Uno de los rituales de comienzo de verano es la puesta en marcha de la piscina: vaciarla, limpiarla y (un año sí, un año no) pintarla. Esto es algo que, cuando era pequeña, me hacía casi tanta ilusión como mi cumpleaños o la Noche de Reyes. Cuando vivíamos en casa de mis abuelos, el día de limpiar la piscina suponía pasar tiempo con todos mis tíos, enfangados en el lodo verde y resbaladizo que se acumulaba al fondo de la parte que cubría, mientras intentábamos limpiar la suciedad incrustada a lo largo del año. Por supuesto, y como bien sabían los mayores, nuestro entusiasmo por el plan se consumía como la llama de una cerilla y, tras pasar tres o cuatro veces el estropajo por la pared y no apreciar ningún cambio, nos íbamos desinflando de la tarea. Nos entretenía entonces chapotear en el lodo verde mientras metíamos prisa a los mayores para que acabaran cuanto antes y empezara el mejor momento: el llenado. Con la apertura de la manguera y su chorro mínimo la excitación volvía a aumentar y rogábamos que nos dejaran ponernos los bañadores y tirarnos por la rampa con el mínimo de agua que corría por ella. Destrozábamos los bañadores, nos caíamos, nos salpicábamos y el agua estaba congelada; pero pocas diversiones hay en la vida como ésa: chapotear en una piscina que se está llenando.
Cuando mis padres compraron esta casa el ritual seguía siendo el mismo pero con una piscina mucho más pequeña (creo que ya he contado que esta tiene forma de Barbapapá) y con mucha menos gente. Ya no éramos la troupe de tíos, abuelos y sobrinos; éramos solo nosotros pero la excitación era la misma, aunque la diversión fue diluyéndose con los años hasta desaparecer y convertirse en tarea pesada que ninguno queríamos hacer. Si yo fuera Matt Shirley haría un gráfico enseñando cómo es la curva de la limpieza y pintura de la piscina. Como ni lo soy ni voy a intentarlo, solo lo cuento: en tu tierna infancia (digamos hasta los diez años) la emoción y excitación es máxima; a partir de los once o doce la curva va cayendo en picado y se mantiene plana hasta aproximadamente los treinta años, edad a la que comprendes que o lo haces tú o no lo hace nadie y que es el peaje que hay que pasar para poder bañarte al llegar achicharrado de trabajar. Por supuesto, la línea ya no sube como una pendiente de montaña rusa, pero sube y se mantiene estable supongo que hasta que tienes edad de seguir ocupándote de ello. Mi madre tiene setenta y nueve años y ahí sigue; asi que, con suerte, calculo que me quedan treinta años de limpiar y pintar la piscina, si es que antes no se ha terminado el mundo, la extrema derecha me ha fusilado por roja o me muero, claro.
Hoy me he pasado el día pintando y por eso estoy cubierta de manchas azules. Si alguien me está imaginando con uno de esos petos muy cuquis, con o sin camiseta, y un pañuelo en la cabeza como los que salen en los anuncios o en Instagram, que deseche esa imagen ahora mismo. Llevo un pantalón corto vaquero viejo y una camiseta llena de agujeros en la que pone «Prefiero el verano al invierno». «¿De dónde has sacado esa camiseta que te pega tan poco?», me ha preguntado A .
Pintar cualquier cosa es siempre una experiencia bastante terapéutica: cargar el rodillo y repetir los mismos movimientos una y otra vez te sumerge en un estado de concentración en el que tus pensamientos van a su bola. Hoy, mientras iba y venía intentando que no quedaran marcas, pensaba en si alguna vez en mi vida me había sentido sola, en soledad total, sin nadie a quien recurrir, sin posibilidad de contacto físico o emocional con otra persona. Estoy leyendo The Lonely City, de Olivia Lang; un libro en el que la autora relata la inmenso desamparo que sintió cuando, poco después de llegar a Nueva York por una historia amorosa que se deshizo en nada, en vez de volver a Inglaterra decidió quedarse (no explica el porqué); y al sentir una soledad tan abrumadora y completa se observó a sí misma para estudiarse e intentar comprender por qué en la ciudad, rodeado de gente y de cosas que hacer, uno puede no sólo sentirse solo, sino vivir completamente apartado de todos. Ella se centra en varios artistas (Hopper, Warhol, Wojnarowicz, Valerie Salas) que crearon apartados del mundo aunque fueran exitosos y adorados y vivieran rodeados, en algunos momentos de su vida, de público, amigos y el apoyo de la crítica. ¿Cómo es sentirse solo? Llevo dándole vueltas muchos días intentando saber si yo me he sentido alguna vez así y lo más que me he acercado ha sido a mi época del colegio. Tenía amigas, lo pasé medianamente bien, sacaba buenas notas, pero siempre sentí que estaba interpretando un papel para encajar y que lo más quería era que mi tiempo allí se acabara para pasar a otra cosa. No recuerdo haber tenido esa sensación más adelante, ni en la universidad, ni en el trabajo, ni cuando tuve la depresión, ni en mi vida en general.
«Loneliness, in its quintessential form, is of a nature that is incommunicable by the one who suffers it».
En Astérix y los normandos, los terribles invasores del norte se pasan toda la aventura preguntando: «¿Qué es sentir miedo?» No saben lo que es y no son capaces de imaginarlo. Yo no sé qué es la soledad. ¿Cómo se siente sentirse solo? Hasta que me he sumergido en el libro de Lang no lo había pensado mucho, creía saber lo que era o, al menos, ser capaz de imaginarlo, de hacerme una idea. No es así, no lo sé. ¿Es una suerte? Sí, claro. No lo pongo en duda ni por un momento y sé, además, que no haber tenido nunca esa sensación de soledad abrumadora y aplastante no es mérito mío: es suerte. Suerte de tener una familia, de tener amigos, de haber nacido donde nací.
Pensar en la carambola cósmica que me llevó a nacer donde nací y a estar en este momento pintando la piscina con un rodillo azul en la mano me ha dado vértigo cósmico y he tenido que parar para volver a anclarme al ahora. Al levantar la vista al cielo ha sido como volver de un viaje lisérgico: al salir del infinito azul en el que estaba sumergida los colores de la realidad exterior, más allá de las paredes de la piscina, eran diferentes: el cielo era morado, las nubes negras, los verdes eran casi rojos.
¿Y si al salir fuera toda mi realidad hubiera cambiado y estuviera sola?
No sé lo que es sentirse solo.
Y no saberlo me provoca sorpresa, incredulidad, asombro, inquietud, algo de alivio y cierto temor.
*Hace ocho años, el coche que tenía se paró en medio de una carretera y dijo: «ya no funciono más». No me enfadé porque tenía medio millón de kilómetros y entendí perfectamente que se rindiera. Cuando me puse a buscar coche en internet, encontré uno que me gustaba en Getafe, llamé a preguntar y el obsequioso vendedor me dijo: ¿el coche azul apolo? Ocho años llevo con ese coche y todavía no sé que es el azul apolo.
Para recibir las entradas en el correo te puedes suscribir aquí.