La dependencia emocional crea monstruos. Quien la sufrió lo sabe. Y si es enfermizo sufrir dependencia de otra persona y basar en ella todo lo que creemos que nos reporta felicidad, mucho peor puede ser depender de una idea, o de una persona imaginaria: esperar a que aparezca alguien gemelo a nuestra imagen soñada y mientras tanto vivir una existencia triste y anodina, dejándose llevar por la inercia gris del día a día.
Solo el viento puede ahuyentar al miedo.
“Ayer”, la virguería literaria de la que quiero hablar hoy, trata de una de esas vidas marcadas por la violencia y la pobreza que apenas consigue progresar en la rueda hostil del capitalismo, huyendo de su país y recibiendo las dentelladas de la pobreza del obrero y la xenofobia de los locales.
La madre sigue escribiendo a la dirección de Vera y le devuelven las cartas con la indicación FALLECIDA. La madre de Vera se pregunta qué querrá decir eso en esa lengua extranjera.
La soledad, que puede ser tan dulce y reconfortante como el hogar en un agujero de un hobbit, se presenta aquí como un enemigo contra el que luchar en vano: una soledad fría y húmeda, en absoluto amable.
Ayer dormí largo y tendido. Soñé que estaba muerto. Veía mi tumba. Estaba abandonada, cubierta de malas hierbas. Una vieja se paseaba entre las tumbas. Le pregunté por qué no cuidaba la mía.
—Es una tumba muy vieja —me dijo—. Fíjese en la fecha. Ya nadie sabe quién está aquí enterrado.
Miré la lápida. Era del año que corría. No supe qué responder.
La trama de “Ayer” contiene tantas casualidades que puede hacerse difícil dejarse llevar: es tan irreal a veces, que resulta tan justa y exactamente ficticia como lo es siempre la vida real.
—(…) ¿Qué harías tú en mi lugar?—Ni idea. Ni siquiera sé qué hacer en mi propio lugar.