Fiel a su arquetipo desabrido, Aznar no defrauda ni en sede parlamentaria, donde se supone estaba obligado a decir la verdad y no mentir, como los católicos cuando se confiesan. Pero como éstos, que casi nunca son sinceros en los confesionarios, ni ante Dios ni ante el cura, tampoco lo iba ser frente a unos congresistas bastante menos todopoderosos que la deidad el engreído Aznar, embebecido de soberbia. Interrogado durante cuatro horas, el pasado martes, en la comisión de investigación del Congreso de los Diputados sobre la financiación ilegal del PP, José María Aznar se exhibió como cabía esperar: arrogante y condescendiente, según el sesgo político del diputado que le preguntaba. Y es que allí fue a lo que iba, no a confesarse. Por eso lo negó todo, todo de lo que pudieran acusarle y echarle en cara en su comparecencia. Negó la existencia de una caja B en el PP que él dirigía, a pesar de quedar acreditado en sentencia de la Audiencia Nacional; negó que existiera corrupción en sus siglas, cuando todos los tesoreros que ha tenido la formación han sido objeto de investigaciones judiciales; y, por supuesto, negó que hubiera tenido trato con los que han sido finalmente condenados por corrupción en su partido, ni siquiera con Luis Bárcenas, el militante que él designó como tesorero y Rajoy ratificó como gerente del PP. Aznar es un redomado experto en negar la evidencia, cosa conocida por sus adversarios.
Eso sí, Aznar es correoso a la hora de disfrazar la verdad y defenderse. Como buen abogado y funcionario de Hacienda, donde ocupó el puesto de Inspector de Finanzas del Estado, sabe jugar con las palabras y torcer el significado de los argumentos, como dejó patente cuando ejerció la presidencia del PP desde 1990 hasta 2004 y como Presidente del Gobierno durante dos mandatos consecutivos (1996-2004). Con dicha habilidad, no admitió, ni con ocasión de la boda de su hija en El Escorial (2002), haberse relacionado con Francisco Correa, cabecilla de la trama Gürtel condenado a 51 años de cárcel, que desfiló entre los invitados y regaló a los contrayentes parte de la financiación de la celebración. Una habilidad con la que se mostró desafiante con el diputado de Ezquerra Republicana de Catalunya, Gabriel Rufián, al que acusó de pertenecer a un partido golpista que quiere acabar con España y el orden constitucional. Y duro y tenso con Pablo Iglesias, líder de Podemos, con quien se enfrentó en un duelo de “tú más” sobre financiaciones poco claras, amistades peligrosas y hasta problemas con los hijos, y al que espetó: “Usted es un peligro para la democracia”. Pero, sobre todo, sabe ser condescendiente con los suyos, incluidos los acólitos de Ciudadanos, el partido de una derecha más lozana pero igual de sectaria, y con su delfín al frente del PP, Pablo Casado, que lo acompañó como escolta real durante su visita al Congreso de los Diputados.
Con semejante autoestima y henchido de amor propio, abandonó ufano la comisión de investigación convencido de habérselo pasado bien y haber triunfado en el enfrentamiento dialéctico con sus contrincantes. Se sentía, pues, ligero y limpio como un pecador cuando sale perdonado del confesionario. Hasta se despidió con un “vuelvo cuando ustedes quieran”, satisfecho de su actuación y… de él mismo. Sigue creyendo que engaña a todo el mundo cuando ya es un tipo patético que sólo se engaña a sí mismo. Un personaje con resabios franquistas que hay que conocer para impedir que manipule los sueños y esperanzas de los españoles por la libertad, la democracia, la justicia, la igualdad, la reconciliación y la dignidad. Y es que para eso sirve una comisión de investigación del Congreso, no para descubrir nada, sino para que todos, comparecientes y diputados, se retraten ante la opinión pública. Y Aznar lo bordó porque no defrauda.