Madrid es una ciudad que me queda lejos. Lejísimos. No sólo en lo geográfico, sino también en lo emocional. Apenas la habré pisado media docena de veces y nunca he pasado más de cinco días seguidos en ella, así que, entiéndanme, lo que pase allí me la trae generalmente al pairo.
Una vez aclarado esto, quiero decirles que estoy siguiendo como nunca la campaña electoral de esta ciudad. Las elecciones municipales me tienen, como dirían en mi pueblo, el ombligo cortado, casi tanto como aquella vez que me obligaron a presentarme a delegada de la clase y pasaba las noches rezando para que a los compañeros no se les ocurriera votarme y me dejaran tranquilita con mis cosas (escapé por los pelos). Lo que está pasando con Manuela Carmena es tan bonito y tan ilusionante que desarma la nube negra que llevo sobre la cabeza como compañera perenne y renueva mi fe en las personas (no en todas, ustedes ya saben). Taxistas paseando sus instrumentos de trabajo con la cara de la jueza, ilustradores regalándonos a todos los más hermosos carteles electorales que veremos en mucho tiempo (corrijo: los más hermosos que veremos nunca ¿se han fijado ustedes en el nivelazo del resto?), unos discursos sin insultos ni descalificaciones, un argumentario sensato y pausado… Una mujer que, después de trabajar toda la vida y disfrutar de una merecida jubilación, decide desjubilarse para volver a luchar por la justicia.
No sé si, como dice el eslogan, Madrid se merece a Manuela, lo único que tengo claro es que la necesita. Ojalá hubiera una Manuela en cada sitio.