Los datos son tristemente elocuentes: todavía hoy, a pesar de la globalización, la mitad de la humanidad padece hambre o está mal alimentada; una quinta parte de la población mundial sobrevive con menos de un dólar al día; y 1.200 niños mueren cada hora como consecuencia del hambre. Quiere esto decir que en nuestro mundo todo está globalizado menos la solidaridad.
El pasado 16 de octubre el Papa Francisco dirigía una mensaje al Director general de la FAO, con ocasión de la Jornada Mundial de la Alimentación, en el que afirmaba que uno de los desafíos más serios para la humanidad es hoy la trágica condición en la que viven millones de personas hambrientas y malnutridas, entre ellas muchos niños, algo que adquiere mayor gravedad en un tiempo como el nuestro, caracterizado por un progreso sin precedentes en diversos campos de la ciencia.
Afirma el Papa que es una escándalo que todavía haya hambre y malnutrición en el mundo. Es éste un problema que interpela nuestra conciencia personal y social y que exige una solución justa y duradera. Señala también que mientras la globalización permite conocer las situaciones de necesidad en el mundo y multiplicar los intercambios y las relaciones humanas, crece el individualismo y la indiferencia respecto a quien muere de hambre o padece malnutrición, casi como si se tratara de una maldición, algo inevitable, un hecho normal al que hay que acostumbrarse.
¿Qué podemos hacer? Un paso importante es abandonar el individualismo y el encerrarnos en nosotros mismos para abrirnos a la solidaridad, que debe inspirar nuestras decisiones personales y también las decisiones en el plano político, económico y financiero y las relaciones entre las naciones.
El Papa invita a superar la lógica de la explotación salvaje de la creación, cuidando el medio ambiente y sus recursos, para garantizar una alimentación suficiente y sana para todos, pues está demostrado que en el mundo hay alimentos suficientes para toda la humanidad. Esto nos obliga a superar el consumismo y el despilfarro de los alimentos, un triste signo de la globalización de la indiferencia, que nos va acostumbrando lentamente al sufrimiento de los otros, como si fuera algo normal. El problema del hambre no tiene sólo una dimensión económica o científica, sino también y, sobre todo, una dimensión ética y antropológica.
Se impone, pues la educación en la solidaridad, que es tanto como educarnos en la humanidad, tarea que nos apremia a todos, niños, jóvenes y adultos, si queremos construir una sociedad que sea verdaderamente humana, que pone en el centro de la vida personal, social y política a la persona y su dignidad, que nunca puede ser malvendida por la lógica de la ganancia o de los intereses económicos. El ser humano y su dignidad deben ser siempre los pilares de la vida personal de cada uno de nosotros y de nuestra vida comunitaria.
En la educación en la solidaridad tiene un papel preponderante la familia. Ella es la primera comunidad educativa. La familia es la primera escuela no sólo de valores, sino también de virtudes. En ellas aprendemos a cuidar del otro, del bien del otro, a conmoverse ante sus necesidades, carencias y dolores y a acudir a remediar con presteza sus sufrimientos. Por ello, apoyar y proteger a la familia para que eduque en la solidaridad y en el compartir fraterno es un paso decisivo para caminar hacia una sociedad más equitativa y humana que elimine la lacra del hambre en el mundo.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla