Este artículo es, principalmente, la traducción de las páginas dedicas a narrar las aventuras de un capitán francés apellidado Chalbrand en la obra titulada Les Franf(lis en Espagne. Souvenirs des Guerres de la Péninsule (1808-1814), publicada en Tours en 1856, por el editor Just lean Étienne Roy, (1794-1871). En dicha obra se transcriben, como señala el propio editor en el prólogo, "los recuerdos de las Guerras de la Península" de un coronel del ejército francés apellidado Chalbrand, recogidos por diferentes amigos y familiares y completados con diversos documentos históricos como proclamas, órdenes del día, actas oficiales, etc. '.
Poco sabemos de la biografía de dicho coronel, excepción hecha de las fechas de su nacimiento y muerte (1773-1854) y de lo que nos cuenta (o nos cuentan) en sus "recuerdos" sobre sus aventuras en las principales guerras de la Revolución y del Imperio.
En el libro que nos ocupa, Les Franr,:ais en E;pagne. Souvenir des guerres de la Péninsule, (1808-1814) como su propio título da a entender, relata las vivencias del entonces capitán Chalbrand durante la Guerra de la Independencia, desde su movilización en enero de 1808, para incorporarse al ejército del general Dupont, hasta su salida de nuestro país en diciembre de 1813. Son, por lo tanto, cinco años durante los cuales, Chalbrand va a recorrer España "guiado" por los avatares de la guerra.
Se trata de un recorrido por España de norte a sur y viceversa, en la que Chalbrand, no sólo va a referirse a los acontecimientos históricos ligados a la Guerra de la Independencia como el Tratado de Fontainebleau, la sublevación del 2 de mayo de 1808 o la derrota de Bailén, sino que además describirá costumbres, como los toros, la Semana Santa; personajes como los serenos de Madrid o los guerrilleros; monumentos como El Escorial, El Real Sitio de Aranjuez o la Alhambra e, incluso, dará explicaciones sobre instituciones, como la Inquisición '. Sin embargo, de los Souvenirs ... del capitán Chalbrand, sólo vamos a fijamos en las páginas que hablan de su paso por algunos pueblos de la provincia de Toledo como Ocaña, Tembleque, Madridejos, Consuegra, Novés, Talavera de la Reina y Oropesa, entre los meses de julio y noviembre de 1808.
Como podremos ver en las páginas que siguen, las circunstancias en la que Chalbrand recorre estas localidades toledanas son bastantes especiales pues, mientras que en algunas lo hace disfrazado para huir del populacho enfurecido contra los franceses, en otras lo hace en calidad de prisionero. En este sentido, su recorrido por tierras toledanas puede ser considerado como una odisea en la que desfilan una serie de personajes de diferentes condiciones sociales que nos ayudarán a comprender de una manera muy directa cómo se vivió la invasión napoleónica.
Es un relato, al que podemos calificar, siguiendo a Unamuno, de "intrahistórico", en el que se nos mostrará, a veces mediante una fina ironía, que, a pesar del tiempo trascurrido, hay actitudes y hechos que no han cambiado demasiado, y no sólo en lo referente a la guerra y a sus desastres.
Tras la derrota de Bailén el 19 de julio de 1808, el ejército francés decide replegarse. El general en jefe del Cuerpo de Observación de las Costas del Océano, general Moncey, ordena al capitán Chalbrand que lleve un mensaje al general Musnier, que se encontraba en Ocaña, con la orden de regresar a Madrid con toda su división. «(p. 111)
Salí enseguida (desde Madrid) hacia Ocaña con una escolta de algunos militares del segundo regimiento. Este tipo de misiones se estaban convirtiendo cada vez en más peligrosas; pues los insurgentes atacaban de preferencia a los oficiales que llevaban órdenes o despachos, con la finalidad de interceptar las comunicaciones entre los diversos destacamentos franceses.
Tuve la suerte de llegar sano y salvo a Ocaña, y de entregar mis mensajes al general Musnier. Éste, después de haberlos leídos, dio rápidamente orden de partir a toda su división. Sin dejarme tiempo para descansar, me hizo partir hacia Tembleque y Madrilejos (sic), con la finalidad de unir los destacamentos que se encontraban en dichas localidades.
Era tarde cuando llegué a Tembleque, y todavía me quedaban cinco o seis leguas para llegar a Madridejos, pero no me podía detener ni un instante. Después de haber tomado algunos refrigt:rios y haber cambiado de caballos y de escolta, me volví a poner en camino, y llegué a las nueve de la noche a Madridejos. El calor sofocante de la jornada, el cansancio debido a la dureza del camino y un resto de debilidad, a consecuencia de mi enfermedad" me habían abatido de tal manera, que me costó muchísimo bajarme del caballo y (p. 112) subir hasta el apartamento del comandante para darle mis despachos.
Le rogué que ordenara me dieran un alojamiento donde poder descansar un poco, pues tenía muchí- sima necesidad de ello: "Puede usted, me dijo, disponer de mi cama, pues no me acostaré esta noche; tengo que ocuparme de la partida de la guarnición, y es necesario que mañana antes de la salida del sol todo el mundo esté en camino; así que como no tiene mucho tiempo para descansar, intente aprovecharlo al máximo".
Le agradecí sinceramente su amable ofrecimiento y usé la cama sin ceremonias. No tardé, como se puede imaginar, en dormirme profundamente. Cuando me desperté ya era de día ... Quise mirar mi reloj; pero se había parado, había olvidado darle cuerda la víspera. Sin embargo podía adivinar por la altura del sol que debían ser cerca de las seis de la mañana. El más profundo silencio reinaba a mi alrededor. ..
Me acordé de que el co mandante me había dicho la víspera que partiríamos antes de amanecer. ¿Se habría marchado con la guarnición') ¿Me habrían dejado solo? Apenas acababa de hacer estas reflexiones, oí un murmullo lejano que aumentaba por momentos, y que enseguida se convirtió en un ruidoso tumulto, en medio del cual se oían tiros y unos gritos que decían: ¡ Viva el rey Fernando'
Mezclados con otros más siniestros para mí: "¡Muerte a los franceses! " Salté de mi cama, a pesar de las dolorosas agujetas provocadas por mi cansancio de la víspera, y me acerqué a la ventana. A través de las lá- minas de las persianas vi una muchedumbre de campesinos armados que llenaba la calle, y que corría más que andaba en la dirección que tenían que seguir las tropas francesas al abandonar Madridejos. Algunos iban a caballo, y parecían los jefes de (p. 113) estos soldados improvisados; llevaban como ellos el sombrero redondo a la andaluza, la chaqueta corta de tela marrón; su única distinción era un sable o espada larga antigua, y una bufanda con franjas de plata.
Toda esta multitud avanzaba cantando cantos patrióticos y gritando "hurras" que resucitarían a un muerto. Comprendí todo el horror de mi situación., La villa estaba en poder de los insurgentes, que la habían invadido inmediatamente después de la marcha de los franceses, y no tenía ningún medio de escapar de ellos.
Probablemente perseguían la cola de la columna, con la esperanza de coger los equipajes y a los rezagados; esto explicaba porqué no entraban en las casas; pues me había dado cuenta de que todas las puertas y ventanas del otro lado de la calle estaban cerradas como las de la casa en la que me encontraba, y que la muchedumbre pasaba sin llamar en ninguna, sin tratar de entrar en ellas, como un torrente que baja entre dos riberas escarpadas. Pero esta carrera debía tener un final; volverían sobre sus pasos, y entrarían en las casas; entonces sería descubierto y probablemente masacrado; pues este tipo de bandas no hacía casi nunca prisioneros; y por otra parte, ¿la suerte reservada a éstos no era peor que la muerte?
Mientras hacía estas reflexiones, mientras maldecía una y mil veces a aquellos que me habían abandonado, me vestía a toda prisa, cogía mis armas, dispuesto al menos a vender cara mi vida; después salí de mi habitación para recorrer la casa, y buscar una salida que me permitiera alcanzar el campo y, quizás así, a través de los campos, alcanzar al ejército francés. Esta luz de esperanza era bastante débil, y sin embargo bastaba para animarme. Descendí rápidamente a la planta baja: la puerta de una especie de sala de visitas estaba entreabierta, y no pude más que sorprenderme al oír salir de aquella habitación un sonoro ronquido.
Entré, y vi tendido sobre el suelo a un húsar que dormía como si estuviera acostado en la cama más mullida que se pueda imaginar. A su lado había dos botellas vacías, restos de pan y de jamón, y en medio de esos restos un papel plegado en forma de carta. Lo cogí con prisa, como si un presentimiento me hubiera advertido de que allí se encontraba la explicación del enigma que me atormentaba tan fuertemente. Aquella carta estaba en efecto dirigida a mi persona, y no contenía más que estas líneas escritas con lápiz:
"Unos correos que acabo de recibir me avisan de que Castaños avanza con todas sus fuerzas sobre Madridejos, donde su vanguardia llegará probablemente mañana al amanecer; su intenci6n es la de asediamos en la villa, ignorando que tengo orden de evacuarla. Para evitar ser cercado y tener libre el camino de Madrid, ha sido necesario ponerse en marcha durante la noche; por 10 tanto he ordenado la partida de toda la guarnición en dos columnas, la primera de las cuales partirá a media noche y la segunda a las dos de la mañana. He encargado al húsar que le entregará esta carta que tenga preparado su caballo, y que le despierte a tiempo para partir con la segunda columna. Le espero esta noche en Ocaña. Hasta la vista".
El comandante . .. » Ahora todo estaba claro. El desgraciado húsar encargado de despertarme había desayunado, mientras esperaba la hora de la partida, con los restos de la mesa del comandante, y regado esta buena comida con copiosas libaciones del capcioso vino de la Mancha. El pobre diablo, que desde hacía varios días estaba continuamente a caballo (114), que estaba rendido por el cansancio y la necesidad, había sido víctima fácil de los vapores del vino, y sorprendido él también por el sueño; el resto se puede adivinar fácilmente.
Nos habíamos ido, como se suele hacer en tales casos, lo más silenciosamente posible, y, literalmente, sin tambores ni trompetas. Aunque esas reflexiones se presentaran en mi espíritu, no por ello estaba menos enfadado contra mi dunmiente, que el ruido que había en la calle no había podido despertar. Lo sacudí vivamente, y sólo con mucho esfuerzo conseguí disipar el sueño de plomo que cerraba sus párpados. La dificultad que tuve para despertarlo aumentó mi cólera, y confieso que estaba en un estado de desesperación difícil de explicar, cuando por fin volvió en sí y salió del embotamiento en el que se hallaba sumido. Sorprendido primero por el estupor, estuvo un instante sin responder a los reproches y a las injurias con las que le agobiaba.
Después, comprendiendo toda la extensión de nuestra desdicha, se precipitó a mis pies gritando con una voz desesperada: "¡Máteme, mi capitán, por favor, máteme, pues lo merezco ... ! ¡Ah! ¡Sobre todo no me deje caer en manos de esos bandoleros, que han cortado en trozos a dos de mis camaradas!".
Francisco Vicente Calle Calle http://realacademiatoledo.es/wp-content/uploads/2014/02/files_anales_0043_11.pdf
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