de dos metros como mucho, sin pasillo lateral y desembocando en un portón que comunicaba con una ancha escalera   custodiada por otro samurai malevo de mejor porte y que llevaría, supongo,  a la siguiente pista. Para que se entienda, no había paso ninguno desde los laterales hasta ese portón. Por un capricho del constructor o una idea del organizador había que pasar por el centro de la ronda. Y si no era bailando era casi imposible pues la concurrencia era compacta y no parecía semoviente. Dos malevos se chiflaban entre si  y amenazaban batallando con migas de pan que en parábola eludían las parejas de bailantes. Si era verdad que aquel festival era una concatenación de pistas superpuestas aquel era el primer desafío. Desafío que se me antojaba un juego que los concurrentes aceptaban gozosos jugar, pues subía las escaleras la pareja que  quedaba más cerca del portón. Pensando en todas esas particularidades fuimos derivando naturalmente hacia la barra donde los muchachos encontraron un asidero común y milonguero.  Unos decorados de cartón y cajas de frutas de madera, pintados en un símil bodegon daban al lugar un aire de antigüedad improvisada. Se veía por todos lados arreglos y añadiduras sustentadas en el poder de la cinta americana. El color dominante era el azul. Y el olor de la pintura aun persistía.  En la barra estaban las consabidas viandas, empanadas, pizzas y pastelitos, alguna pastafrola, una botella de fernet tamaño familiar. Dos camareros con máscaras de  Jorge Valdés. Al costado de la lista de precios había un libro parado y en el unos casi versos escritos:
mesas de alborotadores disfrazados de
     "el tango habrás de bailar
   y si de pista quieres pasar
   al extremo tendrás que llegar. "
Firmaba este engendro infantil un tal Petrarca R. Lamido. No supe que pensar.
 Seis vinos pedimos pues el pibe ya había cabeceado a una de las muchachas, que esperaban con ansiedad añadida. El brebaje  tenia el raro sabor de esas botellas añejadas y barata que están a punto de caer en el defecto y que uno busca mitigar aireándolo exageradamente  o acostumbrando el paladar al sabor pésimo. La lágrima no caía hasta un segundo mas tarde y esa distracción junto con una media nausea me hizo volver la mirada a la pista. El Pibe, que por lo común se acomoda a los huecos y ya no choca como antaño tenia grandes dificultades para avanzar.  Terminó la tanda y me confirmó algo que ya sospechaba. Los bailantes en su afán de llegar al portón y la escalera  aberraban los más elementales códigos corriendo carreras en el compás. Vi que todos parecían acatar la consigna de la barra. Ninguno salia bailando en mitad del tango. Me pareció ver que una pareja lo intentaba pero era empujada de nueva al maesltröm por el samurai.  Percibí algunos desesperados hartos del juego que intentaban entrar en la pista cerca de las mesas malevas, pero eran subsumidos pronto por el vértigo.
Si acatábamos las normas teníamos que salir  por fuerza bailando, cosa del todo impracticable con Pelandrun, Vieytes, Luconi y Piton Pipeta.  El indio es canyengue por definición, el pibe es el Pibe. Y yo me defiendo con mi cadencia Gardeliana.    La cortina duro lo mismo que la lágrima de vino al caer al fondo. Nuevamente sonó D'arienzo. El dijey no se equivocaba. En esta pista y en este nivel solo se bailaba D'arienzo.  Bailar?  La velocidad a la que se cabeceaba y el vértigo con que se armaban las parejas en la pistas era llamativo. Casi no había un solo segundo en  que quedara un hueco por donde llegar al portón custodiado por el samurai.  Los bailantes se empeñaban en su loca carrera y cada tanto se oía algún crujido y algunos ayes de dolor que terminaban con unos ambulancieros con mascaras de Alberto Castillo que acompañaban a los infortunados a la puerta por donde habíamos entrado. En sus devenires alguna pareja iba a parar cerca de la mesa de los falsos taitas, que los azuzaban de nuevo a la ronda, con chancletas.  El festival parecía un decorado armado para divertir a espectadores ignotos, un experimento sociológico o - San Finito Escabiadin nos ampare  - un estudio televisivo tipo Humor amarillo o el castillo de Takeshi en su aproximada versión original.  Me pregunté cuantos de aquellos necios habían pagado de verdad y cuantos respondían a un oscuro designio. Allí nos quedamos en comitiva, como moscas entre ranas. Raros dentro de algo aun mucho más raro. El filosofo Pelandrun sopesando las opciones dijo:  " Esto es un nudo gordiano y al igual que Alejandro debemos cortar el nudo."  Pero cada vez que terminaba una tanda y nos apresurábamos a la carrera para llegar al portón comenzaba de nuevo el tango y eramos reconducidos y empujados por los bailantes hacia los pasillos del medio, ante las carcajadas de las mesas llenas de graciosos y las amenazas de los de las chancletas.  Si todo esto tenia un propósito nosotros no lo veíamos, a no ser que estuviéramos metidos en una versión de una casa de los horrores milongueros. Con temor vi que Vieytes y Luconi siempre listos con sus servicios milongueros a labores casi ilegales  habían desaparecido. Sin ellos cortar el nudo gordiano era imposible. Se nos ocurrió al Pibe, al indio y a mi cabecear a tres muchachas y meternos en la ronda protegiendo en nuestra espalda como añadidos a los no bailantes Piton y Pelandrun que nos seguían como satélites. Miré brevemente a mi pareja, una morena de grandes ojos que me dio las gracias en silencio. Formamos el abrazo y allí nos fuimos a bailar en fila como una oruga en la ronda veloz en donde no escaseaban los boleos altos dados con todo propósito. Nos acercábamos al extremo del embudo Bailando corto y esquivando casi al taco y ya nos repelían de nuevo cuando se oyó un estrépito  y al unisono las falsas paredes pintadas de bodegon del fondo se vinieron abajo  causando confusión en la pista y casi aplastando a los malevos de las mesas, que se metían en la pista, atontados, a zapatear a cualquiera. De reojo vi volver a Vieytes y Luconi, que sin duda habían estado maniobrando para aflojar los troquelados. El samurai corría sin saber que hacer y nosotros, junto con algunos más atropellamos en formacion de cuña hacia el portón protegiendo a las muchachas. Oímos gritos y silbidos, migas que pasaron volando a la altura de la sien. Subimos las oscuras escaleras. En un momento mire a los costados y me pareció no ver la pared. Al fin llegamos a otro portal con una mano plástica con el índice extendido invitaba a entrar. Oí burlas, risas y zapatazos por la escalera. Un cartel anunciaba: "diga la contraseña para entrar". Mientras los ruidos iban en crescendo debajo nuestro fatigamos nombres de orquestas, cantores, tangos, consignas secretas y masónicas. ya sentíamos los pasos muy cerca cuando Pelandrun dijo a la puerta "La" y se abrió .Entramos unos veinte casi  cayendonos a otra pista con las mismas características triangulares, con parecidos decorados baratos pintados en purpura y con parejas extasiadas bailando Di Sarli. La puerta se cerro y oímos golpes y aporreos. Pero ninguno más entró. El vino me daba vueltas en la cabeza y No sabia aun a que nos enfrentábamos. Habíamos pasado a otro nivel. Y estábamos más cerca de Helena. Pero aún no sabíamos que era exactamente este festival Tango Divino que parecía el parque temático proyectado por un milonguero que de tanto ir a las milongas se había alterado. Como se dice, estábamos en el baile y teníamos que bailar. Cual seria el desafío de esta nueva pista y cuanto lardaría en llegar hasta Helena, pronto lo averiguariamos.