Ávila de suelo y cielo

Por Mundoturistico

Al oeste de la capital abulense, fuera del casco amurallado y al otro lado del río Adaja, se encuentra el humilladero de Los Cuatro Postes, un crucero de granito enmarcado por cuatro columnas clásicas unidas por arquitrabes grabados. Elevado sobre un promontorio rocoso, este monumento renacentista atrae hoy al visitante por sus estupendas vistas sobre el conjunto histórico intramuros. Nos espera Ávila y un recorrido de dos días por la ciudad.

Un sendero nuevo nos baja hasta el río, aquí apenas reguero tras el estiaje, que vadea por un puentecillo de madera hasta alcanzar las faldas escarpadas sobre las que se asienta el magnífico baluarte defensivo de la ciudad. Pegado al río, a nuestra derecha, nos espera el románico sobrio de la iglesia del patrón San Segundo, la del milagro que convirtió en falso varón barbado a una acosada doncella que así pudo burlar al mancebo que la perseguía con malas intenciones. A continuación, las antiguas Tenerías, donde los judíos del lugar se dedicaban al curtido de la piel, ya al pie de los dos viejos puentes de piedra anexos, uno peatonal, el otro con tráfico rodado.

Entramos a la ciudad medieval por la Puerta del Puente. Dos largas, estrechas y empinadas calles que abrazan una plaza llevan al centro. Optamos por la de la derecha, que abandonamos ante la vieja Sinagoga, para que las callejuelas del barrio judío nos acerquen a la plaza de la Santa, Teresa de Ávila, cuyo recuerdo, nombre y patrocinio son aquí omnipresentes, ya pegando con la Puerta sur homónima. Sentada en bronce, la religiosa da la espalda a su Convento-Casa Museo y vigila de reojo el palacio renacentista de los Núñez Vela, hoy Audiencia Provincial.

Entre casonas blasonadas del Renacimiento, destacando el sobrio Torreón de los Guzmanes, actual Diputación, subimos hasta la iglesia de San Juan y cruzamos los arcos que rodean El Chico, la plaza del Mercado antigua, foro en época romana, donde nos reciben, al fondo, las banderas y el granito blanco del edificio decimonónico del Ayuntamiento. Volvemos hacia abajo casi en línea recta y alcanzamos el palacio medieval de los Dávila, verdadera fortaleza empotrada en la muralla, y saliendo por la Puerta del Rastro nos asomamos, ya extramuros, al parque homónimo con amplias vista del sur de la ciudad y continuamos por el Paseo del mismo nombre, sobrepasando la iglesia fortaleza de San Ignacio, también parte de la muralla, que alberga ahora el palacio episcopal.

Al final del paseo, remontamos bordeando el lado este por la calle San Segundo hasta la cercana plaza de Santa Teresa, conocida como La Grande, la del mercado nuevo, con la estatua blanca de la prócer presidiendo el centro y la iglesia románica de San Pedro al fondo.

Retomando la misma calle, volvemos al interior del cercado por la Puerta del Alcázar para subir hasta la plaza de la catedral y sus alrededores, lo más concurrido de la ciudad. La Transición, inmóvil en la estatua callejera de un erguido y apuesto Adolfo Suárez (cuyos restos descansan en el claustro catedralicio), nos saluda entre el gentío. La Catedral del Salvador, nacida románica y rematada gótica temprana, es una iglesia fortaleza cuya maciza torre conforma uno de los cubos de la muralla y cuyo interior, más ligero y luminoso, ofrece sorpresas como el sepulcro de El Tostado, belleza renacentista en alabastro. Fuera, a la derecha de la basílica y separadas por una calle, llaman la atención dos construcciones señoriales: el llamado palacio del Rey Niño, antigua residencia episcopal y hoy sede de Correos, Biblioteca y centro cultural; y la mansión de los Dávila, reconvertida en moderno hotel.

Nos falta por conocer la zona norte y lo haremos a vista de pájaro, desde lo alto de la Muralla, la joya de la ciudad, accediendo a ella, tras salir a través de la Puerta del Peso de la Harina, por la Casa de las Carnicerías, hoy centro de información turística. Desde la escalera-rampa que sube al adarve, podemos contemplar una amplia maqueta en madera de la propia muralla, la más completa y mejor conservada de España, con dos quilómetros y medio de perímetro cuadrangular y cerrado. Con la audioguía explicativa en la oreja, vamos escuchando y viendo lo más interesante del lienzo septentrional, tanto interior como exterior. Estamos al este, justo sobre el ábside de la catedral, y hasta el Jardín de San Vicente, el pequeño parque verde que gira hacia el lateral norte, se observan restos de viviendas y necrópolis del período romano.

Debajo se abre la monumental Puerta homónima, de torreones y verracos, que mira a la iglesia de San Vicente, una joya románica en arenisca de colores cálidos que no se puede perder (en nuestra visita, luego, tuvimos la suerte de escuchar la estupenda actuación improvisada de un grupo coral foráneo en el centro de la nave principal; más tarde, nos enteramos de que, sobre todo en otoño, hay muchos extranjeros mayores de visita en la ciudad, turismo cultural y religioso), donde brilla en especial el Cenotafio de los Mártires, arca de piedra policromada y labrada con relieves historiográficos.

A partir de aquí, vamos dejando abajo, a la izquierda, los patios, jardines y huertas de las casonas del interior, como la de Bracamonte, hoy Delegación de Cultura, la de los Henao, actual Parador de Turismo, y el Archivo Histórico, antes iglesia, convento y prisión. A la derecha, se abre el espectacular lienzo norte, paseo de verde y piedra, panorámica de abierto horizonte cuya primera línea permite otear sucesivamente las cercanas ermitas de San Martín y Santa María de la Cabeza y, ya en el vértice noroeste, en fin, el vanguardista diseño del nuevo Centro de Congresos y Exposiciones Lienzo Norte, tendido como un reptil blanco y acristalado sobre el terreno cercano al río.

Ha merecido la pena todo este precioso y alto paseo de piedra, bien cuidado, con amplia información audiovisual, acceso a los torreones y bella panorámica almenada, que finalizamos justo en el punto de partida, saliendo por la misma puerta de entrada y cerrando así el círculo al lado de los puentes del Adaja. Entre paseo y visitas, claro está, hemos aprovechado para deleitarnos con el vino y las pródigas tapas del país (La Bodeguita, en la calle San Segundo, algo más arriba de la Puerta de la Catedral, es un bar que nunca falla), saborear los platos más típicos de sus fogones, como los judiones, el chuletón y las patatas revolconas (el restaurante De Cine, en la plaza de Mosén Rubí, al norte de El Mercado Chico, te permite ver una película mientras disfrutas de sus platos y su luminoso nuevo diseño) y llevarnos el añejo dulzor de su santa repostería en yemas, murallitas y huevos hilados de la cosecha teresiana (algo más abajo del primero, en la misma calle, la pastelería Chuchi lo tiene todo).

Como apuntábamos más arriba, Teresa de Cepeda lo impregna todo en esta ciudad de iglesias, palacios y sabor medieval. Pero, ¿nació realmente en Ávila, como se ha sostenido siempre? Porque parecen surgir algunas dudas, ahora que se acaba de celebrar su V Centenario. Y surgen precisamente en la comarca leonesa de la Cepeda, de donde la mística tomó su apellido por vía materna, un noble linaje medieval originario de estas tierras altas de la provincia de León, con cuna en el municipio de Quintana del Castillo, al norte de Astorga.

Parodiando los versos de la santa, los estudiosos mantenedores del origen abulense podrían defender así sus pruebas de siempre:

Aquí estriba mi firmeza,

/ aquí mi seguridad,

/ la prueba de mi verdad,

/ la muestra de mi fineza.

Mientras los reivindicadores del cepedanismo perdido correrían tras la anhelada prueba definitiva murmurando este radical deseo apócrifo: Véante mis ojos: / muérame yo luego. La polémica está servida, eco de las antiguas disputas entre castellanos y leoneses, entre el Condado y el Viejo Reino, pero esta vez no llegará la sangre al río. Ni al Adaja ni al Tuerto. Que el tirón de la escritora descalza da para todos. Y que sea lo que el Soberano Esposo quiera. Amén.