El horizonte intelectual limitado del salvaje tanto concentra la atención sobre el azar que la suerte se torna un factor constante en su vida. Los urantianos primitivos luchaban por su subsistencia, no por un estándar de vida; vivían una vida llena de peligro en la que el azar jugaba un papel importante. El temor constante de lo desconocido y de las calamidades invisibles pesaba sobre estos salvajes como una nube de desesperación que efectivamente eclipsaba todo placer; vivían en temor constante de hacer algo que hiciera volver la mala suerte. Los salvajes supersticiosos siempre temían el soplo de la buena suerte; veían tan buena fortuna como un signo certero de calamidades futuras.
Este terror de la mala suerte constantemente presente era paralizante. ¿Para qué trabajar tanto y cosechar mala suerte —nada por algo— cuando era posible dejarse llevar y encontrar la buena suerte —algo por nada? Los hombres que no razonan olvidan la buena suerte —la toman como cosa natural— pero recuerdan dolorosamente la mala suerte.
El hombre primitivo vivía en la inseguridad y en el temor constante del azar — de la mala suerte. La vida era un estimulante juego de azar; la existencia, una empresa arriesgada. No es de extrañar que los pueblos parcialmente civilizados aún crean en el azar y manifiesten predisposiciones residuales por el juego de azar. El hombre primitivo alternaba entre dos poderosos intereses: la pasión de conseguir algo por nada y el temor de conseguir nada por algo. Este juego de la existencia era el interés principal y la suprema fascinación de la mente salvaje primitiva.
Más adelante los pastores compartieron estos sentimientos sobre el azar y la fortuna, mientras que los agricultores aun más recientes tenían clara conciencia del hecho de que las cosechas dependían de muchas cosas sobre las que el hombre tenía poco o ningún control. El agricultor se halló víctima de la sequía, las inundaciones, el granizo, las tormentas, las plagas y las enfermedades de las plantas, así como también del calor y el frío. Y puesto que todas estas influencias naturales afectaban la prosperidad individual, se las consideraban buena suerte o mala suerte.
Esta idea de azar y suerte colorearon fuertemente la filosofía de todos los pueblos antiguos. Aun en tiempos recientes en la sabiduría de Salomón está escrito: «Me volví y vi que ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los elocuentes el favor; sino que tiempo y ocasión acontecen a todos. Porque el hombre tampoco conoce su tiempo; como los peces que son presos en la mala red, y como las aves que se enredan en lazo, así son enlazados los hijos de los hombres en el tiempo malo, cuando cae de repente sobre ellos».
La ansiedad era un estado natural de la mente salvaje. Cuando los hombres y las mujeres caen víctimas de una ansiedad excesiva, vuelven simplemente al estado natural de sus antepasados distantes; y cuando la ansiedad se vuelve realmente dolorosa, inhibe la actividad e instituye infaliblemente cambios evolutivos y adaptaciones biológicas. El dolor y el sufrimiento son esenciales para la evolución progresiva.
La lucha por la vida es tan dolorosa que ciertas tribus retrógradas aún hoy lloran y lamentan cada amanecer. El hombre primitivo constantemente se preguntaba: « ¿Quién me atormenta?». Al no hallar una fuente material de su sufrimiento, se contentó con una explicación espiritual. Así nació la religión del temor a lo misterioso, el respeto a lo invisible y el terror de lo desconocido. El temor a la naturaleza se volvió así un factor en la lucha por la existencia: primero por la presencia del azar y luego por la presencia del misterio.
Lo que el hombre civilizado considera superstición era tan sólo ignorancia en el salvaje. La humanidad ha sido lenta en aprender que no hay necesariamente relación alguna entre propósitos y resultados. Los seres humanos tan sólo ahora comienzan a darse cuenta de que las reacciones de la existencia aparecen entre las acciones y sus consecuencias. El salvaje trata de personalizar todo lo que sea intangible y abstracto, y de este modo tanto la naturaleza como el azar se vuelven personalizados como fantasmas —espíritus— y más adelante como dioses.
Pero seguir atribuyendo a causas sobrenaturales lo que resulta difícil de comprender no es más que una manera perezosa y conveniente de evitar toda forma de trabajo duro e intelectual. La suerte es meramente un término creado para amparar lo inexplicable en cualquier era de la existencia humana; define aquellos fenómenos que el hombre es incapaz de penetrar o no desea penetrar. Azar es una palabra que significa que el hombre es demasiado ignorante o demasiado indolente para determinar las causas. El hombre considera los sucesos naturales como accidentes o mala suerte sólo cuando carece de curiosidad e imaginación, cuando la raza no tiene iniciativa ni sentido de la aventura. La exploración de los fenómenos de la vida más tarde o más temprano destruye la creencia del hombre en el azar, la suerte y los así llamados accidentes, sustituyéndola por un universo de ley y orden en el que los efectos son precedidos por causas definidas. Así pues, el temor a la existencia es reemplazado por la felicidad del vivir.
El salvaje consideraba el estornudo un intento abortivo del alma de escapar al cuerpo. Como estaba despierto y en vigilancia, el cuerpo podía abortar el intento de fuga del alma. Más adelante, el estornudo siempre fue acompañado por alguna expresión religiosa, como por ejemplo, « ¡que Dios te bendiga!»
Los antiguos creían que las almas podían entrar en los animales o aun en los objetos inanimados. Esto culminó en las ideas de identificación animal, como por ejemplo el hombre lobo. Era posible que el alma de un ciudadano, observante de la ley durante el día, le abandonase cuando dormía para meterse en un lobo u otro animal y cometer depredaciones nocturnas.
Los hombres primitivos creían que el alma estaba asociada con el aliento, y que sus cualidades podían ser impartidas o transferidas por el aliento. El cacique valeroso respiraba sobre el niño recién nacido, impartiéndole así valor. Entre los cristianos primitivos la ceremonia de donar el Espíritu Santo iba acompañada de respirar sobre los candidatos. Dijo el salmista: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca». Por mucho tiempo fue costumbre del hijo mayor tratar de aspirar el último aliento de su padre moribundo.
Más adelante se llegó a temer la sombra y reverenciarla, como el aliento. El propio reflejo en el agua también se consideraba a veces como prueba del ser doble, y los espejos se respetaban con miedo supersticioso. Aun ahora muchas personas civilizadas dan vuelta al espejo contra la pared cuando hay una muerte en la familia. Algunas tribus retrógadas aún creen que hacer retratos, dibujos, modelos o imágenes quita todo o parte del alma del cuerpo; por lo tanto estas cosas están prohibidas.
Se pensaba generalmente que el alma estaba identificada con el aliento, pero también estaba ubicada según distintos pueblos en la cabeza, el cabello, el corazón, el hígado, la sangre y la grasa. «La voz de la sangre de Abel que clama desde la tierra» expresa la creencia antigua de la presencia del fantasma en la sangre. Los semitas enseñaban que el alma residía en la gordura del cuerpo, y entre muchos comer grasa animal era tabú. La caza de cabezas fue un método para captar el alma del enemigo, así como también el quitarle el cuero cabelludo. En tiempos recientes los ojos se han considerado las ventanas del alma.
Los que mantenían la doctrina de tres o cuatro almas creían que la pérdida de un alma significaba incomodidad; dos, enfermedad; tres, muerte. Un alma vivía en el aliento, una en la cabeza, una en el cabello y otra en el corazón. Se aconsejaba que los enfermos deambularan al aire libre con la esperanza de volver a captar sus almas vagabundas. Los mejores curanderos intercambiaban según se suponía el alma enferma de una persona enfermiza por un alma nueva, el «nuevo nacimiento».
Las razas civilizadas modernas comienzan a salir del temor a los fantasmas como explicación de las vicisitudes de la suerte y de las desigualdades comunes de la existencia. La humanidad se está emancipando de la esclavitud de las explicaciones espíritu-fantasmales de la mala suerte.
Texto extraído del capítulo 86 del libro de Urantia.